Abandono el aeropuerto helsinguino, repleto de renos y Papanoeles de peluche en pleno mes de agosto, tomando un Bolt hasta al centro urbano. Desciendo ante una sauna considerada por la revista TIME como «uno de los 100 mejores lugares del mundo». Su arquitectura, ubicación, ambiente y limpieza son insuperables. Con escasa motivación, intento disfrutar del tórrido baño finlandés, como si en la terraza exterior no estuviera pasando ya calor suficiente. Resisto noventa segundos dentro de uno de estos sofocantes cubículos, el tiempo justo para superar la dolorosa impresión de haber sufrido una quemadura en mi escroto al sentarme. Mientras, observo a través del cristal cómo la hamaca y una bebida fría me reclaman a gritos desde fuera. Así que —nunca mejor dicho— tiro la toalla.
Tras tantos años de trotamundeo, acumulo ya un considerable bagaje viajero. El contraste entre lo tópico y la realidad, inherente a cualquier destino, me es de sobra familiar. Aun así, mi comisura labial se habría desviado expresando incredulidad si me hubieran dicho que lo primero que haría tras pisar suelo finlandés sería disfrutar de una cerveza helada, recostado en bañador sobre la tumbona de una terraza a orillas del Báltico.
Deambulando siempre por el lado sombreado de sus calles, leo en las fachadas de los edificios el origen, el pasado, presente y futuro de Helsinki; su historia, su vida.
Pronto cumplirá cinco siglos. El rey sueco Gustavo I la fundó en 1550 como puesto comercial que compitiera con Tallin, situada al otro lado del golfo de Finlandia. En 1812, bajo dominio ruso, el zar Alejandro I desplazó la capital del Gran Ducado de Finlandia aquí desde Turku para evitar la influencia sueca sobre esta ciudad ubicada al oeste del país. Revivo esos tiempos visitando sus dos catedrales, una ortodoxa y otra luterana; o la Plaza del Senado, cuyo estilo imperial recuerda a San Petersburgo.
Finlandia se independiza en 1917. Dos años después, se construye la Estación Central de Helsinki, de un despampanante estilo art nouveau, donde me apeo del metro.
Las Olimpiadas de 1952 se celebraron en Helsinki. Esto la empujó a poblarse de construcciones con estilos innovadores como el del Centro de Convenciones Finlandia Hall, diseñado por Alvar Aalto —arquitecto sin par— en 1962, cuya fachada de mármol de Carrara me deslumbra.
En el museo Kiasma, con cubierta confeccionada en metal curvo, regreso al presente. Como colofón, vivo el mañana recorriendo las cuatro diáfanas plantas de la vanguardista Biblioteca Central Oodi.
Cincuenta kilómetros al noreste de Helsinki encuentro la ciudad medieval de Porvoo, la más antigua de Finlandia después de Turku. Sus casas de madera pintadas de color calabaza se alinean a orillas de un canal cuyas aguas comunican con el Báltico. Un paseo por aquí, contemplando cómo las embarcaciones amarran en sus pequeños muelles al atardecer, culmina con éxito cualquier jornada.
Regreso a casa. Mi anfitriona, Olga Palo, es actriz, creadora teatral, guionista y ensayista. Husmeando en su biblioteca encuentro un libro escrito por Olga. Uso un traductor y averiguo que se trata de una colección de narraciones. En una de ellas, los protagonistas pagan al barquero de la muerte con relatos acerca de sus vidas, en lugar de entregarle la tradicional moneda. En pie, ante los anaqueles de Olga, con su libro entre las manos, ideo amortizar tal retribución con mis publicaciones. Y me imagino sentado con Caronte, chalaneando el valor de cada una.
Por José M. Diéguez Millán










4 comentarios en “Helsinki bajo el sol”
Que interesante y que fotos tan bonitas. Un viaje muy apetecible a pesar del calor… como siempre una descripción sobre el paisaje y su historia muy amena.
¡Un placer!
Que guay! Me encantaría ir. Aunque veo que tendré que tener mucho cuidado cuando me siente en una sauna helsinkina! 😜. Me has trasladado alli
Jaja
Gracias Manu