El punto de partida es íntimo, pero el eco es colectivo. Paqué convierte su propia historia en un mapa de voces rotas que atraviesa el país de norte a sur, de conventos a colegios, de parroquias rurales a grandes catedrales. Lo hace sin victimismo y sin morbo, con la urgencia de quien sabe que el olvido también es una forma de violencia. En cada testimonio —un hombre que calló cuarenta años, una mujer que fue castigada por denunciar, un antiguo seminarista que aún busca la fe que perdió— se transparenta la misma herida: la traición de una institución que predicaba el amor mientras encubría el abuso.
España, según el informe del Defensor del Pueblo, acumula miles de denuncias por agresiones sexuales cometidas en contextos eclesiales. Es el país donde más casos documentados se han registrado en los últimos años, aunque la comparación internacional sea metodológicamente compleja. La magnitud de la cifra no se mide sólo en números, sino en la extensión del daño: familias destruidas, vocaciones truncadas, fe convertida en desconfianza. La base de datos de El País, que lleva años recopilando expedientes, sentencias y relatos, confirma un patrón que se repite con precisión siniestra: abusos cometidos en silencio, traslados de los agresores, archivos internos y un largo historial de impunidad.
El documental de Paqué irrumpe ahí, donde los informes se vuelven fríos y las cifras se diluyen en columnas estadísticas. Ella devuelve la voz a los cuerpos. Escucha lo que las instituciones callaron: las cartas que nadie respondió, las terapias interrumpidas por falta de apoyo, los recuerdos que todavía huelen a sacristía. Lo que emerge no es una colección de anécdotas, sino un espejo social: la radiografía de una nación que se declara laica, pero que aún rehuye juzgar a su Iglesia con el mismo rigor con que juzga a cualquier otra institución.
Los hallazgos oficiales del Defensor del Pueblo son contundentes: durante décadas, la jerarquía eclesiástica antepuso la protección del prestigio institucional a la defensa de los menores. Hubo traslados sistemáticos, procedimientos disciplinarios secretos y una ausencia casi total de cooperación con la justicia civil. A ello se suma un marco legal insuficiente: la mayoría de los delitos prescribieron, los autores murieron o fueron exonerados por falta de pruebas que la propia Iglesia ayudó a borrar. La consecuencia es un vacío: no sólo jurídico, sino moral.
Frente a ese vacío, Paqué propone otra forma de justicia: la de la palabra compartida. Su cámara recorre 20.000 kilómetros buscando eso que los tribunales no pueden otorgar del todo: el reconocimiento. En sus entrevistas, las víctimas se enfrentan no sólo a sus agresores, sino al país que no quiso escucharlas. Es, en cierto modo, un acto de desobediencia espiritual: hablar allí donde el confesionario exigía silencio.
Desde una perspectiva académica, el fenómeno exige una lectura estructural. Los abusos no se produjeron en el margen, sino en el centro de una cultura clerical construida sobre la autoridad masculina, la obediencia ciega y la ausencia de supervisión externa. Los mecanismos de encubrimiento —traslados, amenazas, pactos de confidencialidad— no fueron anomalías, sino procedimientos normalizados. Lo confirma la documentación judicial y periodística: cada caso revela una red de complicidades, una pedagogía del secreto.
En el plano comparado, España llega tarde. Irlanda, Francia, Alemania o Australia han desarrollado comisiones independientes y fondos de reparación que combinan justicia, memoria y prevención. Aquí, el proceso apenas empieza. El Parlamento ha abierto investigaciones y la Conferencia Episcopal ha pedido perdón, pero el perdón sin consecuencias es retórica. Faltan auditorías externas, fondos compensatorios y protocolos efectivos de prevención en escuelas y parroquias. Lo que sí abunda es la resistencia: la idea de que remover el pasado es atacar la fe. Paqué, con su documental, desmonta esa coartada. No se trata de destruir la Iglesia, sino de purificarla de sus propios fantasmas.
En términos sociales, Hermana Leonor actúa como catalizador de memoria. Obliga al espectador a asumir su parte de responsabilidad: la del ciudadano que no preguntó, la del periodista que no investigó, la del creyente que prefirió no saber. Cada testimonio filmado es una denuncia, pero también una pedagogía del coraje. Paqué convierte el dolor en método, el relato en herramienta política. Donde antes hubo vergüenza, ahora hay evidencia; donde hubo silencio, ahora hay archivo.
Las lecciones son claras. La reparación debe ser integral: judicial, psicológica, económica y simbólica. Las víctimas necesitan acompañamiento y garantías; la sociedad, educación afectiva y ética; la Iglesia, una reforma profunda que sustituya el dogma por la transparencia. Sin esas tres dimensiones —justicia, prevención y memoria—, los 20.000 kilómetros recorridos por Leonor Paqué se quedarán en un viaje circular, sin destino.
La pregunta final no es religiosa, sino cívica: ¿cuántas veces puede una sociedad oír los mismos testimonios sin transformarse? Hermana Leonor. 20.000 kilómetros de confesión no busca respuestas; exige que escuchemos. Lo que está en juego no es el pasado, sino la conciencia presente de un país que sólo será maduro cuando entienda que la fe no exime de la verdad, y que el silencio, por piadoso que parezca, también puede ser un crimen.









