
La miniserie “Silencio” de tres capítulos es una propuesta que se construye a partir de un conjunto de excesos estilísticos: cuerpos deformados, símbolos expuestos sin sutileza, un humor corrosivo que corta como bisturí y una vocación agitadora que rehúye cualquier concesión. La premisa inicial —un linaje de vampiras marcado por siglos de marginación y enfermedad— abre una metáfora potente: la sangre como campo de batalla político y el silencio como forma de opresión emocional. Aun así, la obra oscila permanentemente entre la invención visual y la sobrecarga de discursos. Su mayor virtud reside en la fuerza de las imágenes y en el trabajo corporal, pero su debilidad surge cuando el guion intenta explicar aquello que la puesta en escena ya había expresado con insistencia. Una y otra vez.

En cuanto a su construcción temática, la serie levanta un doble espejo histórico: la peste como miedo fundacional que articula comunidades desde la exclusión y el VIH (SIDA), como herida contemporánea todavía atravesada por prejuicios. Al decantarse por vampiras en lugar de vampiros, Eduardo Casanova desplaza la narrativa del monstruo masculino tradicional hacia una subjetividad queer femenina apenas explorada, que vive la inmortalidad no como don, sino como una condena que perpetua el estigma. La elección es lúcida, pues el mito del vampiro permite hablar de contagio, deseo clandestino y marginalidad sin caer en discursos clínicos. Sin embargo, la literalidad con que en ocasiones se subraya la alegoría resta fuerza al símbolo: cuando el silencio deja de ser atmósfera para convertirse en consigna explícita, el guion entorpece a la propia imagen.
La tonalidad se mueve entre lo cómico y lo siniestro. La risa estalla en espacios impensados —la morgue de la Historia, el ritual profano, el templo laico del deseo— generando incomodidad fecunda. El director acierta cuando los gags sirven como respiro ante lo solemne y a la vez como aguijón político. Pero el equilibrio es precario: a menudo, las escenas cómicas responden a la lógica de un sketch aislado que quiebra la tensión dramática. Cuando la comicidad nace de la situación, el relato se engrandece; cuando proviene de la ocurrencia gratuita, la narración pierde continuidad.
La puesta en escena de la miniserie Silencio confirma la inclinación obsesiva de Eduardo Casanova por el artificio y el impacto visual, un sello presente ya en sus trabajos previos. Su obsesión por la estética, no siempre acompañada de un trasfondo sólido, se plasma en vestuarios excesivos, prótesis, peinados imposibles y texturas plásticas que conforman un imaginario singular. Este bestiario esquiva la seducción arquetípica de los vampiros para apostar por fisonomías angulosas, dentaduras torcidas y vulnerabilidades expuestas. El resultado, simultáneamente grotesco y melancólico, transforma lo monstruoso en lente crítica de lo social. El diseño de producción, barroco en extremo, se cruza con momentos de desnudez intencionada, generando un universo visual que complejiza más que ilustrar. Cuando la cámara se concentra en la materialidad de la piel, en el peso de los cuerpos o en la inmovilidad del encuadre, la serie alcanza una hondura emocional que habla sin necesidad de añadir palabras.
La estructura narrativa está organizada en bloques que alternan épocas y tonalidades, semejando un vía crucis laico. Este fragmentarismo, bien gestionado, establece ecos entre tiempos: lo silenciado en un siglo resuena en otro con diferente nombre. El montaje conecta ceremonias, danzas mortuorias y gestos íntimos componiendo un mosaico deliberado. Pero la acumulación sustituye en ocasiones a la progresión: la sucesión de estampas no siempre configura un arco dramático coherente. Falta administrar mejor el secreto y el deseo para sostener el relato más allá de lo alegórico.
En el trabajo actoral reside gran parte de la eficacia de Silencio. Las intérpretes principales forman un coro trágico capaz de dar aliento a lo caricaturesco, dotando de verosimilitud a un universo donde fragilidad y violencia conviven. El estilo actoral, conscientemente exagerado, logra una cadencia que vuelve orgánicos los anacronismos. Cuando deben transitar del humor a la queja, lo hacen sin perder coherencia; cuando se las convoca a la furia, la transforman en ritual. El elenco masculino aparece únicamente como contraste funcional, subrayando las relaciones de poder sin robar foco narrativo.
El uso irónico de la música como un personaje más, funciona como contrapunto del título gracias a “Muera el Amor” de Rocío Jurado . Silencios abruptos, susurros, apagones acústicos y repeticiones melódicas convierten el silencio en sustancia y no en vacío. En esos pasajes la serie roza su mayor intensidad: la alegoría se destila, la imagen respira y el espectador puede habitar la experiencia sin mediaciones discursivas.
En el plano ético, la obra plantea una reflexión sobre la política del cuerpo. Silencio no busca normalizar a sus criaturas, sino señalar la violencia inherente a la noción de normalidad: ¿Qué cuerpos son dignos de cuidado?, ¿Qué deseos son permitidos?, ¿Qué heridas deben taparse para no incomodar? Cuando la narración formula estas preguntas sin premura, alcanza una fuerza que supera lo superficial. No obstante, en su afán de subrayar mensajes, a veces redunda sobre lo que ya estaba contenido en la imagen, bordeando el manierismo y dejando al espectador frente a la tesis en lugar del universo ficcional.
El resultado final admite lecturas encontradas. Quien la perciba como un “batiburrillo sórdido” hallará desajustes rítmicos, repeticiones y una supuesta originalidad confundida con acumulación. Quien se incline a valorarla por su potencia inventiva celebrará un imaginario capaz de producir imágenes memorables y de afrontar la enfermedad y la marginalidad desde una óptica poco complaciente. Ambas lecturas coexisten, y en esa tensión se cifra la impronta autoral de Casanova.
En definitiva, Silencio es una creación irregular pero significativa. Su mayor acierto consiste en mostrar que lo monstruoso, leído desde el cuerpo y no solo desde el símbolo, aún puede iluminar aspectos inéditos de la vergüenza, el deseo y la necesidad de cuidado. Su límite se halla en el exceso de explicación, que reduce la experiencia estética. Si aprendiera a confiar más en la elocuencia de la imagen y eliminar lo redundante, la propuesta ganaría contundencia. Tal como se ofrece, revela a un creador que prefiere equivocarse por desmesura antes que caer en la tibieza de lo correcto. Y en un panorama saturado de obras templadas, esa apuesta —aun imperfecta— resulta valiosa.