En este monólogo autobiográfico, León —autora, actriz y directora nacida en Mérida, Yucatán— invoca a la niña que fue, aquella de cuatro años, que observa el mundo desde la pureza y el desconcierto. Con un lenguaje híbrido entre la poesía y la confesión, la dramaturga mexicana convierte los recuerdos en materia escénica: juguetes dispersos, cintas de casete, la voz inmortal de Pedro Infante. Todo vibra en ese espacio cargado de memoria, donde lo doméstico se transforma en símbolo.
Cachorro de León no es solo una obra sobre la infancia, sino sobre el perdón. Es un ajuste de cuentas con los fantasmas familiares, una elegía a la figura del padre —presente y ausente, violento y vulnerable—, y una búsqueda de redención a través del arte. En escena, el relato avanza como una espiral que se adentra en los territorios más incómodos: la violencia doméstica, el alcoholismo, el miedo que se hereda como una cicatriz silenciosa. Pero también hay ternura, humor y una celebración obstinada de la vida. León no escribe desde el rencor, sino desde la lucidez de quien ha comprendido que la memoria solo sana cuando se comparte.
La dramaturga lleva años trabajando desde el testimonio real. Sus obras nacen del diálogo con colectivos que viven en los márgenes: mujeres indígenas, supervivientes de violencia, personas privadas de libertad, niños en situación de riesgo. De esas voces, León construyó un teatro que no es solo representación, sino reparación. Con Cachorro de León, decide por primera vez girar el foco hacia sí misma. El resultado es un relato de doble filo: íntimo y político, profundamente personal pero atravesado por una ética colectiva.
La pieza, producida con la colaboración de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino —compañera ocasional de proyectos culturales de este calibre—, encarna ese raro equilibrio entre la verdad emocional y la belleza estética. León no dramatiza su pasado: lo transforma. Cada gesto, cada palabra, cada silencio parece tallado con la paciencia de quien trabaja el hierro de la memoria hasta que resplandece.
Su propuesta escénica es minimalista, casi ritual. No hay artificio: solo una mujer en escena que habla de su padre como quien pronuncia un conjuro. Detrás, se adivina una concepción del teatro como acto de resistencia, como un modo de recomponer los vínculos rotos de la comunidad. En su voz resuenan ecos de otras creadoras que hicieron del testimonio un arma —de Chantal Maillard a Angélica Liddell—, pero con una raíz profundamente yucateca, tejida en la tradición oral maya y en la palabra como puente.
Conchi León pertenece a esa estirpe de artistas que conciben la escena como trinchera y altar. En 2016 fue reconocida por el Sistema Nacional de Creadores de Arte de México, un reconocimiento que no hizo sino consolidar una trayectoria marcada por la independencia y la defensa de las voces silenciadas. Desde su compañía Sa’as Tún Teatro, ha construido un repertorio que desafía los límites entre lo autobiográfico y lo comunitario, entre la herida y la celebración.
Cachorro de León llega ahora a España como un espejo donde el público se mira y reconoce sus propias fracturas. En tiempos de discursos huecos y sentimentalismo de manual, León ofrece una verdad sin maquillaje. No hay complacencia, ni melodrama: solo la respiración de una mujer que aprendió a sobrevivir contando historias.
Su presencia en el Festival de Otoño y Temporada Alta no es casual. Ambos festivales han reforzado en los últimos años su compromiso con las voces femeninas y latinoamericanas, reconociendo que la escena iberoamericana es hoy uno de los territorios más fértiles de la creación contemporánea. Conchi León encarna esa fertilidad: una dramaturga que convierte lo íntimo en universal, lo personal en político, y lo cotidiano en un acto poético.
El teatro, en su mirada, no redime ni castiga: comprende. Y al comprender, libera. “Hablar de mi padre —ha dicho en más de una entrevista— es hablar del amor y del miedo, de lo que somos capaces de perdonar para seguir viviendo”. Esa frase podría ser el corazón de Cachorro de León, una pieza que no busca culpables sino raíces, que no juzga sino escucha.
En el silencio final, cuando la luz se apaga y el público permanece quieto, algo queda suspendido en el aire: una pregunta que cada espectador deberá responder a solas. ¿Cuántos de nosotros hemos sido también cachorros de nuestros propios leones?









