
Supermercados de marcas, playlists de algoritmos
Tanto la música como la comida se han convertido en productos paquetizados, optimizados y funcionales que lucen con esmero en las estanterías físicas y digitales. En el supermercado, las marcas compiten por el diseño del envase, el precio ajustado o la promesa saludable; en Spotify, los artistas luchan por aparecer en una playlist, tener una portada atractiva y un ritmo que encaje en las métricas de retención de escucha. En ambos casos, se ha pasado de producir para alimentar o emocionar a producir para captar atención y generar volumen de consumo.
La industria alimentaria no quiere que cocines, quiere que compres ultraprocesados. La industria musical mercantilista no quiere que escuches un álbum completo, quiere que hagas clics ultraprocesados, sin parar. Son industrias del fragmento, del impulso, del flujo continuo. Si el supermercado diseña sus pasillos para guiarte hacia el producto con mayor margen, la plataforma musical configura tu “descubrimiento semanal” con un algoritmo que prioriza canciones que se parezcan a lo que ya has oído mil veces.
El mercantilismo contemporáneo se basa en la explotación eficiente de lo intangible: la atención, la visibilidad, el acceso. Lo que se vende no es el tomate ni la canción, sino la posición en el escaparate digital o físico. El slotting fee en los supermercados –pagar por estar en la estantería a la altura de los ojos– tiene su equivalente en las listas destacadas de las plataformas, donde se accede no solo por méritos artísticos, sino por contactos, inversión publicitaria o presión corporativa.
La ilusión de la elección: fragmentación y estandarización
Lo que parece una expansión de la oferta es, en realidad, una forma de control más sofisticada por parte del mercantilismo más atroz . La multiplicación de marcas o artistas genera la sensación de libertad de elección, cuando en realidad está pensada para canalizar el deseo hacia zonas de alto rendimiento económico.
En alimentación, esto se traduce en versiones infinitas de lo mismo: cereales con más fibra, con menos azúcar, con frutas secas, todos con idéntico origen industrial. En la música de la mano de Spotify, vemos una proliferación de artistas emergentes con estilos similares, diseñados para cumplir con las exigencias de los algoritmos: canciones de menos de tres minutos, coros que entran antes del segundo 30, letras genéricas y producciones baratas. No importa que el artista tenga profundidad o trayectoria, sino que funcione como un producto más en la estantería digital.

Consumo como hábito, no como experiencia, la música como experiencia sin el ritual del hábito que enriquece
Ambas industrias han convertido el consumo en una práctica automatizada, acrítica y permanente. Ya no se cocina, se calienta. Ya no se escucha, se salta de pista en pista. La lógica del “on demand” despoja al acto de comer o escuchar de su dimensión ritual, social, estética. Comer se vuelve un trámite, escuchar música una banda sonora de fondo para otras tareas.
El valor simbólico de los alimentos –como vehículo cultural, afectivo, ecológico– se reduce a calorías y packaging. El valor simbólico de la música –como testimonio emocional, histórico o ideológico– se diluye en beats predecibles y letras fabricadas por IA. El sistema no quiere que pensemos qué comemos o qué oímos, sino que compremos, traguemos, pasemos al siguiente clic.
En este modelo mercantilista, la calidad pierde frente a la cantidad. Un artista que lanza cuatro canciones al mes, aunque sean mediocres, tiene más oportunidades de entrar en el radar algorítmico que otro que trabaje durante un año en un disco cuidado. Una marca que saca constantemente productos nuevos, ediciones limitadas o colaboraciones virales tiene más éxito que una cooperativa local que hace pan de masa madre.

Ambos mundos están colonizados por una lógica que premia lo inmediato, lo superficial y lo rentable. No importa si es saludable o trascendente. Lo esencial es que guste lo suficiente, lo antes posible, y luego desaparezca. La rotación es clave: mañana habrá otra canción, otra salsa, otra tendencia. En los supermercados abundan las marcas blancas: productos casi idénticos a los de la marca líder, pero con un empaquetado que imita sutilmente a la competencia. Su fin es obvio: ganar al comprador con un precio menor pero asegurando márgenes altos para la gran cadena distribuidora.
De forma sorprendentemente similar, hoy surgen artistas “fantasma” o producciones musicales creadas con inteligencia artificial y vendidas como “música de stock” para playlists de ambiente, relajación o estudio. Estas canciones ocupan espacio en playlists populares con millones de escuchas, generando ingresos para el intermediario que las subió, muchas veces sin ningún artista humano detrás.
La música como commodity se convierte en un producto de “marca blanca sonora”: barata de producir, rápida de desechar, rentable a gran escala.
En ambos mundos, quien gana no es el agricultor o el artista, sino el intermediario. En alimentación, el margen de beneficio crece conforme los productores compiten a la baja y los supermercados suben precios o cobran por el espacio en estantería (los célebres slotting fees). En la música digital, la plataforma se queda con un porcentaje desproporcionado de cada reproducción mientras presiona a artistas para aumentar lanzamientos y mantener la máquina de contenido funcionando.
Los supermercados y las plataformas de música son máquinas perfeccionadas para maximizar el tiempo de permanencia y el gasto: desde la disposición estratégica de los pasillos hasta los algoritmos de recomendaciones que nos inducen a la reproducción infinita.
El resultado es un circo consumista que transforma el acto de comer o escuchar música en un bombardeo de opciones que prometen diferenciación y autenticidad, pero que en realidad solo profundizan la homogeneización cultural y nutricional. Así como la industria alimentaria ha contribuido a dietas hipercalóricas y problemas de salud pública, la sobreabundancia musical favorece un consumo pasivo, superficial y rápido, donde pocas obras se escuchan con atención o respeto.
Se instala una lógica de rotación vertiginosa: nuevos sabores de snacks cada temporada, nuevos sencillos cada viernes. Todo debe caducar pronto para dejar espacio al siguiente producto. En ambos casos, el consumidor internaliza la idea de que lo actual es lo único que importa, que hay que probarlo todo, que la satisfacción solo llegará con la próxima compra o reproducción.
Valor y precio: una confusión lucrativa
Tanto en el supermercado como en la playlist, el valor simbólico se diluye frente al precio o la popularidad. Los alimentos que requieren tiempo y esmero para producirse (pan artesanal, vegetales orgánicos de pequeños agricultores) quedan relegados frente a productos ultraprocesados con alto margen. Del mismo modo, la música que exige trabajo creativo profundo y visión artística es eclipsada por éxitos de fórmula fabricados para los algoritmos de TikTok y Spotify.
Esto responde a un mismo objetivo: convertir el consumo en hábito automático. El arte de cocinar y el arte de escuchar pierden su dimensión ritual, personal y reflexiva para convertirse en transacciones instantáneas que engordan la caja del intermediario.
¿Alternativas?
Sí, pero exige voluntad de fricción. Implica comprar menos, pero mejor; escuchar menos, pero con más atención. Supone recuperar la cocina lenta y la escucha activa, escapar del imperio de los rankings y los pasillos llenos. Apostar por artistas que no se plieguen a los moldes, por alimentos que respeten el entorno y el tiempo.
En un mundo donde el supermercado y la plataforma nos quieren dóciles, la verdadera rebeldía es consumir como si lo que elegimos tuviera consecuencias. Porque las tiene. En nuestra salud, en nuestra cultura, en el tipo de mundo que ayudamos a sostener.
