ntre los días 19, 20, 21 y 22 de noviembre, el coliseo madrileño ofrecerá cinco funciones, coincidiendo con el aniversario de aquel estreno que, en 1995, transformó el Sadler’s Wells de Londres en el epicentro de una revolución estética.
Un clásico incendiado desde dentro
Bourne no revisó El lago de los cisnes: lo reescribió. Sustituyó a la princesa hechizada por un príncipe que se ahoga en sus propios deseos; eliminó la iconografía cristalizada del ballet romántico; y convirtió al cisne en una criatura masculina, poderosa, inquietante, a medio camino entre el protector y la tentación. Su propuesta, que mezcla técnicas clásicas, neoclásicas y contemporáneas, desmonta los códigos tradicionales para plantear un retrato mordaz de la masculinidad, la soledad y la represión emocional.
El resultado fue inmediato: un fenómeno artístico y social que, desde su estreno el 9 de noviembre de 1995, no ha abandonado los escenarios internacionales y acumula más de treinta premios. Entre ellos, el Olivier a la mejor nueva producción de danza y tres galardones Tony —dirección musical, coreografía y diseño de vestuario—, además de reconocimientos del Time Out, del Círculo de Críticos de Los Ángeles y del Astaire Award.
Su impacto trascendió incluso la danza: la emblemática película Billy Elliot (2000), dirigida por Stephen Daldry, incluyó en su secuencia final un fragmento de esta versión con el bailarín Adam Cooper, consolidándola como icono cultural de una generación.
Si la partitura de Chaikovski permanece intacta, todo lo demás respira un aire renovado. El escenógrafo y figurinista Lez Brotherston, responsable de un vestuario exuberante e imaginativo, construye un universo visual que oscila entre lo onírico y lo decadente. La iluminación de Paule Constable acentúa esa atmósfera dual: cada foco parece revelar una grieta emocional, un gesto latente, un subtexto que se filtra entre las sombras.
El talento de New Adventures, compañía fundada por Bourne en 1987, sostiene esta metamorfosis con una entrega que ha marcado escuela. Su método —un diálogo constante entre coreógrafo, bailarines y dramaturgia— ha sido clave para revolucionar la danza-teatro británica y redefinir la narrativa en movimiento.
La visita de la compañía se produce apenas un año después de que el Teatro Real presentara la versión de Helgi Tomasson interpretada por el Ballet de San Francisco, una lectura más próxima al canon fijado por Petipa e Ivanov. Ahora, con la llegada de Bourne, el coliseo cede el protagonismo a una obra que pertenece ya a la mitología reciente: un Lago que cuestiona, provoca y arrebata.
Habrá quien vuelva a verla por nostalgia; quien la descubra por primera vez atraído por su fama; quien solo aspire a entender por qué esta pieza sigue siendo un punto de inflexión. Pero todos —veteranos, curiosos y recién llegados— presenciarán un acontecimiento que no se limita a reinterpretar un ballet, sino a interrogar las estructuras que lo sostienen.
Una obra que sigue avanzando mientras el mundo cambia
Treinta años después, El lago de los cisnes: la nueva generación continúa hablando de nuestras fragilidades contemporáneas: del deseo que se reprime hasta fracturarse, de la confusión identitaria, del anhelo de libertad. Su vigencia reside en esa mezcla de belleza furiosa y vulnerabilidad que atraviesa cada escena.
Y así, cuando los cisnes masculinos irrumpan en el escenario del Teatro Real, no solo celebrarán un aniversario: recordarán al público que la danza, cuando se atreve a romper sus límites, puede convertirse en un espejo incómodo y necesario.









