Mi viaje a Guinea Ecuatorial y a aquel paraíso perdido en mi memoria comienza aquí y ahora porque parte de la necesidad de entender que he aprendido a volver, pero para comprender y explicarme quiénes fuimos recuperando de cierta forma, el pasado.
Mi familia se instaló en España, donde crecí con relatos dispersos y nostálgicos de una tierra distante. Años de historias fragmentadas, de recuerdos difusos que mi madre y mi padre evocaban con la misma mezcla de cariño y tristeza, hasta que un día decidí buscar, por fin, el país del que tanto me habían hablado. Porque, si bien no había vivido allí, había algo en la memoria colectiva que me unía a Guinea Ecuatorial, algo profundo, como una herida sin cerrar que necesitaba sanarse.
El Retorno a un pasado abrasador
El regreso a Guinea Ecuatorial no fue un simple viaje de descubrimiento. No fue solo un deseo profesional como periodista de viajes, ni un simple anhelo turístico. Fue un reencuentro, un abrazo con el pasado. Al aterrizar en Malabo, la capital, sentí que el aire mismo me estaba reconociendo. Me recibió con el calor pegajoso de la isla de Bioko, un aire cargado de sal y misterio, como si la ciudad misma hubiera estado esperando por mí, como una vieja amante que, tras años de espera, te ve regresar con la mirada llena de nostalgia.
El contraste entre lo que mis padres me habían contado y lo que vi a mi llegada fue tan grande como la distancia entre el recuerdo y la realidad. Malabo, con sus casas de arquitectura colonial desgastada, con su tráfico de motos y coches viejos, seguía siendo, en cierto modo, la ciudad que había sido para mi familia. Sin embargo, la huella de la independencia, esa marca que mi generación apenas entendería sin haberla vivido, parecía haber dejado su huella en cada rincón. La modernidad africana se mezclaba con la historia española de manera compleja y, a veces, incómoda.
Pero más allá de la ciudad, la naturaleza de Guinea Ecuatorial no había cambiado. Al menos no para mis ojos. Recordaba que mi madre siempre hablaba de las montañas que rodeaban la ciudad como si fueran guardianes ancestrales, testigos mudos de una época que ya se había ido. Al recorrer las verdes colinas, la selva espesa y la costa interminable, sentí una paz extraña, como si el lugar me estuviera esperando, como si nunca me hubiera ido. El mar, en particular, parecía contarme historias olvidadas, sus olas golpeando la orilla con la misma fuerza con que mi madre recordaba los días de sol y calor en la época colonial.
En la Búsqueda del Paraíso Perdido
Mi viaje me llevó más allá de la ciudad, al corazón de la isla de Bioko. A medida que me adentraba en la selva, algo más que la belleza del paisaje me envolvía. Me encontraba en una especie de trance, en un lugar entre los recuerdos y el presente, donde todo parecía suspendido en el tiempo. Las cascadas que mi madre describía, las aldeas a las que ella solía ir con mi padre, eran ahora un paraíso desbordado por la naturaleza.
El olor de la tierra húmeda y el sonido de los pájaros de colores brillantes parecían recordarme que el paraíso no se había perdido del todo. La selva de Bioko, con sus montañas y valles, era un lugar que no había cambiado, o al menos no para mí. En cada paso que daba por el sendero de tierra roja, recordaba las historias de mi madre, cómo hablaba de la exuberante vegetación que rodeaba su vida cotidiana. Aquí, entre las raíces de los árboles y el verdor infinito, encontraba lo que podría considerarse un paraíso perdido, un rincón del mundo que permanecía intacto, ajeno a las cicatrices de la historia.
El Encuentro con la Identidad inciática
Mis encuentros con los lugareños, algunos descendientes de los pueblos originarios como los bubi o fang, fueron una mezcla de revelación y reflexión. En sus ojos podía ver una historia compartida, una historia que mis padres vivieron desde un lugar distante, pero también un conflicto que mis padres nunca conocieron: la mezcla de lo colonial con lo autóctono. Los vestigios del pasado colonial, de alguna manera, también eran suyos, aunque ellos no lo hubieran elegido. En las conversaciones que compartí con los más viejos, entendí que no solo la historia de mi familia se entrelazaba con la historia de Guinea Ecuatorial, sino también con la identidad de su gente.
