
Desde el inicio, “Esa Diva” se presentó como un número vibrante y cargado de ritmo, con un despliegue escénico de primer nivel: juegos de luces, coreografías cuidadas e incluso un efecto de helicóptero capilar que simulaba la presencia triunfal de la artista. Sobre el papel, esos recursos permitían a Melody conectar con el público joven y quizás convencer al jurado experto. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Su actuación quedó an antepenúltimo lugar. La mezcla de estilos —desde el pop más pegadizo a pinceladas de flamenco contemporáneo— y una letra manida sin fuerza pareció no encontrar cabida en un televoto polarizado y en un jurado acostumbrado a no tener muy en cuenta al talento español.
Para entender la posición de Melody es imprescindible mirar más allá de la estética y la calidad vocal: en 2025 , Eurovisión ha vuelto a ser un teatro político donde el “voto empatía” y las alianzas geopolíticas pesan tanto como los arreglos musicales. En esta inesperada partida de ajedrez diplomático-eurovisivo, la presencia de Israel ha sido el eje de la problemática del tablero. Las imágenes de manifestaciones pro Palestina en los alrededores de Jakobshalle y los lemas a favor de la causa palestina que algunos aficionados corearon durante la actuación de Yuval Raphel – representante israelí- dejaron claro que, para gran parte del público, el certamen no puede divorciarse del contexto internacional, sobre todo cuando Israel prosigue una ofensiva militar despiadada e injustificada en Gaza, calificada por muchas organizaciones y gente de bien como un GENOCIDIO. La cifra de total de víctimas de la ofensiva israelí supera ya los 53.000.
El choque entre cultura y conciencia colectiva se trasladó a las retransmisiones nacionales. RTVE incluyó en sus conexiones previas al certamen mensajes breves que apelaban a la “defensa de los derechos humanos” y la “búsqueda de la paz”, un gesto que algunos sectores celebraron como necesario y otros criticaron por entender que vulneraba la neutralidad que debería imperar en un evento de estas características. Mientras tanto, en París, Londres y Roma, la polémica suscitada por el envite económico de la UER (Unión Europea de Radiodifusión) para sancionar a aquellas cadenas que introdujeran pronunciamientos políticos alimentaba titulares a diario.
En este contexto de alta tensión, el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, aprovechó su intervención en un acto institucional el 19 de mayo para alzar la voz y echar más leña al fuego. Sánchez recordó que España reconoció formalmente al Estado de Palestina en 2024 y comparó el actual estatus de Israel en Eurovisión con la exclusión de Rusia tras la invasión de Ucrania en 2022. “”Si nadie se llevó las manos a la cabeza cuando se inició la invasión de Rusia y se le exigió la salida de competiciones internacionales y no participar en Eurovisión, tampoco, por tanto, debería hacerlo Israel. No podemos permitirnos dobles estándares en la cultura“, declaró. Con estas palabras, abrió la puerta a una propuesta diplomática: solicitar a la UER la suspensión temporal de la participación israelí en futuros festivales, al menos mientras persistan las agresiones en territorio palestino.
La iniciativa de Sánchez fue recibida con división interna. Desde la izquierda, partidos como Unidas Podemos e Izquierda Unida aplaudieron la contundencia del argumento humanitario y reclamaron medidas similares en otros foros culturales. En cambio, formaciones conservadoras y liberales denunciaron la “injerencia política” en un certamen que, oficialmente, proclama la armonía y el compañerismo entre naciones. Varias voces del Partido Popular acusaron al Gobierno de “mezclar churras con merinas” y de emplear el espectáculo musical como altavoz de su política exterior.
Mientras tanto, en el seno de RTVE se manejaba otra urgencia: la revisión exhaustiva y del sistema de votación bajo una auditoría seria. La cadena dejaba entrever que el televoto, con 297 puntos para Israel junto a 60 del jurado profesional, reflejaba una movilización de simpatizantes condicionada más por cuestiones turbias a dilucidar que por criterios musicales. Para algunos, este desequilibrio explicitaba la politización inevitable de Eurovisión; para otros, desenmascaraba un problema mayor: ¿Hasta qué punto un evento de entretenimiento puede aspirar a ser apolítico cuando las guerras y las crisis humanitarias están a la orden del día? ¿Por qué la gente celebra la frivolidad eurovisiva mientras mueren, en ese instante, cientos de niños en Gaza y en Ucrania a causa de guerras injustísimas?
En medio de este debate, Melody decidió mantenerse al margen de la controversia. Tras su regreso a Málaga, canceló entrevistas y actos promocionales para no alimentar la rumorología, y anunció que ofrecería una rueda de prensa (sin fecha prevista) en la que aclararía “ciertas informaciones que no se corresponden con la realidad”. Su postura fue confusa: irse de Basilea de manera abrupta, sola, dejando a su equipo tirado; cancelar la campaña de promoción post-evento firmada con televisión española, y dar declaraciones en el aeropuerto con unas gafas cuadradas oscuras gigantes y gorro extraño que hacia un embrollo su larga melena de la cual siempre ha presumido, y un jersey feo color rojo vino apocado, denotan que Melody estaba avergonzada y cabreada, con ganas de “tierra trágame”, aunque se justificó con el hecho de extrañar demasiado a su hijo pequeño, tras dos semanas de trabajo extenuante. Un puesto 24 no es fácil de afrontar, sobre todo cuando, según tú, has currado tanto, has entregado tanto en el escenario, es como un jarro de agua helada echado a bocajarro, a una diva desnuda sobre el escenario de 839.544 espectadores.
La posición de España en la clasificación —la peor desde 2017— y el estridismo de la polémica política tienen una lectura clara: en la Europa de 2025, los lazos culturales no pueden eludir la realidad geopolítica. Eurovisión sigue siendo un festival de la canción, pero también un indicador de las corrientes de opinión y de la presiones políticas internacionales. Que Melody haya acabado en un puesto discreto no es solo un triunfo del televoto menos “solidario” o del jurado más “conservador”: es el síntoma de un certamen enfermo que, en plena emergencia humanitaria, se ha convertido en un altavoz de denuncia y debate, más allá de sí mismo.
Al final, el papel de Pedro Sánchez trasciende lo estrictamente musical: su intervención evidencia que gobiernos y organizaciones culturales se enfrentan a un dilema constante. ¿Debemos preservar la magia y la fantasía de Eurovisión o aprovechar su potencial de difusión para alzar la voz contra las vulneraciones de derechos humanos? En el caso de España, la respuesta ha sido clara: situar la cuestión humana por encima del espectáculo, incluso a costa de un disgusto artístico. Y, para Melody, ese 24.º puesto es, en cierto modo, secundario frente a la evidencia de que, hoy más que nunca, la cultura y la conciencia ciudadana van de la mano.
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