
El proyecto Tanja Marina Bay no puede entenderse sin situarlo en un tablero geopolítico más amplio, en el que convergen intereses económicos del Golfo, estrategias de posicionamiento del Estado marroquí y una mirada europea marcada por el turismo y el control migratorio. Arabia Saudí, junto a otros actores del Golfo como Emiratos Árabes Unidos, ha intensificado en la última década su inversión en infraestructuras y bienes raíces en el norte de África, en un intento de diversificación económica que exporta no solo capital, sino también una visión del espacio urbano ligada al consumo de lujo, la privatización del litoral y la neutralización del conflicto social. Eagle Hills, la promotora emiratí detrás del proyecto, no es solo una empresa constructora, sino un vector de esta estética y política del “desarrollo” que transforma las ciudades en escaparates globales. Por su parte, el gobierno marroquí utiliza estos megaproyectos como herramientas de diplomacia económica: al integrarse en el circuito del capital del Golfo, Marruecos refuerza sus alianzas estratégicas, atrae inversión extranjera directa y se presenta ante Europa como un socio moderno, estable y aperturista. Sin embargo, esta “modernidad” tiene un precio.
Tanja Marina Bay ha sido impulsado por una serie de actores institucionales y empresariales que dan forma a su estructura urbanística y económica. En primer lugar destaca la Sociedad de Acondicionamiento para la Readaptación de la Zona Portuaria de Tánger (SAPT), creada en marzo de 2010 con un capital inicial de 600 millones de dirhams; en su accionariado figuran el Estado marroquí, el Fondo Hassan II, la Ciudad de Tánger, la Agencia Nacional de Puertos y la Agencia para la Promoción y el Desarrollo Económico y Social del Norte (APDN), con Mohammed Ouanaya como director general.

Además el proyecto incluye un puerto deportivo urbano con más de 1.400 amarres para embarcaciones, cafés-restaurantes, tiendas, estaciones de combustible, aparcamiento cubierto y el histórico Royal Yacht Club de Tánger, fundado en 1925, cuya presencia refuerza tanto la tradición náutica como el prestigio del enclave
Así, Tanja Marina Bay se perfila como un complejo multifuncional que combina servicios náuticos premium, comercialización inmobiliaria y retail de alta gama, todo ello enmarcado por la colaboración público‑privada y bajo una estrategia de revalorización urbana con un fuerte componente simbólico.
Desde la óptica europea, Tánger se convierte en una ciudad domesticada, embellecida para el turista y funcional para los flujos comerciales, pero cada vez más alejada de sus contradicciones sociales y culturales. La estética limpia y ordenada de Tanja Marina Bay responde tanto a una lógica de seducción turística como a una necesidad de control: del espacio, de la población, de las narrativas. En este contexto, el discurso de la sostenibilidad aparece como barniz legitimador. Se habla de regeneración urbana, de movilidad verde, de integración con el entorno. Pero el ecologismo real —el que cuestiona el modelo de consumo, la apropiación del litoral, la pérdida de biodiversidad— queda subordinado al espectáculo arquitectónico.
La desaparición de usos tradicionales del puerto, como la pesca artesanal, o la impermeabilización de grandes superficies costeras, contradicen los principios básicos de un desarrollo verdaderamente sostenible. En definitiva, Tanja Marina Bay no es solo un proyecto urbanístico: es una declaración de intenciones sobre qué tipo de ciudad quiere construir Marruecos, para quién, y bajo qué influencias. Y en esa ecuación, ni el mar, ni la historia, ni la ecología parecen tener la última palabra.
Tanja Marina Bay es, sin duda, una obra colosal. Un proyecto que transforma el litoral urbano, reconvierte espacios portuarios obsoletos en zonas de ocio, viviendas de lujo, hoteles, marinas deportivas y centros de congresos. Una reconfiguración urbana que, en apariencia, reactiva la economía, embellece la ciudad y coloca a Tánger en el mapa de las grandes urbes portuarias globales.
Sin embargo, bajo ese barniz de modernidad hay una historia menos glamurosa: la de cómo el modelo de ciudad que se impone responde menos a las necesidades de la mayoría que a los deseos de una minoría. Y no cualquier minoría: la de los inversores, los desarrolladores inmobiliarios y una élite cosmopolita que vive de forma muy distinta a la mayoría de la población que habita Tánger —y Marruecos— hoy.
Hoy, ese espíritu fantasmagórico —tan cinematográfico, tan culto, tan sucio— se encuentra frente a un nuevo escenario: Tanja Marina Bay. Un megaproyecto que se despliega como el nuevo rostro marítimo de la ciudad, con teleféricos que flotan sobre los bastiones de la medina, amarres para yates de 40 metros, paseos de travertino, cafés con carta en inglés y francés, y apartamentos con ventanas que no se abren, pero tienen vistas perfectas.

