
Silvia Orriols posee un estilo sutil como un martillo neumático, nos devuelve a tiempos más simples: blanco o negro, dentro o fuera, puro o impuro. ¿Matices? Por favor, eso es para débiles o para sociólogos aburridos. Lo suyo es la claridad, aunque a veces roce la rigidez de un bloque de granito.
Con la precisión de un GPS emocional configurado en “sospecha permanente”, Silvia Orriols no teme señalar, dividir ni polarizar; todo sea por la causa. Hay quien la compara con ciertos personajes históricos, pero sería injusto: ella tiene X y un mejor community manager.
Silvia Orriols es el recordatorio viviente de que el discurso político puede ser una escenificación obscena y oscura, donde el miedo se disfraza de identidad, y el ruido se vende como convicción.
En los últimos años, la política catalana se ha desdibujado en una mezcla de frustración, desconexión institucional y vacío de liderazgo. El proceso independentista ha quedado estancado, los partidos tradicionales han perdido capacidad de ilusionar y nuevos actores han empezado a ocupar ese espacio de descontento. Entre ellos, destaca el ascenso de Silvia Orriols y su partido Aliança Catalana, una formación que mezcla independentismo, populismo identitario y una visión excluyente de la catalanidad que rompe con la tradición del catalanismo democrático y plural.
Desde una mirada nacionalista, que defiende con firmeza el derecho a la autodeterminación de Cataluña y la preservación de su identidad cultural, es urgente analizar no solo el peligro que representa este modelo excluyente, sino también cómo la falta de proyecto de país por parte de ERC, Junts y ahora también del PSC con Salvador Illa ha allanado el camino para que prospere una alternativa que ofrece certezas simples a problemas complejos.
El abandono del país por parte del independentismo institucional
ERC y Junts, una vez superada la fase más intensa del procès, tenían ante sí una oportunidad: traducir la movilización popular en una acción de gobierno transformadora. Sin embargo, lo que hemos visto ha sido lo contrario. Disputas internas, tacticismo partidista, discursos vacíos y una gestión marcada por la parálisis, el conformismo institucional y el abandono de los territorios más necesitados.
Lejos de utilizar el poder autonómico para reforzar el país, las prioridades se han desdibujado. Los servicios públicos siguen deteriorándose, la vivienda continúa fuera del alcance de la mayoría, y la lengua catalana retrocede entre generaciones jóvenes. La Generalitat, más que una palanca de soberanía, parece una administración de trámite, sin proyecto y sin coraje.
Esto ha generado un profundo desencanto que alimenta propuestas reaccionarias como la de Orriols. Y es que, cuando el independentismo gobernante ha dejado de ser útil en el día a día de la gente, la bandera se vacía de contenido. La desconexión entre el relato nacional y la acción política es, en sí misma, una forma de derrota. En ese vacío, la extrema derecha se presenta como “el único independentismo coherente” —una afirmación tan falsa como peligrosa—, aprovechando el abandono de la clase política tradicional.
Salvador Illa: el conformismo cómodo del PSC
Pero el problema no es solo del independentismo. La alternativa que ha ganado terreno electoralmente, el PSC de Salvador Illa, tampoco ofrece una salida real al estancamiento nacional de Cataluña. Illa ha construido su perfil sobre la moderación gestora, evitando cuidadosamente cualquier reivindicación nacional, cultural o lingüística que moleste a Madrid.
En un momento donde Cataluña necesita un liderazgo valiente y con visión de país, Salvador Illa se muestra como un gestor gris, más preocupado por no incomodar al Estado que por defender el autogobierno o afrontar el conflicto político. Su fidelidad al marco constitucionalista no es solo una opción ideológica; es una renuncia explícita a cualquier expectativa de reconocimiento nacional para Cataluña.
Bajo su liderazgo, el PSC no solo ha abandonado el catalanismo político que un día reivindicó con figuras como Maragall, sino que acepta con normalidad el rol subalterno de Cataluña dentro del Estado español. Ni ha exigido competencias, ni ha defendido una financiación justa, ni ha alzado la voz ante la recentralización encubierta. Es un liderazgo cómodo para el Estado, pero completamente inútil para Cataluña.
El catalanismo excluyente como falsa solución
Frente a este escenario de abandono —por un lado del independentismo gobernante y por otro del PSC sumiso—, Silvia Orriols se presenta como una alternativa contundente: identitaria, autoritaria, antiinmigración, y envuelta en una estética de catalanismo radical. Pero lo que ofrece no es un proyecto de país, sino una fantasía reaccionaria construida sobre el miedo y la exclusión.
Su modelo rompe con el catalanismo integrador que ha sido el corazón del proyecto nacional catalán durante más de un siglo. Un catalanismo que, desde la Mancomunitat hasta el procés, ha sido capaz de sumar, de construir identidad común sin expulsar al diferente. La catalanidad no es sangre ni religión: es lengua, cultura, compromiso y voluntad de formar parte.
Silvia Orriols y su partido, en cambio, apuestan por una visión de Cataluña estrecha, homogénea, incompatible con la pluralidad real del país. Su discurso, disfrazado de defensa nacional, es en realidad una expresión de supremacismo cultural y autoritarismo social.
La tierra prometida y el mito de la pureza
El independentismo catalán ha sido, para muchos, una tierra prometida: un horizonte político donde Cataluña pueda ser plenamente dueña de su destino, libre de imposiciones externas y capaz de construir un país más justo y democrático. Ese sueño ha movilizado a millones y ha puesto en cuestión la estructura del Estado español como pocas veces en la historia contemporánea.
