
¿Cómo describiría Alberto Conejero los primeros destellos creativos que lo llevaron a la escritura dramática?
Durante mi niñez, establecí con el lenguaje, de cierta forma, una relación al principio hostil porque tuve problemas de dislexia. Y de tanto bracear contra el lenguaje terminé enamorándome de él y encontrando, en aquello que había sido en principio la intemperie, una suerte de refugio. Primero fue la poesía, que yo creo que es una casa que no he dejado nunca del todo. Y un día, en una habitación de Villaverde Bajo, en Madrid —que, como sabrás, es un barrio de aluvión de migración y de obreros—, García Lorca apareció siendo yo un chaval, y ahí reconocí mi vocación de manera definitiva. Entendí que dedicarme a escribir para el teatro era casi una necesidad, porque comprendí que es una caja de resonancia de la poesía, que además es un arte colectivo que me ayudaría, a la larga, a salir de mi propia tendencia a la soledad. Y fue así la llegada de la escritura dramática a mi vida.
¿Qué balance haces de todos estos años de creación?
He de ser agradecido con todos los regalos que el teatro me ha ofrecido, porque he tenido la posibilidad de estrenar en mis sitios soñados. He recibido el abrazo y el calor del público, en en una profesión de fondo, de resistencia, que tiene sus subidas y bajadas. Lo más importante, en definitiva, es persistir con voluntad y no perder el entusiasmo aunque las circunstancias sean adversas. La pasión del chavalillo del que te hablaba antes sigue viva más que nunca, llena de sueños, con el ojalá un día pudiese publicar un texto teatral. Ojalá un día haya 40 o 50 espectadores viendo algo que yo haya escrito. Ha ocurrido hoy en día, pero en su momento era un sueño. Y creo que hay que defender siempre ese primer entusiasmo, pese a los vaivenes de una profesión que, como cualquier otra, también tiene sus aranceles, sus miserias y sus dificultades.
Tu estilo o tu manera de abordar el hecho escénico merodea lo poético, pero a la vez incide en lo político, con una sensibilidad vulnerable, con reminiscencias de la llamada prosa lírica. ¿Consideras que esa hibridación te convierte en un puente entre la tradición clásica y la urgencia social?
Bueno, tu pregunta creo que tiene dos lugares. Yo considero que soy un poeta que escribe para y por el teatro. Y también pienso que la poesía no es tanto un género, sino un modo de mirar al mundo. Mi trabajo es especialmente una labor que tiene que ver con la memoria histórica y que se entiende con la disidencia y la periferia que, claro, nace de mi propia biografía y del lugar que yo estuve abocado a ocupar en la adolescencia. Y siento que esto no ha sido una elección, He hecho el teatro que he deseado y que he podido. No he tenido una brújula. Comprendo que la memoria y el deseo han articulado mi trabajo hasta ahora, pero no ha respondido a ningún plan conceptual.
La piedra oscura ha sido interpretada como un ejercicio de reparación de la memoria histórica dentro de tiempos que dudamos que sean aleccionadores. La obra navega por aguas interesantes porque respiran la hondura del talento lorquiano. ¿Qué papel crees que cumple el teatro en la construcción de relatos alternativos a los discursos oficiales?
Bueno, yo creo, ante todo, que el teatro es un arte asambleario: su firma siempre es colectiva. El teatro es un lugar donde se disputan las imágenes del pasado y también las del presente. De cierto modo, el teatro se libera y vuela hacia el porvenir, siempre bajo una crítica generosa, donde los espacios se disputan de modo poético y sensible. Y creo que el teatro, desde los orígenes, ha acudido a la memoria, porque no es un arte de los poderosos, de los victoriosos, sino que considero que el teatro se ha ocupado siempre de los derrotados, de los marginados, de los exiliados, de los silenciados, de aquellos cuyo silencio, aun estando muertos, ha sido mutilado. En mi opinión, esta es una de las potencias más poderosas del teatro desde su origen: dar la voz, el cuerpo, la presencia y el alma no a los acreedores del poder —que ya tienen sus púlpitos, sus estatuas y sus plazas—, sino a aquellas voces acalladas bajo el manto desagradecido de la historia. El Teatro, con mayúsculas, es uno de los pocos espacios donde aún nos reunimos para pensarnos juntos y también para recordarnos como colectivo y para intentar un futuro mejor juntos, sin perdernos en prejuicios y divisiones partidistas. Las artes escénicas deben ser, por mérito propio, un enlazador fundamental de tiempos y de sensibilidades.
Del teatro, saltamos al cine de Los Javis, en el marco de su próxima película La bola negra, que se nutre de cierto modo de La Piedra oscura. ¿Cómo se gestó dicha colaboración?
