
Porque lo que empezó siendo un humilde espacio de tertulia para comentar Supervivientes (otra joya) acabó mutando, como cualquier mutación televisiva que se precie, en una tragicomedia griega con Belén Esteban como Antígona de Paracuellos.
Tras más de una década de insultos coreografiados, lágrimas convertidas en meme, exclusivas notorias y operaciones de estética espiritual retransmitidas como si fueran misas, Sálvame fue finalmente cancelado. El pueblo llano —léase: los ejecutivos de Mediaset— dijo basta. La telebasura necesitaba una pausa, un respiro, quizás un lifting. Pero como buen monstruo de Frankenstein televisivo, sus piezas siguieron vivas. Y se volvieron a juntar, inevitablemente.
El spin-off que nadie pidió (pero todos vimos): “Ni que fuéramos Shhh”
Y así, de las cenizas del plató de “Mila Ximénez” que después de ser desmantelado por Mediaset quedo extinto con el fuego redentor de una televisión más blanca, nació Ni que fuéramos Shhh. Más que un programa, se convirtió en una Ouija mediática que invocaba el alma perdida del formato original, pero esta vez desde la modestia (o el descaro) de un canal digital. Los mismos colaboradores, los mismos conflictos, y la misma sensación de que estábamos presenciando el apocalipsis cultural en HD con el innovador matiz de incorporar Youtube y Twitch como nuevos espacios de difusión. El tono era el mismo: una mezcla de reality sin guión, comedia involuntaria, y terapia de grupo con cámaras.
Sorprendentemente —o no— funcionó. Y lo que parecía un grito desesperado se convirtió en viral. David Valldeperas no se daba fácilmente por vencido.
“La familia de la tele”: el culebrón llega a la cadena generalista donde agoniza día tras día con una sangría de espectadores
Como si de una versión audiovisual de Los Serrano disuelta en ácido se tratase, el equipo (de la mano de la OSA producciones heredera de La Fábrica de la tele) renació en una cadena generalista bajo el nuevo y críptico nombre de La familia de la tele. Qué bonita metáfora: una familia. Porque eso es lo que eran, ¿verdad? Una familia disfuncional, emocionalmente desquiciada, pero unida por algo más poderoso que la sangre: el share. Nuevo mega plató, tres presentadores y el encorsetamiento de televisión española que ha terminado sofocando la furia de unos monstruos que ahora, son como gaticos desubicados en una protectora de animales de lujo, pero que les amordaza con la falsa sutileza que caracteriza a la televisión pública. Y lo más alucinante, contra todo pronóstico, esta vez la fórmula de Valldeperas, No Funcionó. O al menos hasta ahora debe seguir ajustándose, el problema que lo maravilloso de Sálvame era que no admitía ajustes, poseía una libertad televisiva cuya esquizofrenia exitosa le duró muchos años. Allí ya no se trataba de comentar la vida ajena, sino de poner la propia en el congelador de la exposición permanente. Se discutía sobre rupturas, herencias, liposucciones y enemistades legendarias como si fueran materias troncales del bachillerato emocional del siglo XXI. “La familia de la Tele” se ha convertido en el hijo tonto pijo de Sálvame y como tal, todos dudamos de su pedigrí. Pero hasta ahora, nadie se atreve a sacrificarlo, aún estando a los pies del cadalso.
Pero no todo es culpa del programa. Lo cierto es que Sálvame y su descendencia son solo el síntoma más visible —y escandaloso— de una enfermedad crónica: la prensa rosa en España. Un ecosistema en el que la privacidad es una excentricidad y donde los límites éticos se negocian en tertulias con anuncios de cremas rejuvenecedoras de fondo.
Durante años, la llamada prensa del corazón ha cultivado una maquinaria que convierte el drama humano en espectáculo, el dolor en contenido, y la vida de los famosos en una propiedad pública. A veces, con su consentimiento; otras, con una cámara oculta. Porque en este universo, el derecho a la intimidad es un lujo, y el morbo, un derecho constitucional.
Durante más de una década, Sálvame fue el Vaticano de la prensa rosa, el sanedrín de lo trivial. Ahí no se debatían ideas, se repartían traiciones con la naturalidad de quien ofrece pastel en un velorio. Y entre todos los apóstoles del caos, brillaban varias figuras eternas, pilares del esperpento mediático contemporáneo. A continuación os damos un breve perfil de todos ellos:

