
Julieta Venegas (Ganadora de 8 Latin GRAMMYs y un premio GRAMMY), la tijuanense de voz frágil y acordeón en ristre, irrumpió en la escena en los noventa con Tijuana No! para después iniciar un tránsito hacia el pop alternativo de cámara, sin abandonar nunca esa necesidad de escribir desde una subjetividad situada, vulnerable y lúcida. Su discografía, especialmente desde Bueninvento (2000) hasta Algo sucede (2015), traza un mapa de emociones que transitan por el amor, la soledad, la maternidad y la resistencia cotidiana, con una honestidad desprovista de artificio. Venegas representa una suerte de cronista emocional de la mujer latinoamericana contemporánea: sin estridencias, sin proclamas panfletarias, pero con una profundidad lírica que subvierte desde lo pequeño.
Camila Guevara, más joven, menos mainstream, pero con una carga simbólica que no puede ignorarse –por su apellido, por su bagaje latino y europeo, por su voz que parece brotar desde una urgencia generacional– se inscribe en otra clase de sensibilidad. Su propuesta combina spoken word, electrónica mínima y folk, en un juego donde la palabra es casi siempre más importante que la melodía. Camila Guevara se presenta con algunos de los temas de su primer álbum Dame Flores.
La artista cubana, nieta de una de las leyendas de la música latina de todos los tiempos: Pablo Milanés, ha encontrado su propio estilo, en el que necesariamente aglutina la historia de su propia familia y la de los grandes músicos que conoció, pero con una personalidad propia que acompaña del sabor y carácter de la música cubana. Si Venegas canta desde el corazón de la experiencia, Guevara parece articular desde la conciencia del lenguaje. Su obra remite al eco de las mujeres silenciadas, pero también a la memoria insurgente, al dolor de lo migrante, al deseo queer, al cuerpo en tensión. No hay complacencia en su estilo: hay una crudeza que interpela, que desordena.
Ambas comparten una cualidad esencial: componen desde el yo, pero nunca hacia el narcisismo. La escritura de Venegas, por ejemplo, se sitúa en un punto intermedio entre el diario íntimo y el susurro colectivo. En canciones como Limón y sal o Eres para mí, logra algo muy difícil: ser accesible sin banalizarse, hablar de lo amoroso sin clichés. Camila Guevara, por su parte, trabaja en la tradición de las cantautoras contestatarias, pero en clave contemporánea. Es decir: su lucha no está en los grandes himnos, sino en las grietas del lenguaje, en lo que no se dice, en los silencios que deja entre verso y verso. Ambas, sin embargo, rehúyen del estruendo para reivindicar una potencia más sutil, más íntima.
En términos estilísticos, también se pueden trazar afinidades. Julieta Venegas ha sabido incorporar elementos electrónicos sin perder su raíz acústica; ha jugado con lo minimal sin volverse críptica. Camila Guevara, desde una sonoridad más experimental, comparte esa búsqueda de depuración, de dejar solo lo esencial. El piano o el sintetizador, en ambas, no saturan: acompañan, amplifican el mensaje. Incluso en los arreglos hay una especie de ética del despojamiento, como si ambas creyeran que la fuerza está en lo que se dice con economía de recursos, como un poema de solo tres versos que dice más que una novela.
Si Julieta Venegas representa una forma de resistencia desde la dulzura, desde la ternura política, Camila Guevara encarna la necesidad de incomodar, de hacer que el oyente no se relaje. Pero en ese contraste también está el punto de contacto: ambas usan su arte como una herramienta de posicionamiento, como una forma de trazar frontera con el mundo patriarcal, neoliberal, anodino.
La una más melódica, la otra más textual; la una más popular, la otra más de culto; la una más conciliadora, la otra más disruptiva. Pero las dos insisten, cada una a su modo, en una idea radical: la canción como acto de memoria, de identidad y de insumisión. En Julieta Venegas y Camila Guevara la canción no es entretenimiento: es territorio. Y en ese territorio, ambas siguen plantadas.