Yo creo que siempre estuvo ahí el deseo latente, intrínseco, poderoso de La Piedra oscura en convertirse en material cinematográfico. Y hace un par de años arrancó el proyecto. La Piedra negra se convierte en la Bola negra de Los Javis, de donde se nutre el título de la película que ellos dirigen, y en la que yo he participado también como co-guionista. La película está en pleno rodaje. Y estoy muy agradecido y entusiasmado porque considero que ellos van a redescubrir a nuevos públicos esa historia maravillosa relacionada con la amistad profunda que unió a Lorca con Rafael Rodríguez Rapún, de la que poco se ha podido saber hasta ahora. El cine tiene un altavoz mayor que quizás no lo tiene tanto el teatro. Y, sobre todo, ellos van a aportar también su imaginario, su genio, su talento a esa historia de historias que va a ser la película.
¿Qué hay de ti en Lorca y, si ahondamos un poco, qué podemos ver de tu obra en Lorca?
Bueno, yo creo que uno tiene referentes entre los vivos, pero también puede y debe tener, entre los que no coincide en el tiempo, un magisterio continuo. Lorca es mi maestro por esa importante concepción de la poesía y del teatro como una herramienta social transformadora. Yo siento esa enseñanza muy de cerca, lo sigo leyendo, sigo aprendiendo de él. Y luego también hay coincidencias que tienen que ver con mi propia identidad. Los dos somos andaluces. Bueno, una suerte de coincidencias más allá del tiempo. Ya te he dicho antes que yo reconocí mi propia vocación gracias al teatro de Lorca. Y, además, una confianza plena en el poder de lo poético. El entendimiento primordial de que la poesía tenía que ser entregada a todos, no a la gente de una clase social acomodada, porque la poesía, según Lorca, es un derecho universal. Cada cosa tiene su misterio y la poesía es el misterio de todas las cosas. Y yo creo mucho en eso. Y considero, además, el teatro como un lugar donde lo poético se encarna con los cinco sentidos y donde todo el mundo puede, si no comprender, sí sentir ese calambre poético en sus entrañas.
Tu próxima obra, Leonora, está en vísperas de subir a los escenarios de Contemporánea Condeduque. ¿Cómo fue la gestación de dicho proyecto? ¿Cómo ha sido el trabajo con la actriz Natalia Huarte?
Para empezar, nuestra intención primordial es que la obra hable y se construya sobre las cimientes del gesto poderoso, de la potencia de esta creadora libre, indócil y que peleó contra un montón de obstáculos durísimos para convertirse en una gran pintora cuya obra ha perdurado a lo largo de la historia del arte. Nuestra misión ha sido convertir en relato encarnado y poético esa sustancia insurrecta y feminista de Leonora Carrington. Por otro lado, a mí lo que me atrajo, aparte de la belleza, la potencia y la libertad de su creación, fue el tiempo que estuvo en España. Yo la conocí en México, estando por otra residencia durante otro proyecto creativo. De repente, me la encontré de bruces y, buceando en su biografía, comprendí episodios fundacionales que luego desplegó en toda su obra. Percibí que momentos cruciales de su biografía habían ocurrido en mi país, donde fue asaltada y violada por un grupo de requetés y, a posteriori, internada involuntariamente en un sanatorio psiquiátrico de Santander. Ella dio cuenta de todos estos hechos en un relato que se llama Memoria de Abajo, que escribió ya durante su traslado a México. Y ese fue ese doble disparador que motivó mi acto creativo. Por un lado, la admiración a su obra, el descubrimiento de que su biografía estaba ligada a mi país y a momentos históricos que yo ya había transitado. Y por otro, teníamos claro, Natalia y yo, que no queríamos jamás pretender imitar a Leonora Carrington. No hay imitación, no hay caricatura. Creo que hay una encarnación sensible por parte de una actriz que la hace presente sin pretender copiarla. Y además, dejando que las muchas voces de lo que fue Leonora aparezcan y se multipliquen con una plasticidad actoral poderosa. Por otro lado, nosotros jamás pretendimos que el teatro imitase o copiase la potencia de una pintura de Leonora Carrington. Al revés, vamos al espacio vacío, al lienzo en blanco; vamos a que ese imaginario suceda dentro del espectador, sin que apenas pueda darse cuenta. Y, ya por último, sobre esta obra, he de decirte que he tenido la gran suerte de trabajar con Natalia Huarte, que es una actriz excepcional. Yo salgo cada día de la sala de ensayo sintiendo lo afortunado que soy como director escénico de haber visto un día más trabajar a esta actriz volcánica, que es capaz de convertir ese poema, ese pigmento existencial, en presente teatral.