Escuché relatos de cómo la independencia había cambiado para siempre la estructura de la sociedad ecuatoguineana. Vi, entre las arrugas de los ancianos, las cicatrices de aquellos tiempos. Los pueblos de la isla tenían sus propios recuerdos del régimen colonial, recuerdos que, para muchos, aún resultaban agridulces. Pero, por encima de todo, había algo que los unía, algo más fuerte que el peso del colonialismo o las sombras del autoritarismo contemporáneo: la tierra. La naturaleza salvaje, el océano, las montañas. Lo que mis padres consideraban “su hogar” no era simplemente una ciudad, ni una casa colonial, ni la idea de un imperio. Era esta tierra, este paisaje que seguía siendo, de alguna manera, suyo.
Ajustar cuentas con el pasado
El regreso a Guinea Ecuatorial, en muchos aspectos, fue un retorno a lo perdido, no solo para mis padres, sino también para mí. Es difícil encontrar palabras para describir la sensación de estar en un lugar que, aunque no había vivido, sentía profundamente familiar. Los ecos del paraíso perdido resonaban en cada rincón de la isla, en cada conversación con los lugareños, en cada respiro profundo de la selva.
A veces pienso que el paraíso nunca se perdió, que, aunque las circunstancias cambiaron y las tierras fueron transformadas por la historia, el corazón de Guinea Ecuatorial sigue latiendo con la misma fuerza que en tiempos antiguos. En mi viaje, no solo me encontré con la Guinea Ecuatorial de mis padres, sino también con la mía propia, una Guinea Ecuatorial que lleva mucho tiempo guardada en el corazón de quienes fuimos, y seguimos siendo, parte de ella.
Guinea Ecuatorial, a pesar de todo lo que se ha ido, sigue siendo el hogar de un paraíso que espera ser redescubierto por quienes estén dispuestos a mirar más allá de las cicatrices del tiempo. Y, para mí, fue ese reencuentro con ese paraíso perdido lo que hizo que mi viaje fuera más que un simple recorrido turístico: fue una reconciliación con las raíces, una búsqueda del hogar, una reconstrucción del pasado. Un viaje a la tierra que nunca dejé de sentir, aunque nunca la haya conocido del todo.
Mis recuerdos de la infancia en Guinea Ecuatorial son como una colección de fragmentos dispersos, que, aunque no viví conscientemente en su totalidad, se mantienen grabados en mi memoria de una manera casi mística, como si formaran parte de un lugar al que, de algún modo, nunca dejé de pertenecer.
Recuerdo la calidez del sol tropical acariciando mi piel cada mañana. La luz era diferente allí, más dorada, más intensa, como si la misma atmósfera estuviera impregnada de una energía vibrante. Los días comenzaban temprano, con los primeros rayos del sol que se filtraban entre las ventanas de nuestra casa colonial, una estructura que, aunque ya algo desgastada, aún mantenía sus paredes robustas y su aire señorial. Desde la ventana, podía ver el jardín lleno de plantas tropicales. Aquella era la selva que comenzaba justo detrás de nuestra casa, la misma que parecía devorar lentamente cualquier intento de control humano. Las flores de colores intensos, los árboles que se alzaban como gigantes, y el murmullo constante de la vegetación que nunca dormía.
Mi madre solía tomarme de la mano y caminar por el jardín. Recuerdo sus risas suaves mientras hablaba de las cosas más simples, como el aroma de la flor de frangipani que, por la tarde, se esparcía por el aire. Ella, aún joven, aún llena de esperanza, caminaba por el jardín como si fuera su propia selva personal, su refugio. Y yo la seguía, mirando con fascinación cómo los colores de las flores parecían cambiar dependiendo de la hora del día, cómo las mariposas danzaban en el aire caliente.
