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El ideario político de Ada Colau revive de la mano de Bob Pop

Barcelona respira entre luces, adoquines y el ruido de las maletas de la gentrificación patológica. En los balcones aún ondean las banderas descoloridas de una ciudad que aprendió a protestar con flores, pancartas y urnas proscritas, que convirtió la dignidad en una forma de urbanismo. Ahora, entre los ecos del pasado y la incertidumbre de lo que vendrá, surge un nuevo rumor: Bob Pop, escritor y comunicador, que ha decidido postularse como candidato de “Barcelona en Comú” para las próximas municipales siguiendo la estela del ideario de Ada Colau. Lo hace con la naturalidad de quien no busca un cargo, sino una conversación. “Si Ada no se presenta, ¿Por qué no voy yo?”, dijo sin grandilocuencia. En esa frase caben dos décadas de fatiga política y una necesidad de reencuentro con lo humano dentro de una sociedad dividida entre tantas facciones y ecos independentistas.

Ada Colau: la vecina que se volvió símbolo

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que Ada Colau encarnaba la esperanza más radical de la política española. Activista de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, irrumpió en la alcaldía de Barcelona con una premisa simple y feroz: nadie debería perder su casa por un mercado sin alma. Desde entonces, su gestión mezcló aciertos, fricciones y poesía. Transformó el paisaje urbano y emocional de la ciudad, impulsó políticas de vivienda, defendió el feminismo municipalista y combatió la turistificación que convertía las calles en escaparates.
Colau fue muchas cosas: icono, vecina, madre, enemiga de los fondos buitre y musa involuntaria de quienes querían creer que otra política era posible. Su legado es ambivalente, pero también profundamente humano. No todos sus proyectos prosperaron, pero la semilla quedó: una política con rostro, con dudas, con ternura y con límites.
Cuando decidió apartarse del foco, no lo hizo por cansancio, sino por coherencia. Dejó paso, sabiendo que toda transformación necesita aire nuevo.

Bob Pop: de la palabra al poder

Y entonces apareció Bob Pop. Su verdadero nombre es Roberto Enríquez, pero en el imaginario público su apodo es más que una firma: “Vedette Intelectual”. Bob Pop es la ironía que no renuncia a la verdad, el humor que desarma, la mirada lúcida sobre la vulnerabilidad contemporánea. Su trayectoria literaria y televisiva lo ha convertido en una de las voces más singulares del pensamiento crítico español.
Desde su llegada a Barcelona, ha hecho de la ciudad un espejo: un lugar para habitar el tiempo, observar lo invisible, escribir con ternura sobre lo común. No pertenece a los círculos de poder, pero entiende la política como un acto de honestidad cotidiana.
Su anuncio de candidatura —formalizado ante los medios en octubre de 2025— no fue una maniobra partidista, sino una declaración de principios: “Quiero que la gente viva mejor, y que se sepa qué puede y qué no puede hacer un alcalde.”
En esa transparencia inicial reside su diferencia. Bob Pop no promete milagros; promete sinceridad institucional, algo más revolucionario que cualquier programa electoral.

La herencia moral de Ada Colau

Bob Pop no es una réplica de Colau, pero ambos comparten un ADN ético: la defensa de lo cotidiano frente a lo corporativo. Si Ada fue la vecina que llevó la calle al consistorio, Bob Pop podría ser el escritor que lleve la sensibilidad al poder. Ella puso la vivienda en el centro; él quiere poner el lenguaje, la comunicación y la claridad. Los retos son mayúsculos pero la fuerza progresista siempre lucha por emerger en un escenario político casi apocalíptico.
Su candidatura, aún en proceso de primarias dentro de Barcelona en Comú, aparece como una continuidad simbólica más que una sucesión política. Donde Colau fue combativa, Bob Pop es reflexivo. Donde ella levantaba barricadas, él propone puentes. Pero ambos entienden el poder como un espacio de servicio, no de privilegio. Y en ese tránsito hay una enseñanza: el poder que no se deja tocar por la emoción acaba deshumanizando incluso las mejores causas.

La Barcelona que sueña con otra gramática que obvie la ortografía deficiente de una política burda 

El programa que Bob Pop ha delineado —todavía embrionario— se centra en la vivienda asequible, los servicios públicos sólidos y la transparencia absoluta en la gestión. Pero su propuesta no se mide en medidas técnicas, sino en tono. Habla de una Barcelona que debe dejar de ser escaparate para volver a ser hogar, de una ciudad que no mida su éxito en turistas sino en vecinas.
Sus palabras recuerdan la raíz misma del municipalismo: gobernar no es gestionar, es acompañar. Por eso insiste en un principio elemental: la política no es profesión, sino compromiso. Y la alcaldía, si llega, no debería convertirlo en figura sino en voz coral.

Entre la admiración y la sospecha

Dentro de Barcelona en Comú, su irrupción ha generado entusiasmo y recelo. Algunos lo ven como la renovación natural del colauismo, una figura que puede seducir a nuevas generaciones sin perder la identidad del movimiento. Otros lo consideran un experimento arriesgado, un gesto poético en tiempos de pragmatismo electoral.
Nombres como Gerardo Pisarello suenan como posibles alternativas, mientras que Janet Sanz ha anunciado su retirada. Ada Colau, prudente, no interviene directamente, aunque su presencia es constante. Es el faro moral de un proyecto que, aunque cambie de rostro, sigue buscando la misma luz: la de una ciudad vivible, justa, posible. El fenómeno Bob Pop encarna una pregunta mayor que trasciende la política local: ¿Puede la cultura gobernar? ¿Puede un escritor sostener el pulso de un ayuntamiento sin que la maquinaria lo devore? Su respuesta parece ser que sí, si el poder se entiende como extensión del lenguaje, no como su negación. Lo que propone es recuperar la política como conversación colectiva, donde los matices no sean debilidad, sino inteligencia. En un tiempo dominado por algoritmos, tecnocracias y promesas cronometradas, su voz suena a resistencia: suave pero firme, vulnerable pero lúcida.
La candidatura de Bob Pop representa, en el fondo, una reconciliación entre lo civil y lo institucional. Colau abrió la grieta al demostrar que una activista podía gobernar sin renunciar a su biografía; Bob Pop quiere ampliarla, mostrando que la sensibilidad también puede legislar.
Barcelona es, desde hace años, laboratorio político de Europa. Lo fue con Colau, podría volver a serlo con Bob Pop. En sus calles conviven la épica de la resistencia y el desencanto de las reformas. Pero bajo esa superficie late una pregunta más íntima: ¿Qué ciudad queremos ser cuando ya no tengamos símbolos?
Ada Colau enseñó a gobernar desde la calle. Bob Pop parece querer gobernar desde el alma. Uno y otro comprenden que el poder solo tiene sentido si es capaz de humanizarse. No hay victoria si la palabra se vuelve jerga ni cambio si el ciudadano sigue sintiéndose espectador.
El futuro político de Barcelona se juega en esa frontera: entre la épica y la ternura, entre la gestión y la escucha. Y quizá ahí, en esa grieta, el legado de Colau encuentre continuidad.
Porque a veces —como escribió Bob Pop en uno de sus libros— la verdadera revolución consiste en “mirar con amor incluso aquello que se resiste a ser amado”.
Y quizá, solo quizá, esa mirada sea la única forma de gobernar sin perder la humanidad.

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Urbanbeat Julio 2024
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