La tentación es evidente. Una IA puede producir un artículo en segundos, generar un ensayo completo o incluso redactar un libro con coherencia narrativa. Para editoriales presionadas por la velocidad y el volumen de producción, esta herramienta representa una promesa económica incuestionable: reducción de costes, automatización de procesos y una aparente democratización de la creación. Pero este atajo no está exento de riesgos, ni éticos ni legales. Presentar un contenido generado por un algoritmo como creación humana no solo es una falsificación, sino una erosión de los valores que sostienen la industria editorial. Sí, porque nada dice “cultura de calidad” como un texto sin autor que te quiere vender la ilusión de la genialidad.
Desde un punto de vista legal, la situación es un terreno aún ambiguo. La legislación sobre derechos de autor ha sido pensada para proteger la creatividad humana; una obra generada íntegramente por IA se encuentra en un limbo kafkiano: ni de aquí ni de allá. Si una editorial registra como propio un texto creado por un algoritmo, ¿A quién pertenece en realidad el copyright? ¿Al desarrollador de la IA, a la empresa que la utiliza, o a nadie? Y mientras tanto, el lector confiado sigue pagando por la supuesta inspiración humana, ignorante del pequeño detalle de que su autor es un programa que nunca sabrá lo que es el insomnio creativo ni un café quemado a las tres de la madrugada.
La cuestión ética, por supuesto, es más profunda. Los lectores confían en que un artículo, un ensayo o un reportaje reflejen la visión, el esfuerzo y la sensibilidad de un autor humano. Cuando se oculta que un contenido ha sido generado por IA, se rompe esa relación de confianza. No es solo un problema de honestidad: es un engaño cultural, una especie de travesura editorial a gran escala que convierte la escritura en un producto deshumanizado, un artículo de supermercado literario.
Además, existe un impacto sobre los propios autores. La normalización de vender contenidos de IA como humanos puede desincentivar la formación y el esfuerzo creativo, generar precariedad laboral y diluir la diversidad de voces. La literatura, el periodismo y la crítica cultural corren el riesgo de convertirse en un ecosistema homogéneo, estandarizado por algoritmos entrenados con patrones de consumo, en lugar de ideas originales. Y aquí estamos, aplaudiendo al asistente robótico mientras los verdaderos autores suspiran desde el rincón, preguntándose si algún día alguien seguirá leyendo con el corazón y no con el ratón.
Frente a esta problemática, la solución no puede ser simple. Algunas propuestas apuntan a etiquetar claramente los contenidos generados por IA, garantizando transparencia para el lector. Otras sugieren un sistema mixto, donde la máquina asista al autor humano pero nunca lo sustituya por completo. La clave está en reconocer que la inteligencia artificial es una herramienta —potente, seductora, incluso fascinante—, pero no puede reemplazar la ética, la sensibilidad y la responsabilidad que definen la creación editorial.
En definitiva, la verdadera revolución de la IA no está en la velocidad con la que produce textos, sino en cómo obliga a reexaminar qué significa ser autor. Vender como propio un contenido generado por algoritmos no solo plantea un dilema legal, sino que desafía los cimientos mismos de la credibilidad y la cultura escrita. Ignorar esta tensión sería ceder a la tentación del atajo, pero aceptar la pregunta es, quizás, la única forma de que la literatura y el periodismo sigan siendo humanos. Aunque, claro, siempre nos quedará la opción de contratar a un robot poeta y fingir que seguimos teniendo alma.









