

La exposición reúne más de sesenta imágenes en el pórtico, la galería y la sala Arte Invitado del Museo. Un recorrido vital donde se despliegan los ejes centrales de su obra: la fragilidad humana, el amor, la memoria, la vida vecinal, el dolor, la ternura. Sus fotografías, cargadas de espontaneidad y calor, rescatan lo que a simple vista podría pasar inadvertido: la ondulación de un tacón, la pierna que tantea la entrada a la bañera, la combustión de una pipa a punto de soltar humo. Lo minúsculo cobra relevancia y reemplaza las representaciones rígidas y las formas perfectas.
Algunas de esas instantáneas fueron tomadas durante la dictadura de Pinochet. En ellas asoma una cotidianidad atravesada por la censura y el miedo, pero también por la persistencia de los gestos humanos: almuerzos familiares, paseos dominicales, recitales de poesía, risas compartidas. En contraposición al temor que crecía al caer la tarde, la cámara de Toro supo retener la vida que se negaba a apagarse.
En sus escenas de atmósfera melancólica aparecen monjas en clausura, obreros, viajeros de trenes, parroquianos de bares, transeúntes de Santiago y figuras centrales de la cultura. Muchos de ellos, además, se desnudaron frente a su objetivo. Julia Toro es una de las pocas fotógrafas que ha cultivado con naturalidad el desnudo masculino, un gesto que marca su diferencia. El poeta Claudio Bertoni, candidato al Premio Nacional de Literatura, lo ha descrito con lucidez: “Las fotografías de Julia me gustan porque hay sexo y pasión y dormitorios y manchas de hombres y mujeres por todas partes (…) porque nunca es cruel, porque siempre está enamorada de lo que fotografía, porque no se burla nunca de nadie”.
Ese amor por lo retratado es clave. Julia Toro observa sin invadir, se aproxima con respeto. Su cámara es cómplice, nunca intrusiva. Por eso sus imágenes parecen íntimas, pero al mismo tiempo se convierten en testimonio colectivo. La cercanía física del encuadre revela la confianza con el retratado, la urgencia del disparo, la emoción inmediata. Como señala el comisario Rodrigo Gómez Rovira: “Sus imágenes son el resultado de un estilo que explora la vulnerabilidad humana y la vida familiar sin recurrir a la denuncia explícita”.

Estado fotográfico no pretende ser una retrospectiva, sino un viaje por una vida y por una forma de mirar. Para Toro, el “estado fotográfico” es más que un gesto con la cámara: es un modo de estar en el mundo, una manera de percibir que también atraviesa su escritura, el dibujo y la pintura. “Es una forma de explicar lo que siento cuando tomo la cámara -o incluso sin ella-, una forma de observar la realidad que me rodea y experimentar la existencia”, confiesa.

Una vida atravesada por la cultura
Hija de un odontólogo y de una pianista, Julia Toro Donoso se trasladó a Santiago con tres años, a la casa de sus abuelos, un hogar impregnado de cultura. Allí creció rodeada de libros, música y arte; entre sus parientes estaba el novelista José Donoso. Se casó muy joven, a los 19 años, con su compañero de colegio Patrick Garreud, con quien tuvo tres hijos: Patrick, Julia y Bernardita. Mientras ejercía como profesora de inglés, estudió pintura y dibujo con maestros como Adolfo Couve, Carmen Silva y Thomas Daskam. Pero su destino no estaba en el lienzo, sino en la cámara.
La fotografía llegó a ella tarde, casi a los cuarenta. Fue un episodio íntimo el que la inició: su hija embarazada levantando los brazos como una Venus doméstica. “Corrí donde Jaime (Goycolea) y le dije: ‘Ven a tomar esta foto’. Pero él me pasó la cámara y fue como si me hubiese ungido con ella. Disparé y nunca más la solté”, recuerda. Goycolea, fotógrafo y pareja suya durante 17 años, fue el padre de su cuarto hijo, Mateo, y su vínculo decisivo con el oficio.
En los años 70, sus imágenes de la Iglesia de la Mercedes empezaron a llamar la atención. Desde entonces se convirtió en retratista de lo cotidiano: ollas en la cocina, juegos infantiles, rincones de su casa, escenas de barrio. “Fotitos”, las llama con humildad, pero en realidad son piezas de una mirada inconfundible: íntima, ligera, honesta.
Cronista de una ciudad y de un tiempo
Santiago también ha sido su escenario. Sus calles, bares y plazas fueron testigos de cambios históricos que Toro documentó con ojo atento. En plena dictadura, se transformó en la cronista silenciosa de una bohemia que no se rendía. Sus retratos de Diamela Eltit, Pedro Lemebel, Raúl Zurita, Jorge Teillier, Nelly Richard, Carlos Leppe o Juan Dávila son ya iconos de la resistencia cultural de los 80.
A inicios de los 90, sorprendió con Historia de un niño chileno, un seguimiento de su hijo Mateo desde el nacimiento hasta la adolescencia, coincidente con los años de dictadura y transición. Después vendrían series como Qué ves cuando me ves, Imágenes, Memorabilia 1973–2003, Hombres x Julia Toro, Erótica, Casa, Estética de la Nada o Desde la mirada al encuadre. Cada una de estas propuestas expandió los márgenes de su lenguaje y consolidó su lugar en la fotografía latinoamericana.

Reconocimientos y palabras
El reconocimiento a su trayectoria se ha multiplicado en los últimos años. En 2023 recibió el Premio Antonio Quintana a la Trayectoria en Fotografía, y en 2024 el Premio Plagio a la Creatividad Artística. Es autora de libros como Amor x Chile (2011) e Hijos (2018). Además, la escritura íntima ha acompañado su vida: en 2022 se publicaron sus Diarios (Lumen), recopilación de textos escritos entre 1983 y 2019.
A sus más de 90 años, Toro continúa activa. La cámara sigue siendo su extensión natural. “La vida está llena de fotos. Si uno agudiza el ojo y pone atención, el ojo encuadra y recorta lo que te rodea. La fotografía es una pasión, un ojo salvaje que sale a disparar a su presa”, dice. Todavía siente “campanadas en el corazón” cada vez que dispara. Y lo hace porque, según confiesa, “sigo haciéndolas porque quiero seguir viva”.

El pulso de una obra
Lo que hace de Julia Toro una artista imprescindible es esa capacidad de transformar lo cotidiano en símbolo, lo íntimo en memoria colectiva. En sus manos, la fotografía no es artificio ni cálculo: es intuición, transparencia, afecto. Sus imágenes revelan la condición humana con un respeto radical.
En Estado fotográfico, el público español tiene la oportunidad de entrar en su universo. Un universo donde un simple gesto contiene una biografía, donde un rostro anónimo refleja a una generación, donde lo sensual convive con lo espiritual, y donde la ternura nunca es ingenua, sino resistencia.
Julia Toro ha hecho de la cámara una manera de habitar el mundo. Y ese mundo, atravesado por la belleza y el dolor, por la intimidad y la historia, late hoy con fuerza en Madrid.