Y, por cerrar esta larga respuesta, hay una pregunta: una declaración de Leonora Carrington que yo he recordado estos días, dice: “El mundo que pinto yo no me lo invento, es ese mundo el que me inventó a mí”. Y yo me ocupo, nos ocupamos de esos años fundacionales de Leonora Carrington en donde ese mundo la inventa como pintora. Todo lo que le sucede en esos años, hasta que marcha primero a Nueva York y luego a México, lo que va a desplegar después con maestría en su pintura. La gente que ha venido ya a los ensayos sale diciendo: “Qué ganas de descubrir la obra de Leonora Carrington, qué ansia de ir corriendo a ver, a descubrir su pintura, su literatura”. Nosotros deseamos que la gente salga del teatro con un nuevo espíritu de enarbolar el ejemplo de la obra de una genial artista que se aferró a la vida y venció. Esta obra habla de una presencia vigente que recoge el valor feminista de una creadora que nos interpela frente a frente, sin importar cuestiones temporales.
¿Qué es para ti el éxito?
Bueno, tú me hablas del éxito e inmediatamente me acuerdo de aquellos montajes o las experiencias donde el público y la crítica se han mostrado más distantes y más inconformes con mi trabajo, por sus razones, por sus sensaciones o por sus percepciones. En este sentido, me parece que también el fracaso es un terreno fértil propio del creador. Ahí hay una escuela donde uno aprende de lo que ha ocurrido, aprende de su persistencia y de que el tiempo es necesario para recuperar y emprender. A veces lo que en un momento dado es percibido como un fracaso, el tiempo lo revela como un gran aprendizaje y una fortuna. Hace falta paciencia y comprender que, con suerte, esto es un trabajo de fondo. También me hago cargo de la responsabilidad. El gran éxito es poder vivir de mi profesión, hacerlo con ética y desarrollarlo con bondad, para que este oficio nunca me distraiga de lo humano, nunca me aleje de la gente que amo, de la familia que debo cuidar y de protegerme yo también, dentro de todas las posibilidades y entornos creativos.
¿El teatro debe tener una responsabilidad política o debe ser tan solo un refugio?
El teatro siempre es político. A veces, el teatro que no habla nada de política es mucho más político que el teatro que se ocupa de asuntos políticos. Una obra teatral siguiendo cierto hilo de evasión es teatro político, aunque no se ocupe aparentemente de nada político. Es decir, el teatro es un arte que sucede en el tiempo y que está ligado a su momento político porque aparece y desaparece en su espacio temporal, y eso es una huella imborrable. El teatro es un arte del presente. Y, en cuanto es un arte del presente, es un arte de su tiempo efímero; se nutre de manera inconsciente de un sustrato emocional, socio-psicológico y económico. Claro, yo hablo ahora de Leonora Carrington y creo que este texto tiene unas responsabilidades éticas y unas lecturas que me parecen pertinentes para nuestro tiempo, que tienen que ver con la violencia psiquiátrica, con el control sobre las mujeres, con un momento en la España que Leonora transitó de fuerzas reaccionarias y, bueno, una dictadura porque ya vino aquí en la época de Franco. Creo que el teatro siempre es político. Lo que no tiene que ser es partidista. El creador, primero, ha de mantener siempre su independencia; ha de saber que no va a dar lecciones al público, sino a compartir disputas, preguntas e interrogantes que él mismo se hace, es decir, que esto no es un mitin de partidos, sino que tiene más de reflexión sobre lo que somos, sobre la experiencia humana. Yo creo que uno sabe bien cuándo el teatro sirve a un partido político y cuándo no. El público lo reconoce.
¿Cómo incluyes en tu manera de crear, en tu mundo existencial como dramaturgo, otros formatos como puede ser la pintura, la música y la poesía?
El teatro es una casa muy hospitalaria y que participa del resto de las artes, de lo audiovisual, de la pintura, también de la música, por supuesto. El teatro es un lugar muy receptivo para el desarrollo de la cultura en todas sus interpretaciones. En mi caso, aunque la palabra es mi centro de operación, desde donde construyo mis universos, también es cierto que mis montajes beben de muchos lenguajes. Por ejemplo, con Leonora, la música de Luis Miguel Cobo es fundamental. Es casi el segundo personaje que se mueve al lado de la actriz, dentro de un espacio aparentemente vacío. Las partituras de Cobo parecen fusionarse con el cuerpo de Natalia, dando una voz distinta, enriqueciendo todo el montaje. Su música pinta en ese lienzo vacío de Leonora nuevas dolorosas voluptuosidades escénicas. El teatro siempre suscribe una firma colectiva y, cuando es una firma heterogénea, por fuerza se incorporan otros lenguajes.
¿Qué recomendarías a los nuevos creadores escénicos a la hora de sacar adelante nuevos montajes?