Tanja Marina Bay devuelve a Tánger al mar, lo que no sabemos a ciencia cierta si el mar está contento con esta visita inesperada.
Tanja Marina Bay no es un capricho estético. Es una operación de Estado. Un rediseño quirúrgico del borde costero que une arquitectura contemporánea, inversión árabe-golfo y estrategia geopolítica. El rey Mohammed VI lo apadrinó personalmente. Eagle Hills, el desarrollador emiratí detrás de otros enclaves de lujo en Marruecos, lo hizo realidad. El proyecto promete lo habitual: regeneración urbana, atractivo internacional, empleos, sostenibilidad, apertura cultural.
Y algo de eso es cierto. El antiguo puerto, hasta hace poco dominado por contenedores oxidados y ferry lines humeantes, hoy se parece a una postal de aspiración barcelonesa: palmeras, lámparas minimalistas, ciclovías, señalética sin errores tipográficos.
Pero lo que late por debajo es otra cosa. Porque en esta marina sin barcos pesqueros y con precios inmobiliarios más cerca de Dubái que de Derb el Baroud, uno se pregunta: ¿quién está invitado a esta fiesta?
Belleza que desconfía de la historia
A nivel de diseño, Tanja Marina Bay funciona. Las proporciones respetan la silueta de la medina. Hay un cuidado en el paisaje, un equilibrio entre blanco cálido y verde discreto. El teleférico que conecta el puerto con el centro es un gesto de poesía urbana. Incluso el minimalismo tiene algo de contención elegante, rara vez vista en proyectos de esta escala.
Pero esa belleza —pulida, planificada, fotografiable— no dialoga con la ciudad que le da nombre. La medina sigue al fondo, encajada entre murallas y turistas. La parte nueva, Boukhalef, sigue desbordada. La Tánger que camina, que compra en souks, que huele a té rancio y ropa lavada al sol, no cabe en esta marina.
Este no es un lugar para perderse. Es un lugar para encontrarse con una versión controlada de uno mismo.
Entre la postal y el relato
Lo que Tanja Marina Bay entierra, más que construcciones, es una cierta manera de habitar la ciudad. En los años 50 y 60, Tánger era una anomalía geopolítica, sí, pero también emocional. Gente que no era de aquí —pero que tampoco era de ningún otro lado— encontraba en esta ciudad una especie de espacio-tiempo paralelo. Un no-lugar donde se podía fumar, escribir, callar, disolverse.
La nueva marina no quiere saber nada de eso. No hay grietas. No hay márgenes. No hay sombras. La ciudad se vuelve legible. Comprable. Instagrameable.
Y ese es el problema. Porque cuando una ciudad ya no permite ser malinterpretada, ya no tiene misterio. Solo marketing;Como en tantas otras ciudades —Lisboa, Atenas, Beirut, Marsella— el mar ha pasado de ser frontera a ser fachada. El litoral se vuelve moneda. Lo que antes olía a sardinas y salitre, hoy huele a perfume niche y protector solar.
Y eso, inevitablemente, desplaza. El riesgo aquí no es solo la gentrificación física (aunque también): es la gentrificación simbólica. Que Tánger deje de representar lo que fue —ciudad del entre, del mientras tanto, del margen fértil— para convertirse en otra estación en la ruta mediterránea del lujo anodino. Un lugar donde los hoteles boutique tienen bibliotecas, pero nadie las lee porque no saben que existen


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