Jorge Javier, el Mesías que ignora a sus apóstoles
Jorge Javier no era solo el presentador. Era el pequeño mesías-director- dictador de una orquesta de la disonancia emocional más auténtica y televisiva. Capaz de citar a Proust y a Galdós a las 17:15, hablar con Pedro Sánchez a las 18:18 y acto seguido dar un discurso institucional en contra de Isabel Pantoja por culpa de una perrita: “¿Cree que hacía falta actuar con semejante desprecio hacia alguien? ¿Necesitaba humillar a alguien así?” El presentador le recuerda que no le regaló a su perrita, sino que fue el encargado de entregársela y aclara: “A mi perrita la quiero venga de donde venga ¿De dónde vengo yo? De trabajar, usted viene de la cárcel”, un lugar que cree “no le ha servido de nada”. El presentador se sintió utilizado, pero le dejó algo claro: “Una vez que no le sirvo me da una patada y me envía a la mierda, prefiero estar en la mierda que a su lado”. Luego hicieron las paces. Me he saltado los tiempos con lo anteriormente enunciado en aras de resumir ciertos méritos y darle gracia al asunto. La hemeroteca puede ajustar todos los términos. Lo más curioso es que Jorge Javier que se ha reconvertido hoy en día, en un Mesías mediático que ignora a sus apóstoles (bueno esto es una conjetura, porque presumimos que su sombra, aún es larga, algunos opinan que su influencia sigue vigente, entre bambalinas) sigue trabajando con entusiasmo en la Cadena de Enfrente causante por cierto, de la diáspora de Sálvame, causante de un despido masivo y del desmantelamiento del plató “Milá Ximénez”, su gran musa. Públicamente se notan pocos remordimientos de su parte. Cuestiones de contrato. Todo se resume a dinero. Aquí no estamos para juzgarle, no estamos para darle de su propia medicina. No estamos para eso. Dios nos aleje de esos términos.

Kiko Matamoros, el más inteligente de todos
Ex integrante del Eje del Mal: Dueño de una dicción perfecta, el más erudito de todos, el más sabio de todos, no se le escapa una porque es un tío inteligente que hace bien su trabajo, su trayectoria lo avala. Es ácido, sí, es crítico, sí, es incluso despiadado en ocasiones pero su argumentación brillante acaba justificándolo todo y cerrando el círculo de un colaborador imprescindible. Su presencia impone orden y desorden a partes iguales. Si Lydia llora, él se acerca con tono compasivo y acrecienta con voluntad sus lágrimas. Si Kiko Hernández brama, él arqueaba la ceja como quien observa un experimento sociológico. Kiko Matamoros es un erudito de la prensa del corazón y de la opinión libre de las ataduras políticamente correctas que tanto aburren hoy en día, es un señor cuya falta de pelo en la cabeza es sustentada y potenciada con una conexión neuronal eficiente, extensa y en plena forma.

Lydia Lozano: el drama eterno con coreografía propia
Lydia, la mujer que lloró más veces en directo que 1000 telenovelas de México, Brasil, Colombia, Chile, Argentina, Perú, Estados Unidos (principalmente cadenas de habla hispana como Telemundo), Venezuela, y también Turquía, juntas. Reportera, colaboradora, bailarina involuntaria (Chuminero), y mártir mediática de la mano de Albano y Manzanares. Sus fuentes no son su fuerte. Su vida ha sido un continuo acto de expiación televisiva. Cada exclusiva dudosa, cada desmentido en plató, cada “¡yo no miento!” ha cimentado su leyenda.
Ver llorar a Lydia ya no es noticia: es el fondo de armario emocional de este país. Su llanto no conmueve: tranquiliza. Es el metrónomo de la parrilla. Si Lydia no llora en una semana, el espectador se inquieta, como cuando no llueve en Galicia. Es una periodista de raza, solvente y sus fiestas particulares son muy sonadas. Sonadísimas.

