
La fotografía del periodismo español en 2025 es la de un paisaje en tensión en esta absurda posverdad que vivimos. A primera vista, todo parece ir bien: España ha escalado posiciones en los rankings de libertad de prensa, los grandes conglomerados mediáticos siguen produciendo noticias en cascada, y las facultades de comunicación aún rebosan de jóvenes idealistas que sueñan con contar el mundo. Pero debajo de esa superficie, el sistema cruje.
El primer síntoma de esta crisis estructural es la precariedad laboral generalizada. Los periodistas españoles cobran, en promedio, salarios que no se corresponden con la exigencia de su formación, la presión de los horarios o el riesgo de exposición pública. Las jornadas maratonianas, los falsos autónomos y los contratos por obra (muchas veces encadenados) son prácticas habituales. La pandemia y la digitalización acelerada no solo no han mejorado el panorama, sino que han reforzado un modelo de producción basado en el contenido rápido, barato y viral, donde la calidad es el primer sacrificio.
En muchas redacciones, apenas quedan periodistas especializados. Los generalistas lo cubren todo, del cambio climático a la guerra en Gaza, de la macroeconomía a la nueva película de Almodóvar, en turnos de doce horas y con la obligación no escrita de ser siempre los primeros, aunque no los más precisos. Los becarios, con suerte remunerados, asumen responsabilidades que antes eran de editores. Y los freelances, esa nueva clase laboral del periodismo moderno, trabajan muchas veces sin contrato, sin garantías, sin red.
Pero el problema no es solo económico. Es también profundamente ético y estructural. Porque en este nuevo ecosistema, la verdad no siempre es rentable. Cada vez más medios viven en gran parte de patrocinios, convenios institucionales o acuerdos con empresas que condicionan la línea editorial. Las secciones de branded content se multiplican; los reportajes financiados por bancos, energéticas o fondos de inversión se camuflan como información neutral; y los intereses cruzados son tan densos que a menudo ya nadie recuerda cuál fue la primera cesión.

Las noticias “compradas” —o, por lo menos, redactadas bajo presión— son una realidad incómoda pero constante. Los jefes de redacción reciben llamadas. Las publicidades se retiran si se publica una investigación incómoda. Las entrevistas se pactan con antelación, con preguntas vetadas. La autocensura se instala como estrategia de supervivencia: mejor no incomodar a los que pagan la luz.
En este contexto, resulta cada vez más difícil encontrar espacios donde ejercer el periodismo como servicio público. Algunas iniciativas independientes, han logrado cierta sostenibilidad gracias a modelos de suscripción, pero viven permanentemente en el filo de la navaja financiera. Su influencia es limitada frente a los grandes grupos que controlan la agenda informativa nacional: Atresmedia, Mediaset, Vocento o Prisa.
A todo esto se suma una presión política y judicial creciente. Los llamados SLAPPs (litigios estratégicos contra la participación pública) se han convertido en herramientas para asustar a periodistas de investigación. Una denuncia por injurias o revelación de secretos, aunque acabe archivada, puede agotar emocional y económicamente a quien la sufre. La reforma de la llamada “Ley Mordaza”, que prometía despenalizar ciertos delitos de opinión, duerme el sueño de los justos en los cajones del Congreso.
Al mismo tiempo, ciertos sectores de la derecha política han convertido a los medios en campo de batalla ideológico. Acreditan a youtubers y agitadores sin formación periodística, que graban vídeos en el Congreso para alimentar la polarización. Lo hacen al grito de “libertad de expresión”, mientras acusan de “censura” cualquier intento de regulación. La consecuencia es una banalización del periodismo, donde se confunde opinión con información, y sensacionalismo con denuncia social.
En medio de esta tormenta, el público también sufre. La saturación informativa, la proliferación de bulos y el descrédito hacia los medios tradicionales ha generado una fatiga informativa crónica. Muchos ciudadanos han dejado de leer periódicos. Prefieren el vídeo corto, el tuit emocional, el meme. No se fían ni de unos ni de otros. Esta desconfianza, lejos de motivar una exigencia mayor, crea un terreno fértil para la indiferencia y el cinismo.
Y en este desierto de confianza, surgen figuras que prometen una verdad alternativa: influencers con discursos conspiranoicos, gurús de la antipolítica, o nuevos medios que explotan la rabia para fidelizar audiencias. El periodismo, frente a esta deriva, parece paralizado.
No todo está perdido. La situación es grave, pero no terminal. Existen propuestas para repensar el modelo: desde medios cooperativos hasta nuevas formas de financiación pública sin control político, pasando por planes de alfabetización mediática que ayuden a la ciudadanía a distinguir entre información y manipulación.
Pero para que estas ideas prosperen, hace falta algo más que voluntad: hace falta valor. Valor para resistir las presiones. Para no firmar lo inaceptable. Para hacer preguntas incómodas. Para cuidar la verdad, incluso cuando nadie la quiere comprar.
Porque sin periodistas libres, no hay ciudadanos informados. Y sin ciudadanos informados, la democracia es solo una palabra hueca.
