
La gastronomía sefardí no es solo cocina; es resistencia, identidad y celebración. Nació en la península ibérica, se impregnó de la riqueza de Al-Ándalus, y tras la expulsión de 1492 se expandió hacia el norte de África, el Imperio Otomano y más allá. Su esencia es la prueba de que la comida, como la música o la lengua, nunca viaja sola: lleva consigo historias de mestizaje, nostalgia y adaptación.

Una cocina entre la memoria y el exilio
Los sefardíes —judíos hispánicos que vivieron durante siglos en Castilla, Aragón, Andalucía— convivieron en un mosaico cultural junto a musulmanes y cristianos. Aquella convivencia, aunque no siempre pacífica, dio lugar a un intercambio culinario fecundo. De los árabes heredaron el gusto por las especias, el uso del arroz, los almíbares, el aceite de oliva como pilar central. De la tradición judía se mantuvo la estricta ley kosher, que marcaba qué animales podían comerse, cómo debía sacrificarse la carne o cómo separar lácteos y carnes.
Cuando en 1492 los Reyes Católicos decretaron la expulsión, miles de familias sefardíes llevaron consigo lo que podía transportarse: su lengua ladina, sus canciones, y sobre todo, sus recetas. El pan trenzado de Shabat, las rosquillas de anís, el adafina —ese cocido sabatino que se preparaba lentamente desde el viernes para no encender fuego en sábado— cruzaron el Mediterráneo y echaron raíces en Marruecos, Túnez, Turquía, Grecia. Cada comunidad adaptó sus platos a los ingredientes locales: garbanzos en lugar de lentejas, dátiles en lugar de uvas pasas, cordero magrebí en lugar de cerdo ibérico. Y, sin embargo, el alma del plato seguía siendo la misma.
Interculturalidad en la mesa
Hoy hablar de cocina sefardí es hablar de interculturalidad. No es una gastronomía cerrada, sino un puente: entre España y el norte de África, entre la tradición judía y la herencia andalusí, entre lo religioso y lo popular. La cocina sefardí enseña que las culturas no se aíslan, se encuentran. El escabeche sefardí inspiró técnicas españolas; la repostería con miel, almendra y agua de azahar alimentó a musulmanes y cristianos por igual.
Esa interculturalidad se refleja en nuestras mesas actuales. Comer un cordero con especias y canela en Granada, un potaje de garbanzos con acelgas en Toledo o un bacalao en escabeche en Madrid es, sin saberlo, participar de esa historia compartida.
El eco de Al-Ándalus
Hablar de cocina sefardí es hablar de Al-Ándalus, porque en aquella Andalucía musulmana se mezclaban técnicas y sabores que aún hoy nos resultan familiares. ¿Qué sería de la repostería española sin el legado de mieles, almendras y agua de azahar? ¿Cómo imaginar nuestra cocina sin berenjenas, alcachofas o espinacas, introducidas y cultivadas con maestría en huertos andalusíes?
Los sefardíes tomaron prestado y también aportaron. La adafina es pariente directa del cocido madrileño. Lo mismo sucedió con el uso del escabeche: los judíos lo usaban para conservar pescado y carnes, y de ahí pasó al recetario español. Cada vez que saboreo un bacalao en escabeche o una berenjena rellena con miel de caña, siento ese diálogo silencioso entre Al-Ándalus y la diáspora sefardí.
Marruecos, tierra de acogida
En el norte de África, los sefardíes encontraron refugio. Tetuán, Larache, Fez o Tánger se llenaron de patios donde las mujeres preparaban platos que eran a la vez españoles y magrebíes. Allí nació la magia del mestizaje.
El cuscús sefardí, por ejemplo, no es idéntico al marroquí. En la mesa judía del Magreb se servía con garbanzos y calabaza, aderezado con pasas y canela. El pan hallah, trenzado, se horneaba con harina local pero conservaba la forma ritual de Shabat. Y los buñuelos de Hanukkah, fritos en aceite, recordaban a las frituras andalusíes que hoy llamamos pestiños.
En la literatura, el cine y la cultura pop
La comida sefardí también se coló en la literatura. En las páginas de escritores como Ángel Wagenstein o Eliette Abécassis, los banquetes sefardíes se convierten en memoria viva. María Rosa Menocal, en La ornamentación del mundo, recuerda cómo las cocinas de Al-Ándalus eran espacios de convivencia cultural.
En el cine, películas como Los girasoles ciegos o Espejo roto evocan la mesa sefardí como un lugar donde la tradición resiste. Incluso en series y documentales recientes —desde Sefarad hasta producciones gastronómicas de Netflix— aparecen referencias a esta cocina como herencia olvidada.
En la cultura pop, los buñuelos de Hanukkah y el pan hallah se han hecho virales en redes sociales de cocina. Chefs jóvenes reinterpretan el legado sefardí en versiones modernas: hummus con matices ibéricos, tapas con guiños al adafina, o cócteles aromatizados con agua de azahar. La interculturalidad se expresa hoy también en Instagram.
Ocho platos sefardíes imprescindibles:








En última instancia, la cocina sefardí no es solo un recetario ancestral sino una cartografía del exilio: un mapa de sabores que sobrevivieron al destierro y se transformaron sin perder su raíz. Cada plato —del boyo al tajine, del huevos haminados al baklava— encierra una memoria de resistencia, una manera de seguir perteneciendo allí donde la lengua, la fe o el territorio fueron arrancados. Su fuerza no reside únicamente en la mezcla de Oriente y Occidente, sino en la fidelidad a un gesto íntimo: el de cocinar como acto de transmisión, de consuelo y de identidad. La cocina sefardí, más que una herencia gastronómica, es un idioma sin patria que aún se pronuncia con las manos.