
En los márgenes invisibles de las ciudades, en los pisos que nunca terminan de ser hogar, se multiplican los anuncios que parecen escritos desde la resignación: “Se alquila habitación a persona mayor. Abstenerse fumadores y realistas”. En ese paisaje melancólico y absurdo de la vivienda española de 2025, los ancianos han pasado de ser los dueños de la memoria a ser los inquilinos del olvido.
España envejece a pasos de un acelerado desfile fúnebre. La edad media se eleva, los jóvenes emigran o malviven, y las ciudades se encarecen como si cada metro cuadrado fuera un lujo de museo. Madrid, Barcelona, Valencia, incluso las medianas capitales provinciales, han dejado de ser espacios para la vida y se han convertido en zonas de supervivencia. Mientras tanto, los jubilados —que alguna vez soñaron con pasar sus últimos años en calma— se ven empujados al mercado del alquiler compartido, como si la senectud fuese un reality show de precariedad.
El problema tiene un nombre técnico —“cohousing”, “senior sharing”, “coliving intergeneracional”—, pero detrás del léxico amable se esconde la crudeza: personas de setenta y ochenta años que alquilan una habitación en su propio piso o comparten vivienda con otros ancianos porque la pensión no les alcanza. No son casos aislados. El número de hogares compartidos por personas de 65 a 84 años sin lazos familiares en una vivienda en no propiedad se ha triplicado entre 2011 y 2021 pasando de 13.540 a 43.257, según los Censos de Población y de Viviendas.
Los economistas hablan de inflación estructural, de mercados tensionados, de fondos de inversión que acumulan ladrillos como si fueran pepitas de oro. Pero los protagonistas de esta tragedia no entienden de índices bursátiles: solo saben que la bombona de butano cuesta el doble, que la comunidad ha subido, que la nevera se ha vaciado antes de lo previsto. Y así, sin épica, se reconfigura la geografía de la vejez: una habitación alquilada, un microondas compartido, un televisor pequeño que se turna para no despertar al otro.
Hay en esta situación algo profundamente humillante. No solo por la pérdida material, sino por lo que implica simbólicamente. Los mayores fueron la generación que levantó el país después de la guerra, los que pagaron hipotecas eternas, los que ayudaron a sus hijos durante la crisis de 2008. Ahora, muchos de esos hijos viven fuera, o simplemente no pueden sostenerlos. El círculo familiar, que antes funcionaba como una red invisible de protección, se ha roto. Y el Estado, con su burocracia lenta y sus subsidios mínimos, se limita a administrar la miseria con una cortesía administrativa.
Pero hay algo más inquietante aún: la soledad forzada, la convivencia sin deseo. En algunos barrios de Madrid y Málaga, proliferan pisos donde cuatro o cinco ancianos que no se conocían de nada comparten cocina y salón. Se reparten los turnos de limpieza, discuten por el mando de la televisión, lloran en silencio por las noches. Hay quien compara esta situación con las residencias, pero no es lo mismo. En las residencias al menos hay un marco institucional; aquí, lo que hay es un pacto de necesidad, una cohabitación nacida del miedo a quedarse en la calle.
Y sin embargo, entre tanta oscuridad, surgen pequeñas formas de dignidad. Algunos grupos han creado cooperativas de vivienda sénior, espacios donde los mayores se organizan colectivamente para gestionar su propio hogar. En Cataluña y el País Vasco, estas iniciativas han demostrado que otro modelo es posible, que la vejez puede ser compartida sin ser carcelaria. Pero son excepciones, no norma. El grueso de la población anciana sigue atrapado en el laberinto de los precios, las hipotecas inversas y los alquileres imposibles.
La especulación inmobiliaria, mientras tanto, no se detiene. Los fondos buitre compran bloques enteros y suben los alquileres. El Ministerio de Vivienda promete planes de apoyo que se diluyen entre los plazos electorales. Y el ciudadano, ese cuerpo cansado que paga y calla, sobrevive entre papeles, recibos y la angustia de no saber dónde dormirá dentro de un año.
El país entero parece vivir bajo un síndrome inmobiliario: una obsesión por el ladrillo, una fe irracional en que la vivienda es inversión y no derecho. La Constitución, con su artículo 47 tan citado como incumplido, suena ya a chiste cruel: “Todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna y adecuada”. Pero la dignidad, en este país, cotiza al alza.
A veces, cuando cae la tarde y la televisión lanza su retórica de consumo, uno de estos ancianos —pongamos que se llama Rosa, 78 años, viuda, maestra jubilada catalana— se sienta en una estancia de su habitación alquilada junto a una amiga de la infancia y recuerda el piso donde gestó a sus hijos. Le parece que fue otra vida.
Li Wei comparte casa con un hombre nigeriano de 65 años que apenas habla y un señor de 69 oriundo de Valladolid que no soporta el olor del ajo. Han aprendido a repartirse el silencio. En la puerta, un cartel amarillento avisa: “No llamar al timbre después de las diez”. Por las tardes viene a verles un voluntario que nació en República Dominicana.
Li Wei cobra 870 euros de pensión. El alquiler le cuesta 500. Entre la luz, los medicamentos y el supermercado, no queda margen. Su vida, que antes tenía la estructura firme de una rutina, ahora se reduce a una supervivencia digna pero inestable. “Lo peor no es compartir —dice—, lo peor es saber que podría quedarme sola, que un día no podré pagar y no habrá sitio para mí”.
Esa frase condensa la tragedia de una generación que creyó en el progreso y terminó viviendo como huéspedes en su propio país. Porque España, más allá de las estadísticas y los discursos políticos, se ha convertido en una nación que expulsa a sus viejos del espacio simbólico del hogar. Y cuando un país ya no puede cuidar de quienes lo construyeron, algo esencial se ha quebrado en su tejido moral.
Quizás el futuro sea una red de viviendas públicas intergeneracionales, o quizá sea una cadena infinita de pisos compartidos, donde la vejez se mezcle con la desesperación juvenil. En cualquier caso, el tiempo corre. Y mientras los políticos debaten sobre incentivos fiscales, los ancianos del alquiler siguen ahí, con sus batas de invierno, compartiendo nevera, calefacción y un pedazo de dignidad que todavía resiste.
En el fondo, todos ellos saben lo que el país aún no se atreve a reconocer: que el hogar, ese lugar donde uno debería sentirse a salvo, se ha convertido en el último campo de batalla social.