Kiko Hernández: el hielo que arde
Si Jorge Javier era el Mesías que ignora a sus apóstoles, Kiko (ex del Eje del Mal) era el verdugo. Rígido, hierático, con una mirada que haría llorar a un ficus, Kiko convirtió la frialdad emocional en su firma. Su estilo: lanzar bombas sobre el pulpillo con tono monocorde e histriónico, como si fuera el portavoz de un sindicato de celadores del infierno mediático. Pero su verdadera hazaña fue construir un personaje completamente hermético (ahora se ha relajado) en un programa basado en desnudarse emocionalmente. Kiko no tenía familia en apariencia, ni amigos, ni flaquezas visibles. Tenía información. Y en Sálvame, la información era poder. O chantaje. Kiko, se convirtió en la esfinge del plató. El hombre que nunca ríe si no es por contrato. Ex gran hermano reconvertido en inquisidor de sofá. Su especialidad: disparar datos íntimos con mirada de notario del apocalipsis. Nunca llora, pero deja llorando. Nunca grita, pero sentencia. Kiko no discute: fulmina. Fue el que mejor que entendió el arte de convertir la información en amenaza, la complicidad en chantaje televisivo. Y sin embargo, tras su coraza de hielo, se intuye (o no) un alma sensible, probablemente escondida en una caja fuerte con código NDA.

Paz Padilla: la risa como bálsamo, la muerte como trending topic
La ex presentadora zen. La cómica reconvertida en chamana emocional. En un plató de fieras, Paz fue siempre la que intentó humanizar la selva. Entre insulto e insulto, introducía reflexiones sobre el duelo, la consciencia plena y la importancia de amar. Es decir: Paz en tiempos de Sálvame. También le encanta, sin despeinarse, poner en duda el poder las vacunas en tiempos de COVID.
Su salida del programa —por abrazar la espiritualidad en un ecosistema basado en el rencor— fue casi poética. Como si Buda intentara abrir una floristería en Mordor. Pero su huella siempre vuelve como vuelven los personajes que no pueden morir porque el público aún no ha asimilado su arco emocional. Ahora ostenta un título de coach del cual se enorgullece.

Chelo García-Cortés: el alma de una reportera atrapada en un sketch de Castelldefels que nadie ha visto hasta ahora
Chelo es otra cosa. Una especie de reliquia viviente del periodismo del corazón con ética de los noventa y apocado timing de los sesenta. Fue amiga intimísima de famosas, confidente de artistas, y —dicen— periodista alguna vez, no porque no tenga el título, sino que su servilismo es demasiado fehaciente, no es una periodista de raza, es una periodista común. En Sálvame, fue durante años la cuota de ternura inconsciente, la mezcla perfecta entre la ingenuidad y la falta de reflejos televisivos.
Mientras todos gritaban, Chelo preguntaba si tenía que irse en un hilo de voz que rompía su mínima participación. Mientras se gestaban traiciones, ella buscaba su micro perdido. Una figura tragicómica que siempre parecía estar llegando tarde a su propia humillación. Lo suyo fue una tragicomedia emocional: la colaboradora que nunca entendió del todo el programa en el que trabajaba. Tiene a su perra y a su mujer, son su consuelo.
Su mayor momento de gloria fue dejarse arrastrar —literalmente— en la playa por Isabel Pantoja en Supervivientes, en una escena que ya es patrimonio audiovisual nacional (Chelordomo). Ahí estaba todo lo que representa: lealtad sin cálculo, amor sin defensa, torpeza sin rencor, y poca sangre periodística.
Chelo habla poquito, no grita. No llora. No manipula (bueno aquí hay matices). Y por eso, en un mundo hecho de gritos, lágrimas y manipulaciones, se volvió entrañable. Y útil. Muy útil. Porque alguien tenía que hacer de víctima voluntaria en un universo donde todos querían ser verdugos. La trayectoria de Chelo avala su talento oculto.

