Liddell, que lleva años construyendo una mitología personal donde el dolor, la muerte y la furia se mezclan con un erotismo oscuro, ha encontrado en Yukio Mishima el combustible perfecto para su última inmolación escénica. Pero esta vez no solo se mira al espejo: nos lo pone delante, nos pregunta si estamos preparados para seguirla hasta el borde del abismo, y se complace en ver quién tiembla primero. Esta vez hay una apología al suicidio inaceptable y me da igual que lo enmascare como obra de arte porque el arte y la cultura nunca deben incitar actuaciones autolíticas, es lo último que podríamos ver cuando asistimos a una obra de teatro. Solo faltaba. Es un tema muy serio para frivolizarlo y convertirlo en acto circense de culto bajo los paraguas dudosos de la cultura contemporánea. No todo vale señora Liddell. NO.
Un amanecer teñido de hemoglobina
El público, fiel a la liturgia liddelliana, ocupó el pasado sábado a la 5:45 de la mañana sus butacas con el entusiasmo religioso de quien asiste a un rito secreto. Y ella, sumisa únicamente ante su propio imaginario, se extrae sangre en escena, reclama la nuestra, y después, con calculada solemnidad, les sugiere a sus espectadores que consideren la vía del suicidio como acto de belleza, liberación o coherencia estética. Quizá todo a la vez. En esta ocasión, el rito adopta la forma de una quema casi doméstica pero inquietante: las cenizas de sus padres arden en dos incensarios que exhalan un humo denso, orgánico, con el que ella danza, se enreda, lo besa y lo acuna como si quisiera resucitar un linaje roto. Igual de perturbador resulta el momento en que se enfunda prendas pertenecientes a difuntos —algunos arrancados de la vida por su propia mano— y los convoca uno a uno, leyendo sus historias y un poema que funciona al mismo tiempo como elegía y como acusación silenciosa.
Liddell no quiere fans: quiere mártires. Y si alguno no está dispuesto, lo lamenta —pero jamás rectifica. Su teatro es un coliseo íntimo donde la tragedia personal se eleva a categoría universal, y todo lo que pisa el escenario se convierte en carne sacrificial. Lo ha hecho siempre, pero nunca con un descaro tan quirúrgico. En Seppuku, la herida ya no es metáfora: es método. Es la prueba de ADN de su poética.
Resulta imposible no preguntarse si Liddell ya no interpreta sino que administra su propio culto. Su figura avanza por el escenario como un tótem inflamado, mezcla de sacerdotisa herida y diva maldita que exige, no aplausos, sino rendición. Y uno no sabe si admirarla o pedirle que, por favor, se tome unas vacaciones. Porque todo en Seppuku rezuma un exceso coreografiado:
-La sangre no es sangre, sino argumento;
-La muerte no es final, sino eslogan;
-El amanecer no es atmósfera, sino parte del decorado conceptual.
Liddell es una experta en convertir su sufrimiento en iconografía, y el teatro en un espejo deformante donde la tragedia se vuelve estética y la estética, mercancía emocional. Y la pregunta inevitable es: ¿Es el público cómplice, víctima o cliente?
La invitación al suicidio —literal o simbólica, da igual, su impacto camina solo— es la ironía suprema en un contexto cultural donde todo debe ser seguro, amable, higienizado. Liddell opera en la dirección contraria: nos recuerda que el arte no es un salón de té, sino una zona sísmica. Si alguien entra esperando comodidad, la culpa es suya.
Pero en su empeño por ser implacable, Liddell roza el terreno más peligroso: el de tomarse demasiado en serio. Algunos creadores provocan porque creen que es un deber del arte. Otros provocan porque no les queda nada más. Y en Seppuku, uno tiene la inquietante impresión de que la provocación se ha convertido ya en una obligación, una especie de IVA estético que ella misma no se puede permitir dejar de cobrar.
La deriva del genio hacia su propio mito
Liddell lleva una década navegando entre el trance y el manifiesto. Ha construido un territorio propio donde se confunden la poesía y el exabrupto, la belleza y el vómito, lo sublime y lo insoportable. Y sin embargo, en esta última entrega, el movimiento parece cerrarse sobre sí mismo.
La gran pregunta —incómoda, inevitable— es si Seppuku es un paso adelante, un salto al vacío o una repetición amplificada del mismo gesto. Porque el genio también corre el riesgo de convertirse en caricatura de sí mismo cuando la intensidad deja de abrir caminos y empieza a trazar círculos alrededor del mismo fuego.
La sangre, el dolor, la muerte, el erotismo de la autodestrucción… ¿Siguen siendo detonante artístico o se han convertido ya en marca registrada? Hay que reconocerle una cosa a Liddell: no engaña a nadie. No vende entretenimiento, no busca consenso y jamás pide perdón. Su trabajo exige la entrega total del espectador, su vulnerabilidad y, si puede ser, algo de su cordura. Ella se ofrece en sacrificio y después declara que solo quien se atreve a morir con ella —literal o metafóricamente— puede comprender el gesto. En un tiempo donde el arte se adapta a las métricas, ella propone una misa sangrante sin manual de emergencia. Un teatro de riesgo real, aunque, a veces, también de grandilocuencia autoconsumida.
El último filo
Quizá Seppuku sea su obra más fiel a sí misma. O quizá sea la evidencia de que ha llegado a un precipicio conceptual del que solo puede regresar transformada o despeñada. Pero eso, al final, es lo que hace que Angélica Liddell siga siendo un fenómeno: no deja indiferente a nadie, ni siquiera a quienes empiezan a cansarse del eterno sacrificio.
Habrá quien salga del teatro con la sensación de haber vivido un amanecer místico. Otros, con la impresión de haber asistido a un número de prestidigitación emocional donde la sangre sirve de cortina de humo. Y muchos, sencillamente, no sabrán qué pensar.
Pero la pregunta que Seppuku deja flotando en la sala, más allá de la sangre y del amanecer, es silenciosa y punzante:
¿Podrá Liddell reinventarse antes de que el mito la devore?
O, dicho en su propio lenguaje:
¿Quién muere realmente en escena —ella, el público o el teatro mismo?









