
Leigh Bowery asumió muchos roles diferentes, siempre negándose a verse limitado por las convenciones. Bowery hizo de la provocación extravagante, un arte transgresor que desafiaba los cánones clásicos de la época que le tocó vivir. Desde su irrupción en la vida nocturna londinense de los años 80 hasta sus posteriores actuaciones, audaces y escandalosas, en galerías, teatros y en la calle, Bowery forjó con valentía su propio y vibrante camino. Reimaginó la ropa y el maquillaje como formas de pintura y escultura, puso a prueba los límites del decoro y celebró el cuerpo como una herramienta de transformación con el poder de desafiar las normas de la estética, la sexualidad y el género.

Abrazando el rendimiento, la cultura de club y el diseño de moda, Leigh Bowery creó algunas de las imágenes más icónicas de los años 1980 y 1990 que continúan resonando, con su influencia visible en el trabajo de figuras como Alexander McQueen, Jeffrey Gibson, Anohni y Lady Gaga. Leigh Bowery! es una exposición ecléctica e inmersiva, una oportunidad única de experimentar muchos de los “Looks” de Bowery junto con sus colaboraciones con artistas como Michael Clark, John Maybury, Baillie Walsh, Fergus Greer, Nick Knight y Lucian Freud. La exposición ofrece una nueva perspectiva de las escenas creativas de Londres y Nueva York, con Sue Tilley, Trojan, Princess Julia, Les Child, Andrew Logan, Lady Bunny, Scarlett Cannon, MINTY y Boy George. Pasando del club al escenario, a la galería y más allá, adéntrate en el dinámico mundo creativo de Bowery que difumina las líneas entre el arte y la vida.

La performance como disidencia
Detrás del espectáculo estaba también una obra profundamente reflexiva sobre los límites del cuerpo, la identidad y la representación. Leigh Bowery, nacido en Sunshine, un suburbio de Melbourne, en 1961, llegó a Londres en 1980 como parte del éxodo artístico que buscaba escapar de los corsés culturales de sus lugares de origen. Lo que encontró fue una ciudad sumida en el thatcherismo, atravesada por la crisis del SIDA, el auge del punk tardío y una subcultura queer ávida de nuevos lenguajes. En ese entorno Bowery se convirtió no en un simple provocador, sino en un visionario radical. Para Bowery, cada aparición pública era una acción artística. Leigh Bowery no actuaba para entretener, sino para incomodar, provocar, y forzar al espectador a confrontar sus límites culturales y psicológicos.

El trabajo de Leigh Bowery se inscribe dentro de la tradición de la performance art heredera de los accionistas vieneses y del body art de los 70, pero con un giro más punk, más carnavalesco y queer. En sus colaboraciones con el coreógrafo Michael Clark —como la legendaria Because We Must (1987) — Bowery se presentaba como un cuerpo mutado: obeso, hipersexual, a veces sangrante, a veces infantilizado. Su presencia en escena cuestionaba no solo los cánones de belleza, sino también la lógica del espectáculo.

Esa construcción corporal implicaba una operación psicológica de desidentificación. Bowery no buscaba representar un personaje, sino abolir toda categoría. Esa pulsión se observa con crudeza en sus colaboraciones con Lucian Freud: posó durante cientos de horas completamente desnudo para el pintor británico, quien lo retrató sin máscaras, sin maquillaje, con la brutalidad y humanidad que suelen negarse a los cuerpos queer.

Bowery convirtió los clubes nocturnos en escenarios de vanguardia y en plataformas de intervención cultural. Su club Taboo, inaugurado en 1985, fue mucho más que un espacio de fiesta: fue un acto de resistencia estética. Allí no se celebraba la moda, sino la anti-moda; no el lujo, sino el exceso. La entrada no estaba condicionada por el dinero ni el estatus, sino por la radicalidad visual. La única regla era que debías lucir como si tu vida dependiera de ello.

En Taboo, convulsionaban estilos y orientaciones, convivían drag queens, artistas plásticos, bailarines, prostitutas, diseñadores y vagabundos del deseo. El club se volvió un refugio para identidades no normativas, un espacio donde las jerarquías del género, el cuerpo y la clase se disolvían bajo luces estroboscópicas. Para muchos, Bowery encarnó la última gran utopía queer de la posmodernidad: la posibilidad de reinventarse cada noche.
La obra de Leigh Bowery no puede desligarse del trauma colectivo del SIDA. Aunque él mismo contrajo el virus, jamás convirtió su diagnóstico en herramienta de victimización ni militancia directa. Su respuesta fue la exacerbación de lo vital: cuerpos deformes, genitalidad grotesca, espectáculos escatológicos, máscaras que asfixiaban o desfiguraban el rostro. No buscaba representar la enfermedad, sino sabotear el aparato cultural que la rodeaba.
En este sentido, Bowery se inscribe en una genealogía que va de Jean Genet a David Wojnarowicz, pasando por Klaus Nomi. Frente al puritanismo sanitario de los 90, opuso una estética del exceso que no sólo era sexual, sino también política. Como escribió Paul Preciado, “la disidencia corporal de Bowery fue un acto de sabotaje simbólico contra la biopolítica del cuerpo limpio, sano y productivo”.

Influencia y legado
A pesar de su muerte temprana en 1994, a los 33 años, su legado sigue creciendo. La moda encontró en él un nuevo lenguaje: Alexander McQueen lo consideraba una referencia fundacional; John Galliano le rendía homenajes encubiertos; Gareth Pugh y Rick Owens lo citan como precursor. En el ámbito musical, Boy George —quien compartió escena con él— construyó en Taboo (2002) un musical en su honor. Lady Gaga, con sus atuendos transmutados, reconoce abiertamente su deuda.
En el arte contemporáneo, la influencia de Leigh Bowery puede rastrearse en artistas que fusionan cuerpo, género y política, como Cassils, Juliana Huxtable o Narcissister. En el cine y la fotografía, su huella persiste en el trabajo de Nick Knight o David LaChapelle. Y en el ámbito académico, Bowery es objeto de estudios en universidades de arte, género y performance alrededor del mundo.
Pero quizás el mayor aporte de Bowery fue demostrar que el cuerpo puede ser un manifiesto, una performance viva, una bomba estética. En tiempos donde la disidencia se compra y se vende como tendencia, Leigh Bowery encarna la memoria de un arte que no pedía permiso. Su mensaje es más urgente que nunca: el yo no es una esencia, sino una invención. Y el cuerpo, lejos de ser una cárcel, puede ser también su propia forma de liberación.
