
Las oposiciones a la carrera judicial y fiscal consisten principalmente en superar una serie de exámenes orales y escritos, centrados en la memorización literal de un temario amplio —que incluye Derecho Civil, Penal, Procesal, Constitucional, Administrativo, entre otros—. El proceso puede extenderse durante años y exige una dedicación casi exclusiva. Este modelo premia la capacidad memorística, la resistencia psicológica y la constancia, pero deja en segundo plano otras habilidades cruciales para el desempeño judicial moderno.
En consecuencia, los aspirantes que logran superar esta carrera de fondo suelen presentar un perfil técnico muy sólido desde el punto de vista del conocimiento jurídico, pero no necesariamente cuentan con experiencia práctica en la aplicación del derecho, ni con competencias como la empatía, la comunicación efectiva, la inteligencia emocional o la comprensión del contexto social y humano que rodea los conflictos legales.

En las últimas décadas, la sociedad española ha experimentado una transformación profunda en su visión sobre la justicia. El auge de los medios de comunicación, la digitalización de la información y la creciente conciencia sobre los derechos individuales y colectivos han elevado las expectativas de los ciudadanos respecto al papel de los jueces.
Hoy en día, no se espera únicamente que un juez “sepa Derecho”, sino que entienda el impacto humano de sus decisiones, actúe con sensibilidad social y sea capaz de comunicar con claridad y cercanía. Se valora, además, su capacidad para gestionar adecuadamente los tiempos procesales, entender la realidad plural y compleja del país y resolver los asuntos con un enfoque más pragmático que formalista.
En este contexto, surgen dudas razonables sobre si el modelo actual de oposiciones es el más adecuado para formar a los jueces que la sociedad necesita.
Otro problema asociado al modelo de oposiciones es su coste económico y personal. Preparar las oposiciones requiere, en la mayoría de los casos, el apoyo de una familia que pueda sostener económicamente al opositor durante varios años, así como el acceso a academias especializadas o preparadores personales. Este filtro socioeconómico limita la diversidad en el acceso a la carrera judicial y puede consolidar un perfil homogéneo, desconectado de la pluralidad de la sociedad española.
La falta de diversidad —no solo en términos de clase social, sino también de género, origen, experiencias vitales y profesionales— repercute en la sensibilidad del sistema judicial ante realidades distintas y en su capacidad para entender problemáticas específicas como la violencia de género, la discriminación estructural o las desigualdades territoriales.
Este debate no es nuevo, y algunos expertos y asociaciones judiciales llevan años reclamando una reforma del sistema de acceso a la judicatura. Una opción sería complementar las oposiciones tradicionales con pruebas prácticas, entrevistas personales, o incluso valorar experiencias profesionales previas en el ámbito jurídico o social.
Además, se podría revisar el temario para hacerlo más dinámico, actualizarlo en función de los retos contemporáneos (como la inteligencia artificial, el derecho ambiental o los derechos digitales) y fomentar metodologías que premien el razonamiento jurídico, la capacidad de mediación y la toma de decisiones responsables.
También sería importante garantizar una formación continua y una evaluación periódica de las competencias profesionales, una vez ingresados en la carrera, para asegurar que los jueces se mantengan al día con las demandas de una sociedad en constante evolución.
El desajuste entre el perfil técnico que fomentan las oposiciones a la carrera judicial y el perfil humano y social que la ciudadanía espera de sus jueces es una cuestión que merece un debate profundo y sin prejuicios. Garantizar la independencia judicial no debería estar reñido con la adaptación a los nuevos tiempos ni con la necesidad de formar a profesionales más cercanos, plurales y comprometidos con la realidad social del país.
Revisar el modelo de acceso no implica perder calidad ni rigor, sino reconocer que la justicia no es solo una cuestión de normas, sino también de personas. Y en esa tarea, España tiene todavía mucho camino por recorrer.