Primero, ir a ver obras de teatro de manera casi obsesiva, pero con sentido de aprendizaje crítico. Luego, dentro de mi ámbito docente, te podría contar, por ejemplo, que en mi primera clase exhorto a mis alumnos a que se desperdiguen por las butacas del teatro vacío, y les digo: “Mirad esta caja. Esta caja es infinita. Para esto vamos a escribir nosotros. No vamos a escribir para el papel, no vamos a funcionar estéticamente para la pantalla. Vamos a hacer crecer el acto escénico para este espacio que aún permanece vacío y que nos espera ansioso de ser habitado por nuevos seres”. Creo que esa es una primera idea. Y luego, por otro lado, yo diría que leer literatura dramática es imprescindible, por supuesto, comprender cómo han hecho los compañeros clásicos y los contemporáneos, las obras anteriores y, por último, si me atrevo, preguntarnos por qué ese material que yo he elegido se transforma en una metáfora teatral conmovedora y no sea, aunque en el fondo lo sea, ni poesía ni audiovisual, ni solo música. Buscar lo nítidamente teatral es la base para crecer como creadores en este ámbito. Tienes que convencer a los actores, al director o directora, al programador, luego al crítico, al público, y creo que hay que tener una disposición a la seducción. Sé que esto suena un poco raro, pero tiene que ser una escritura elocuente que pida escena, que pida carne, que pida compañeros para habitarla y también saber que es una manera de expresar llena de huecos porque, quizás como literatura dramática estaría completa, pero como teatro aún le falta la plenitud, a no ser que suceda sobre los escenarios, que en última instancia es la mayor autoridad creativa para habitar todos esos espacios.
¿El teatro tiene que ser tan transgresor y tan descarnadamente violento como el de Angélica Liddell? ¿Qué opinas sobre este punto?
Yo soy un gran admirador de Angélica Liddell. Cuando estuve al frente del Festival de Otoño en la Comunidad de Madrid, la programé todos los años porque siento que es una figura primordial dentro del teatro contemporáneo y también es muy destacable su labor en la literatura. Me parece una de nuestras grandes poetisas y yo creo que el teatro lo que no ha de provocar es la indiferencia. A partir de ahí, yo no sé si hablar de transgresión o no, pero comprendo que alguien que se sienta una hora, hora y media o dos horas en una butaca, que ha salido de su casa y ha pagado la entrada y de paso apaga el móvil, espera que el teatro le dé algo de lo excepcional, algo de una belleza conmovedora con un registro lingüístico poético que no se va a encontrar en otro lugar mejor que en el teatro, que, cuando las luces se vayan, diga: “Me ha merecido la pena estar aquí”. Y no sé si puede ser la vulneración de reglas escénicas; puede ser una belleza inesperada, puede ser un objeto indócil, puede ser un asombro de un títere o puede ser de repente una palabra que un cuerpo encarna y que se convierte en herida o escudo. Y yo creo que eso es lo que ha de dar el teatro.
También es cierto que Angélica Liddell no afronta bien las críticas. En el Festival de Aviñón de 2024, donde presentó su espectáculo DÄMON. El funeral de Bergman, cosechó un sinnúmero de reseñas negativas por atacar a sus críticos de manera encarnizada en dicho espectáculo ¿Cómo afrontas tú las críticas?
Bueno, no me atrevo a hablar de la relación de Angélica Liddell con los críticos, pero sí te puedo hablar de la mía con la crítica. Claro, es un proceso difícil que se aprende, que se asimila con los años, que se acepta dentro de sus claroscuros. A mí me importa la crítica, por supuesto, y como me interesa, espero que sea una crítica responsable y que sea una crítica que, como creador, me sirva para pensar y reflexionar sobre una realidad escénica tangible. Fíjate, estoy preparando ahora una suerte de performance sobre la crítica, donde he cogido y he tomado reseñas que en su momento me dolieron mucho: “¿Qué me ocurre a mí con este material? ¿Qué pasa con estas palabras tan duras si me las paso por el cuerpo ahora que tengo 47 años? ¿Qué ocurre si yo encarno estos textos y les presto mi alma?” Tengo un nuevo proyecto en mente que versará sobre una performance que pretendo representar en Granada, en La Madraza, donde un crítico o una serie de críticos forman, de cierta manera, parte del espectáculo. Quiero que se convierta en un acto de comprensión: “¿Por qué esa persona escribió esas palabras sobre mí?” El teatro es un lugar de reunión, entendimiento y empatía, pletórico de todas las posibilidades, abierto al diálogo y también cercano a la crítica que parta de una generosidad y respeto por el trabajo de otros, porque así podremos seguir subiendo a los escenarios con la voluntad del primer día.

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Foto de portada de Jesús Chacón