
En 2023, Las hijas de la criada otorgó a Sonsoles Ónega —periodista y presentadora de Antena 3— el Planeta y el foco inmediato de los titulares. En 2025, Juan del Val —tertuliano de El Hormiguero, también en Atresmedia— ha repetido la hazaña con Vera, una historia de amor. Ambos libros, según los jurados, sobresalían por su sensibilidad narrativa y su estructura clásica. Pero la ironía del espejo corporativo fue inevitable: dos ediciones consecutivas premiando a rostros de la misma casa televisiva, vinculada al mismo grupo empresarial que organiza el certamen.
Esa coincidencia ha abierto una grieta simbólica. No se trata de cuestionar el mérito individual de los autores —ambos han demostrado oficio y constancia—, sino de observar cómo la maquinaria de la visibilidad se convierte, a veces, en una extensión del poder editorial. Porque en el ecosistema de Planeta, la literatura no solo se escribe: se difunde, se entrevista, se promociona, se convierte en contenido transversal. Cada novela premiada puede ser portada, reportaje y debate televisivo. La literatura se transmuta en espectáculo, y el escritor, en figura pública moldeada por la luz blanca del plató.
Esa es la paradoja: el mismo grupo que edita el premio posee los canales que amplifican su repercusión. Lo que antes era una ceremonia íntima —un escritor alzando un trofeo entre aplausos discretos— es ahora un acontecimiento global que se retransmite, se comenta, se repite en bucle. La literatura se ilumina, sí, pero a veces corre el riesgo de cegarse con su propia luz.
La sospecha pública —más emocional que probatoria— es que el galardón se ha vuelto, al menos en parte, una operación de branding. Que la narrativa que se premia no es solo la literaria, sino la del grupo: su relato de éxito, de sinergia, de familia cultural. Pero la historia es más compleja que una teoría conspirativa. En realidad, lo que está en juego es algo más profundo: la lucha entre el prestigio artístico y la lógica del mercado mediático.
Los grandes premios, en todos los tiempos, han sido también herramientas de poder simbólico. Desde los certámenes del siglo XIX hasta los Nobel más recientes, el reconocimiento literario siempre ha coexistido con los intereses editoriales, políticos o comerciales. Lo nuevo no es la relación entre literatura y poder, sino la velocidad con que hoy se transparenta. En la era de las redes, donde cada movimiento se analiza en tiempo real, la percepción pública se ha vuelto juez paralelo: basta una coincidencia empresarial para sembrar la duda.
Sin embargo, sería reduccionista afirmar que la presencia mediática invalida el valor literario. La televisión, por su propia naturaleza expansiva, ha abierto una puerta a la lectura masiva. Sonsoles Ónega y Juan del Val son escritores que han conseguido, gracias a su visibilidad, que miles de lectores —que quizá no frecuentaban las librerías— se acerquen a la ficción contemporánea. Y eso, en una sociedad donde los índices de lectura descienden, no es menor. La pregunta, entonces, no debería ser quién gana, sino cómo equilibrar el fulgor del espectáculo con la profundidad de la literatura.
El Premio Planeta, fundado en 1952, nació con la ambición de dignificar la novela y acercarla al gran público. Hoy, más de siete décadas después, sigue cumpliendo ese propósito, aunque en un contexto muy distinto. Su prestigio convive con la crítica: para algunos, es el último bastión del relato popular; para otros, un símbolo del capitalismo cultural. Entre ambos extremos, el premio sobrevive porque ha sabido mutar: es literatura, pero también es narrativa corporativa, memoria sentimental y evento mediático.
La coincidencia de Atresmedia con los dos últimos ganadores no es una prueba de corrupción, sino un espejo que refleja las tensiones de nuestro tiempo: la literatura busca seguir viva en un mundo donde la imagen y la audiencia dictan los ritmos del reconocimiento. Quizá lo que perturba no sea la coincidencia, sino la evidencia de que la industria cultural se ha convertido en un único organismo: el escritor habla en televisión, el programa cita su libro, la editorial lo promociona, el público lo consume. Todo gira dentro del mismo cuerpo, entrelazado y brillante.
Y sin embargo, la literatura —esa vieja alquimia de la palabra y el silencio— sigue resistiendo. En el fondo, el valor de un texto no depende del canal que lo emite, sino de la huella que deja en quien lo lee. Si el Planeta, con toda su maquinaria mediática, logra que alguien vuelva a abrir un libro y encuentre en él un espejo o una herida, entonces el premio, más allá de la ironía, habrá cumplido su destino.
Porque al final, entre las luces de Atresmedia y los anaqueles del Planeta, todavía late la pregunta esencial que ninguna corporación puede monopolizar: ¿Qué queda de nosotros cuando se apagan las cámaras y sólo queda la palabra escrita?