Belén Esteban: la princesa del pueblo (Patrona) en la corte de los milagros cuya receta cuestionada, con una mayonesa cortada de su “Ensaladilla Rusa” hizo saltar por los aires el plató de Billavista
Belén Esteban es el único caso documentado de una frase (“Yo por mi hija MA-TO”) que derivó de una potente carrera televisiva de 20 años. Empezó como ex de Jesulín y acabó como símbolo nacional, patrimonio emocional, fenómeno sociológico y pesadilla de los lingüistas.
Su dicción desafía las leyes del castellano. Su lógica, la de la física cuántica. Y, sin embargo, hay algo en ella que conecta con un país entero. Belén no representa a la clase media: la encarna sin complejos, rompe cánones, es un fenómeno televisivo que debería estar en el plan de estudio de las mejores universidades. Lo digo sin ironía.
En Sálvame fue todo: madre coraje, mártir, gladiadora, víctima, y santa patrona del conflicto pasivo-agresivo cobrando una pasta, eso sí, ella ha sabido rentabilizar sus dotes como nadie, sin acritud. Tenía la capacidad de llorar, enfadarse, reconciliarse y vender una línea de gazpacho en el mismo bloque publicitario. Ahora en la “Familia de la Tele” se le ve callada, tristona, sin chispa. Apocada. Poco reconocible.
Y sin saber muy bien cómo, lo logró: conquistó la televisión sin talento escénico común , sin formación académica y sin filtros. Lo que para otros sería una condena, para ella fue trampolín. Porque Belén no necesitó fingir ser nadie más: ya encarnaba desde su banalidad inteligente a la España del siglo XXI. Carismática, contradictoria, visceral, rota por dentro y adicta a contarlo todo. Belén quiere irse de la “Familia de la Tele” porque según ella necesita más tiempo para ella, para Miguel y para su hija anónima. Yo siendo Belén confiaría en que los tiempos son otros y que, mejor es irse a tiempo, no es una deshonra irse a tiempo. “La Familia de la Tele” hace aguas por todos lados. Belén quiere irse.

María Patiño
Hay trayectorias televisivas que parecen carreras de galgos en busca de su recompensa exclusiva. La de María Patiño parece una huida hacia adelante con megáfono, perseguida por su propio personaje. Desde Sálvame hasta el naufragio sentimental de La Familia de la Tele, pasando por el delirio nostálgico-lowcost de Ni que fuéramos, la figura de María Patiño no ha evolucionado: ha entrado en combustión permanente.
En Sálvame, Patiño fue mucho más que una colaboradora: fue un estado emocional. No informaba: entraba en trance mediático. Vivía con el ceño fruncido (su vena fue muy comentada, luego según algunas fuentes se la operó), su tensa delgadez denotaba su hiperactividad periodística y la voz; siempre en una frecuencia que solo escuchan los galgos y los productores de realities. Tenía la extraña habilidad de convertir cualquier frase banal en tragedia nacional si la pronunciaba con lágrimas y exceso de elocuencia. Ella es experta en irse por las ramas si esas ramas la conducen a lucirse como gran profesional. Su función no era entender el conflicto, sino generar uno nuevo a base de conjeturas, interrupciones y un sentido del deber digno de una corresponsal de guerra.
Cuando Sálvame fue cancelado por “cansancio estructural de la cadena caradura de enfrente mamarracha y poco eficiente”. María vivió su caída como cuando se vivió la caída del Muro de Berlín, solo que con más botox y menos análisis geopolítico. Se despidió en directo, lloró con la intensidad de quien ha perdido una nación y salió por la puerta de atrás con el ego lleno de escombros.
Entonces, en un intento por resucitar lo irrecuperable, surgió Ni que fuéramos, un formato con estética de YouTube, plató minúsculo de academia de peluquería cerrada, y estructura argumental basada en la desesperación de colegas que comparten habitación en plena madurez. Allí, María volvió a ser María: periodista estridente, vehemente, convencida de que su intensidad es equivalente al contenido que le decía Valldeperas por el pinganillo.
Con La Familia de la Tele, el circo intentó convertirse en programa “generalista”. Pero lo único general fue el desinterés colectivo. Patiño, convertida ahora en una mezcla entre madrina sentimental y sargento emocional, intentaba liderar desde la trinchera. Pero ya no había guerra. Solo silencio, ecos del pasado y un share que haría llorar a un canal comarcal de Castilla-La Mancha.
La audiencia, en números miserables, respondió y sigue respondiendo con indiferencia. El país que la aplaudió durante una década ahora le cambió de canal sin remordimiento. María gritaba con convicción, pero ya nadie escuchaba. Porque ni las exclusivas, ni las lágrimas, ni los enfados coreografiados tienen sentido cuando el público ya no está mirando.
María Patiño no solo es una profesional del periodismo. Es también una superviviente de su propia caricatura, una estrella extinta que sigue brillando por puro reflejo. No entiende el final como una posibilidad, sino como una ofensa personal. Y en eso, hay que reconocerle algo: tiene más fe en la televisión que la televisión en ella.
Así es la televisión, una noria, una montaña rusa, un terremoto; quienes participen deber hacer acopio de un buen Kit de Supervivencia.