
Vivimos una época de etiquetas, por eso Almodóvar las ha reformulado todas, Almódovar sabe que mejor bueno, que malo por conocer. Lo queer se estetiza para diluir su incómoda iconoclasia, la discapacidad se vuelve un mero accesorio anecdótico vestido de ONGs que nadie conoce, lo trans se convierte en una fase argumental maltrecha que se supera a sí misma para quedar bien adelante de los esbirros de la ultraderecha, y el inmigrante, al final de la fila, es instrumentalizado como detonante moral para que el protagonista blanco director de cine haga gala de sus fauces de conciliador inmaculado. La pantalla grande ha aprendido a travestirse de pluralidad, pero rara vez renuncia a la mirada dominante: los relatos se centran en el observador hegemónico, no en los cuerpos vividos por dentro.
En este sentido, muchas producciones contemporáneas que se autodefinen como “progresistas” siguen sin cuestionar el núcleo mismo del modelo narrativo: quién mira, a quién se mira y desde dónde. Las personas discapacitadas suelen aparecer como obstáculos emocionales o inspiraciones funcionales; los homosexuales siguen atrapados en tramas de sufrimiento, o bien son secundarios simpáticos ridiculizados con mucha gracia; los personajes trans siguen siendo interpretados por actores cis, en una perpetuación de la farsa identitaria.
El problema no es sólo narrativo, sino sistémico. La composición de los equipos de producción, guión, dirección y financiación sigue sin reflejar la pluralidad real del país. La industria cinematográfica española continúa en manos de hombres cis, heterosexuales y blancos, quienes aunque bienintencionados, reproducen los relatos que han vivido y consumido, sin sufrir indigestión creativa porque toman las “sales de fruta del dinero fácil”. Así, la diversidad se convierte en decoración, no en transformación.
Los mecanismos de subvención, selección en festivales, distribución y exhibición también perpetúan esta desigualdad. Aquellas obras que intentan romper con los moldes son relegadas a circuitos alternativos, invisibilizadas por una maquinaria mediática que sigue premiando lo reconocible: el drama familiar heteronormativo con visos de telenovela burda, la comedia masculina de barrio con cuñados pesados que fomentan en cada diálogo su propia decrepitud, el thriller que elude cualquier conflicto racial, sexual o funcional que no sirva como ornamento dramático a su propio egocentrismo aburrido.
Es preciso matizar: no se trata de representar a estos colectivos sin más, sino de descentralizar el modelo mismo de relato. La verdadera transformación del cine no radica en añadir una cuota identitaria a las tramas clásicas, sino en desmontar la lógica que coloca al hombre blanco heterosexual como sujeto activo de la historia. La existencia de una película protagonizada por una mujer lesbiana no garantiza nada si el relato sigue anclado en paradigmas de redención masculina o victimismo estético que estamos hartísimos de ver.
Tampoco se puede confundir visibilidad con justicia narrativa. Una persona trans representada desde una óptica sensacionalista o como herramienta para el crecimiento emocional de otros no está siendo visibilizada, sino utilizada. La inclusión real exige no sólo lugar en la pantalla, sino agencia, profundidad, contradicción, verdad. En otras palabras: personajes, no arquetipos.
Romper esta brecha solapada implica una reestructuración completa de la cadena de valor cinematográfica. No se trata sólo de contar otras historias, sino de contar desde otras miradas. Que las personas con discapacidad escriban y dirijan sus propias películas, que los actores trans sean protagonistas sin que su identidad sea el único conflicto, que los cuerpos queer y racializados sean múltiples, diversos, complejos, y no sólo alegorías.
El nuevo horizonte no es solo más diverso, sino más honesto. Abandonar el cine arcaico implica despojarlo de sus capas de simulacro, de corrección política, de victimismo útil. Las nuevas películas españolas deben aprender a incomodar, a fracturar la mirada cómoda, a narrar desde el interior y no desde el frívolo balcón del espectador privilegiado de “cuatro gatos que se consideran actores”. Eso implica riesgos económicos, tensiones narrativas, transformaciones institucionales. Pero también abre el cine a su función más radical: ser espejo y grieta del mundo que habitamos. Hasta ahora en ESPAÑA es todo los contrario, el cine español se traga en algunas ocasiones, el vómito de sus creaciones mediocres con lucidez, cuando la bestial industria americana le paga las “sales de fruta” de la mano de las plataformas digitales, ansiosas por gastarse sus presupuestos en ficciones autóctonas que den algún brillo al talento local. Hay mucho dinero para invertir y poco talento español para absolverlo en aras de potenciar el cine español con dignidad. Todo es cuestión de dinero, obvio, pero sería más productivo usar los recursos en enarbolar un cine español con menos imitación cutre “Yanqui” porque, puestos a imitar ni siquiera imitan bien, son fantoches gastando dinero para nada. Menos glutamato de Almódovar, pobre “vaca sagrada”, que solo falta que lo hagan “ministro de cultura” de tanto que parasitan su talento. Por favor, aprovechar la cresta de esta ola y tened más fe en el entendimiento de que el síndrome del impostor nunca nos hará genuinos, y más sentido común de paso, para delimitar las diferencias de todo este proceso en ciernes.
La tarea no es solo ética, sino también estética, moral, presa de un libertinaje intelectual que podemos permitirnos. El lenguaje cinematográfico mismo —planos, estructuras de guion, arcos narrativos— debe ser cuestionado desde los márgenes. ¿Por qué un personaje gay no puede protagonizar una historia sin que su sexualidad sea el tema central? ¿Por qué una mujer racializada debe demostrar constantemente su humanidad? ¿Por qué lo trans debe explicarse, justificarse, traducirse? La verdadera revolución pasa por no justificar nada, por dejar que las identidades existan en la pantalla con la misma naturalidad con la que existen en la vida.
En este sentido, la deconstrucción del cine español no consiste en “adaptarse” a los nuevos tiempos, sino en asumir el desfase histórico que arrastra y abrir una praxis radical de reapropiación del relato. Los colectivos silenciados no necesitan permiso para existir, pero sí recursos, formación, ventanas de exhibición, apoyo institucional y, sobre todo, respeto narrativo.
La transformación no se limita al creador. También exige una mutación en el público. El espectador español promedio ha sido entrenado para consumir narrativas cómodas, que le refuercen su visión del mundo. Cambiar el cine es también una invitación a incomodar al espectador, a desautomatizar su percepción, a enfrentarlo a realidades que no puede controlar ni juzgar. La cultura audiovisual es, en última instancia, una pedagogía emocional. Y el cine español debe decidir si quiere seguir educando en la nostalgia heteronormativa, o si está dispuesto a abrirse al vértigo de la diferencia.
La brecha no se cerrará sola. Requiere voluntad política, riesgo artístico, inversión pública y una revisión honesta de los privilegios internos de la industria. No es una cuestión de corrección, sino de justicia; no de moda, sino de ética creativa. Porque el cine español no necesita más “inclusión” cosmética, sino un verdadero colapso de la narrativa dominante. Solo entonces podrá emerger una filmografía nueva, en la que lo minoritario deje de ser minoría, y lo diverso deje de ser excepción. No como reclamo, sino como parte orgánica y natural del relato nacional. Un relato, por fin, de todos.