Pero como toda tierra prometida, también puede ser secuestrada. Algunos sectores, como el que representa Orriols, han empezado a construir una versión oscura de ese horizonte, donde la independencia ya no es un proyecto de emancipación colectiva, sino una excusa para delimitar quién merece y quién no pertenecer a esa Cataluña idealizada.
En su narrativa, la patria no es un espacio compartido por voluntad, sino un ente sagrado al que solo pueden acceder los “auténticos catalanes”: los nacidos aquí, los que tienen apellidos correctos, los que siguen una cultura específica. El resto —migrantes, musulmanes, castellanohablantes, mestizos culturales— son sospechosos por definición. La nación, así concebida, se convierte en una idea racializada, aunque camuflada bajo el lenguaje de la tradición o la seguridad.
Este imaginario es profundamente reaccionario, aunque se vista con símbolos patrióticos. No busca liberar al pueblo catalán, sino delimitar quién merece formar parte de él. No quiere una república para todos, sino una nación blindada contra la diferencia. Y no construye país, sino que lo fractura.
Recuperar el sentido emancipador del independentismo
Desde una mirada nacionalista democrática, hay que decirlo claro: la independencia de Cataluña no puede convertirse en el proyecto de unos pocos elegidos, ni en el pretexto para una depuración cultural. Si la república que soñamos no incluye a quienes trabajan, viven y aman este país, no será una república, será otra forma de opresión.
El independentismo debe recuperar su sentido original: un instrumento de libertad, no un fetiche identitario. Un camino hacia la justicia social, no una promesa de limpieza cultural. Un proyecto para ensanchar la democracia, no para encoger la ciudadanía. Y eso solo será posible si la nación se entiende como un espacio abierto, inclusivo, que se define más por la voluntad de compartir que por el origen de sangre.
Silvia Orriols representa una amenaza real, pero no es la causa del problema: es el síntoma de una Cataluña abandonada por quienes debían gobernarla, y negada por quienes hoy aspiran a gestionarla sin alma ni ambición. La vía identitaria excluyente no es el futuro de Cataluña, pero podría ocupar ese lugar si el soberanismo democrático no se renueva, y el catalanismo no se reencuentra con su vocación integradora y transformadora.
Desde una voz nacionalista, es urgente reconstruir un proyecto que haga de Cataluña un país libre, justo y de todos. Porque sin justicia social, sin autoestima nacional y sin acción política, el vacío será ocupado por quienes prometen orden sin libertad, identidad sin convivencia y patria sin pueblo.
La tierra prometida, mito de la pureza y el olvido del mestizaje
El independentismo catalán ha sido, para muchos, una tierra prometida: un horizonte político donde Cataluña pueda ser plenamente dueña de su destino, libre de imposiciones externas y capaz de construir un país más justo y democrático. Ese sueño ha movilizado a millones y ha puesto en cuestión la estructura del Estado español como pocas veces en la historia contemporánea.
Pero como toda tierra prometida, también puede ser secuestrada. Algunos sectores, como el que representa Silvia Orriols, han empezado a construir una versión oscura de ese horizonte, donde la independencia ya no es un proyecto de emancipación colectiva, sino una excusa para delimitar quién merece y quién no pertenecer a esa Cataluña idealizada.
En su narrativa, la patria no es un espacio compartido por voluntad, sino un ente sagrado al que solo pueden acceder los “auténticos catalanes”: los nacidos aquí, los que tienen apellidos correctos, los que siguen una cultura específica. El resto —migrantes, musulmanes, castellanohablantes, mestizos culturales— son sospechosos por definición. La nación, así concebida, se convierte en una idea racializada, aunque camuflada bajo el lenguaje de la tradición o la seguridad.
Pero este discurso ultra, autoritario y profundamente reaccionario olvida una verdad histórica elemental: Cataluña —como el conjunto del Mediterráneo— es y ha sido siempre mestiza. Es imposible trazar una línea pura en una tierra donde durante siglos han convivido iberos, romanos, árabes, judíos, occitanos, francos, migrantes andaluces, latinoamericanos, magrebíes o asiáticos. Todo intento de definir una “catalanidad auténtica” basada en criterios raciales o culturales excluyentes es un artificio peligroso y profundamente antinacional.
Somos hijos e hijas del mestizaje. No solo en el sentido biológico, sino en el sentido cultural, lingüístico, simbólico. El catalanismo integrador siempre entendió eso, y por eso fue capaz de sumar a personas de orígenes diversos bajo un proyecto común. Fue el mestizaje lo que hizo fuerte al país, lo que permitió que la lengua catalana fuese asumida como propia por quien no la había mamado en casa, y lo que convirtió a Cataluña en un referente de acogida y convivencia.
Y en este contexto, hay que decir también una obviedad que, sin embargo, algunos intentan ocultar: ser un país bilingüe no hace a Cataluña menos país. Hay decenas de naciones plenamente soberanas que son bilingües, trilingües o sin lengua propia oficial. La existencia del castellano como lengua de una parte importante de la población no resta catalanidad a Cataluña: la enriquece y la complejiza. Asumir esa realidad, entenderla no como una amenaza sino como un activo, es parte de una política nacional inteligente.
Es más: en un mundo interconectado, el bilingüismo debe ser visto como una ventaja estratégica, no como una rendición. Defender el catalán no implica despreciar el castellano, sino garantizar que ambos puedan convivir en un país que se piensa a sí mismo como maduro, democrático y plural. El reto no es eliminar una lengua, sino hacer que la lengua propia tenga un espacio suficiente y reconocido, sin caer en tentaciones autoritarias ni puristas.
El imaginario de Silvia Orriols no busca liberar al pueblo catalán, sino delimitar quién merece formar parte de él. No quiere una república para todos, sino una nación blindada contra la diferencia. Y no construye país, sino que lo fractura.