Las tardes transcurrían de manera distinta a las de España, de una forma casi atemporal. El calor no parecía detenerse nunca, pero se mezclaba con la frescura que traía la brisa marina del golfo, una mezcla que me hacía sentir, en algún nivel, parte del paisaje. Recuerdo a mi padre, siempre ocupado con sus asuntos de trabajo, pero que encontraba tiempo para jugar conmigo al atardecer. A veces lanzábamos una pelota de fútbol, otras veces solo caminábamos por las callecitas empedradas del barrio. Me mostraba, con su voz grave, cómo las hojas de las palmas se movían en el viento y me enseñaba nombres de árboles y animales que a mi mente infantil le parecían de otro mundo. A veces, hablaba de lo que en España llamaban “el mundo civilizado”, pero yo solo escuchaba esas palabras como una especie de eco lejano, como si el presente en Guinea fuera lo único que importara.
Las calles del pueblo, aunque caóticas, estaban llenas de vida. El bullicio de la gente, los mercados llenos de frutas tropicales y especias, los vendedores ambulantes ofreciendo sus productos con voces altas que competían con el sonido de los niños jugando. Las risas de los niños —que a veces se mezclaban con gritos de alegría o de algún juego — eran la banda sonora que nunca dejaba de sonar, como una melodía constante en el fondo de mi memoria.
En mi escuela, que era una pequeña construcción de estilo colonial con paredes de adobe y un patio de tierra, la vida era más tranquila. Los niños ecuatoguineanos, en su mayoría, eran muy distintos a mí, pero aún así había una curiosa fraternidad que se tejía a través de las diferencias. A veces jugábamos a la cuerda, otras veces jugábamos a “la traición”, un juego en el que uno tenía que atrapar al otro sin que se diera cuenta. Lo que más recuerdo es la sensación de comunidad que se respiraba, a pesar de las barreras culturales y lingüísticas. Mi español, con un acento marcadamente europeo, era incomprendido muchas veces, y mis compañeros de clase, que hablaban el bubi o el fang, me enseñaban palabras y gestos que, aunque extraños al principio, se convirtieron en la base de un lenguaje propio, mixto y a veces inconfundible.
Pero por encima de todo, recuerdo los atardeceres. Cada tarde, al caer el sol, la isla parecía transformarse. El cielo pasaba de un azul brillante a una paleta de rojos, naranjas y rosas tan intensos que parecían una pintura en movimiento. Mi madre, que a menudo se sentaba en la terraza a descansar después de las labores del día, solía mirarlo en silencio, mientras yo jugaba cerca de ella. Había algo mágico en esos momentos. La luz del sol en el horizonte parecía desdibujar las fronteras entre el cielo y la tierra, como si todo se uniera en un abrazo sin fin.
Claro, había momentos más difíciles también. No todo era perfecto. La ausencia de mi madre en ciertos momentos, la incomodidad de vivir entre dos mundos diferentes, las tensiones propias de un país que todavía estaba en transición hacia su independencia. Recuerdo la sensación de desorientación en algunos días, como si el lugar donde vivía fuera un punto flotante entre dos realidades que no lograban encajar. Pero incluso en esos momentos de incertidumbre, algo de la tierra, de la naturaleza que me rodeaba, me hacía sentir una especie de protección. Como si la isla misma estuviera diciéndome que, a pesar de todo, aquí las raíces estaban bien firmes.
La búsqueda de las respuestas
Mi vida, aunque influenciada por la historia de colonización de mis padres, estaba marcada por esa convivencia entre el pasado y el presente, entre la cultura española que venía con mis padres y la cultura ecuatoguineana que empecé a absorber casi sin darme cuenta. Ese choque, aunque confuso, también me dio una perspectiva única, una visión de un país que, aunque pequeño, estaba lleno de contradicciones, de vida y de energía, con una belleza salvaje que se imponía por encima de todo.
Es extraño, porque aunque no era consciente de ello en ese momento, esos recuerdos de infancia se sintieron como una especie de paraíso efímero. Algo que se escapa en cuanto intentas aferrarte a él demasiado fuerte. Algo que, aunque se ha ido, sigue estando en mí, en las pequeñas imágenes, los sonidos y los olores que nunca desaparecen del todo.
Hoy, mientras releo estas palabras, me doy cuenta de que, aunque mi infancia en Guinea Ecuatorial fue breve, fue una de esas etapas que definieron mi forma de ver el mundo. A veces me pregunto si mis recuerdos de aquel lugar siguen vivos en mí de la misma manera en que la isla sigue viva en su silencio eterno, aguardando que algún día alguien más regrese a reconocerla.









