El carabinero de la Santa.
Me fascina el dulzor de su carne, tersa y al mismo tiempo dócil. Es el carabinero de la Santa. A menudo exultante, en algunos casos domesticada, como si el alimento, la corriente o la época del año influyeran en ella. Parece lógico pensar así, pero se pesca desde hace tan poco tiempo que lo rodean pocas certezas. No importan tanto cuando se desbordan emociones parecidas a las que reventaron con el primer picoroco o el primer piure que probé en Chile, o con el primer erizo peruano. El mundo está salpicado de joyas culinarias que lo son, precisamente, porque pocos las han comido hasta ahora; la lejanía o la semi clandestinidad ayudan a resistir la voracidad del mercado del lujo.
Por Ignacio Medina. Fuente: Siete Caníbales. Dedicado al carabinero de la Santa.
Breve inciso para los lectores latinoamericanos, el carabinero (Aristaeopsis edwardsiana) es un crustáceo decápodo de buen tamaño, con una morfología cercana a la de un langostino, pero considerablemente más grande, que exhibe un exultante y llamativo color rojo, con algunos tintes morados. Su pesquería es abundante en el Mediterráneo y algunas zonas del Atlántico europeo y africano.
Hablo con Miguel Ángel Rodríguez, patrón pesquero lanzaroteño y me cuenta que fueron los pescadores que faenan en aguas de La Santa quienes idearon el sistema de pesca: nasas de dos por dos metros, que se dejan colgando uno o dos días a profundidades que pueden llegar a rondar los ochocientos metros. Algunos hablan de mil cuando necesitan multiplicar la épica. En estas aguas apenas hay plataforma continental y no hay lugar para la pesca de arrastre; lo más frecuente es que las cosas se manejan con caña para la pesca y con nasa para los crustáceos.
Impresiona del carabinero de la Santa más cuando ves el tamaño; en un kilo suelen entrar entre cinco y ocho animales. A veces son tan grandes que puedes juntar el kilo con apenas tres piezas. Cuenta Miguel Ángel que el tamaño se puede deber, más que a otra cosa, a que nunca se ha pescado y el sistema de pesca es bastante selectivo. Es una pesquería con capturas diarias realmente bajas; se dice que las raramente superan los 30 kilos diarios. Por ahora, el fervor desatado ha derivado en precios exorbitantes antes que en la sobre explotación del caladero. Podría llegar a ser un argumento para ayudar a voltear la dinámica del sector pesquero insular. Si el pescador no puede vivir con dignidad de su trabajo ¿para qué salir al mar y arriesgar la vida?
Sobre todo, sobrecoge el abismo que lo separa de su compadre mediterráneo, tan agreste, tan agresivo, tan excesivo en su franqueza que hasta hace muy poco era despreciado en los mercados del litoral levantino. Para los madrileños, decían. Estaba de acuerdo con ellos; en la cocina de este madrileño las cabezas servían para dar color a sopas de pescado y las colas se disimulaban en los guisos. Historias del abuelo cebolleta: he visto como se vendían en el Mercado Central de Valencia a la mitad de precio y el doble de frescor del que exhibían en Madrid. Ya no sucede. Los nuevos consumidores del lujo trajeron otras formas de entender la comida, y hoy se venden a precios tan estratosféricos como incomprensibles. Prospera un mercado que convierte la vulgaridad en referente culinario.
Me sirven el primero en Taste 1973, el restaurante de referencia del Hotel Villa Cortés, al sur de la Isla de Tenerife. Estoy a más de 400 kilómetros de su lugar de pesca, que vienen a ser como 215 o 220 millas náuticas, y esa, con agua de por medio, es mucha distancia. Todo viene a ser relativo cuando se trata del océano, y sigue siendo cocina de proximidad, aunque habrá tiempo y oportunidades para encontrarlo más cerca de su casa. Carlos Schattenhofer ha cocinado un arroz, adornado con la carne de la cola troceada, y ha servido media cabeza, cortada transversalmente en dos, con el jugo dentro del caparazón. Me concentro en él y encuentro la llamativa delicadeza de un sabor elegante y amable, y sigo con la carne, dócil, delicada y dulzona. Una joya que me deja pensando, hasta que vuelvo a dar con ella tres días después.
Sucede en Sebe, el restaurante de Santiago Benítez y Begoña Ratón en Costa Teguise. De allí a La Santa, justo al otro lado de la Isla, no hay más de treinta kilómetros: la despensa de la inmediatez. Me llega cocida, es posible que al vapor, coronando un arroz en paella. Es grande como un novillo cuatreño y llega recién hecho, abierto al centro de punta a punta. El corte muestra la blancura de la carne y cuando me pongo a la tarea de retirarla del interior del caparazón, deja escapar una ola de jugos que baña una parte del arroz y casi lo convierte en un guiso de cuchara. Es increíble.
Habrá una tercera y una cuarta, hasta una quinta -un absoluto ejercicio de gula- en la terraza del Lounge Beach en Puerto del Carmen, la noche previa a la inauguración de Worldcanic. Son los más grandes que he visto. La cola troceada cabe en la cabeza del bicho, en la que se sirve bañada en sus jugos.
En La Santa también pescan el camarón soldado (Plesionika edwardsii), que llaman gamba de La Santa. Es un producto relativamente reciente y como el carabinero se pesca con nasas, aunque de diferente formato, que se manejan a profundidades que llegan hasta los 600 metros. Pueden encontrarse mucho más cerca de la superficie, a cien o ciento cincuenta metros, aprovechando la breve plataforma continental de la isla. El camarón soldado vive en enjambres cerca del fondo y atiende al reclamo de un trozo de carne de pollo, colocado en la nasa a modo de cebo. Dicen que el sistema lo ideó la lanzaroteña familia Olivero y se calcula que la pesquería proporciona unos 1500 kilos al año.
Hay muchas más joyas en estas aguas que merecen ser recorridas con detenimiento, pieza a pieza. Para empezar, una amplísima gama de túnidos -es como si todas las especies transitaran por estas aguas-, junto a viejos conocidos como la vieja -muy bien frita la de La Bodega de Santiago, en Yaiza; un comedor que me pareció imprescindible-, el cherne, el bocinegro, el congrio… Luego están la morena y el calamar sahariano, grande, carnoso y terso, que luce rebozado y frito, pero me gustaría encontrar guisado o confitado en aceite, como hacen en Almería.
No entiendo bien qué han hecho con la morena. Con especies como esta, la distancia no es el olvido. La recordaba frita, cortada en trozos de dos o tres dedos de largo, explotando la impresionante naturaleza de la piel y la gelatina instalada entre ella y la carne. El reencuentro, primero en Las Palmas y luego en Lanzarote, la muestra reconvertida en una montaña de chips de pescado frito: obleas marinas -creo que congelan la pieza para laminarla con una cortadora de fiambres- finas y crujientes. El formato es atractivo para un aperitivo, en lugar de las aceitunas o las papas fritas, pero no me parece que vaya más allá de eso. Pierdo el sabor y la textura de la carne y el contraste crujiente y sabroso de la piel, que recordaba mostrándose por capas. Me la sirven dos veces en tres días y la historia se repite: lo único que provoca es nostalgia.