
El camino hasta aquí no fue lineal. Carmona debutó en los escenarios a los 16 años, tras formarse en el Institut del Teatre y Dansa de Barcelona y aprender junto a figuras como Antonio Canales, Eva Yerbabuena, Domingo Ortega, Manuela Carrasco y Ángel Rojas. Esa precocidad se tradujo en una maduración acelerada que lo llevó a recibir en 2020 el Premio Nacional de Danza, un año después el Premio Benois al mejor bailarín y en 2022 el Premio Max por la segunda entrega de su trilogía. Una carrera meteórica, pero siempre anclada a un trabajo interior que se ha vuelto su marca personal.

En El salto, Carmona exploraba la masculinidad y su vínculo con la paternidad. Después, en Baile de bestias, se adentraba en las heridas más íntimas: aquellas bestias internas con las que aprendía a convivir y danzar. Ambas obras, confesaba el propio creador, implicaban una carga emocional extrema y una inmersión radical en el subconsciente. La evolución natural de esa exploración desembocó en Super-viviente, una inmersión en el territorio resbaladizo de la disociación de la personalidad y en el modo en que el yo se fragmenta, se multiplica y se reinventa en la vida y en la creación artística.
La pregunta de partida era simple, pero vertiginosa: ¿cómo detectar, expresar, comunicar —y en este caso bailar— los procesos de construcción del sujeto, y cómo influyen en ellos trastornos como el disociativo? Para responderla, Carmona no se limitó a la intuición artística. Buscó el diálogo con psiquiatras, filósofos, neurocientíficos y otros especialistas. De esos encuentros emergió un corpus de materiales teóricos y prácticos que servirían de sustento al espectáculo.

Con la dirección de María Cabeza de Vaca, el bailaor articuló la obra en cuatro escenas que funcionan como espejos de distintos pliegues de su psicología: la relación con los medios de comunicación, la exposición ante el público, las huellas de la infancia y la sociabilidad con los amigos. En cada uno de estos territorios, el artista crea personalidades distintas, camuflajes de sí mismo que se despliegan según las exigencias del entorno.

Carmona lo explica con franqueza: dependiendo del ambiente, su personalidad “original” enfatiza unos rasgos y oculta otros. Surge entonces la duda inquietante: ¿puede alguien cambiar tanto que deje de reconocerse en su yo inicial? Esa incomodidad, esa sospecha de impostura, se convierte en el motor de su baile. El intérprete defiende la hipótesis de un “trastorno camaleón”, una estrategia social que permite modificar la conducta para ser aceptado por los demás. No como máscara frívola, sino como mecanismo de supervivencia.
En Super-viviente, la danza flamenca no es solo estética, sino un ejercicio de resistencia frente a la disolución del yo. Un territorio donde miedo e ilusión, incertidumbre y pasión, conviven en el mismo escenario. Allí, Carmona no solo baila: se multiplica, se desdobla, se enfrenta a su propio reflejo.