Ozzy Osbourne, nacido en 1948 en Aston, un suburbio obrero de Birmingham, Inglaterra, Ozzy creció en una familia numerosa, marcada por la pobreza y la rudeza del entorno fabril. Desde muy joven sufrió bullying, dificultades de aprendizaje y síntomas que hoy podrían inscribirse en algún espectro de inestabilidad mental no diagnosticada. De hecho, su famoso tartamudeo, sus arrebatos emocionales y su lenguaje corporal desconcertante serían luego parte de su atractivo escénico, pero nacieron del trauma de un chico atormentado, ajeno al mundo académico y abrumado por la rigidez de su entorno.
El salto a la fama de Ozzy Osbourne llegó en 1969, cuando formó Black Sabbath junto a Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward. La banda, lejos del colorido hippie dominante en la época, se desmarcó con una propuesta sombría, pesimista y abrasiva. El álbum Black Sabbath (1970) se considera el primer álbum en la historia del metal y punto de partida para la creación de dicho género musical, con su riff inaugural casi fúnebre, inauguró el heavy metal no como mero género musical, sino como experiencia estética y espiritual. Las letras hablaban de guerra, locura, alienación, religión, demonios y ciencia ficción distópica. Ozzy no componía muchas de ellas, pero las encarnaba con un dramatismo tan intenso que parecía canalizar directamente los males de la época.
A nivel emocional, su figura era paradójica. Mientras sobre el escenario era una especie de médium del horror —gritando, babeando, bailando con gestos demente—, en la intimidad vivía consumido por la ansiedad, la depresión y una insaciable necesidad de afecto y validación. Como muchos músicos de su generación, recurrió al alcohol y a las drogas no sólo por la presión de la fama, sino por una profunda herida de abandono emocional que arrastraba desde la infancia. En sus memorias, I Am Ozzy, confiesa intentos de suicidio, accesos de violencia autodestructiva y una persistente sensación de no pertenecer a ningún lugar.
Su expulsión de Black Sabbath en 1979, tras años de tensiones, fue tanto un derrumbe como una liberación. Lejos de desvanecerse, Ozzy renació como solista con Blizzard of Ozz (1980), un disco que conjugaba el virtuosismo neoclásico del joven guitarrista Randy Rhoads con la intensidad emocional y escénica del propio Osbourne. Canciones como Crazy Train o Mr. Crowley sintetizaban el delirio, la crítica social y el ocultismo con una teatralidad irresistible. Aquí empezó a consolidarse la leyenda mediática de Ozzy como un personaje excesivo, entre el bufón satánico y el profeta del fin del mundo.
Pero más allá de los titulares sensacionalistas, su música siguió explorando dimensiones emocionales poco transitadas por el metal convencional: la fragilidad, la pérdida, la culpa. Tras la muerte de Rhoads en 1982, Ozzy cayó en una espiral aún más profunda de adicciones y episodios psicóticos. Fue arrestado por violencia doméstica, internado en clínicas psiquiátricas y convertido en objeto de burla por la prensa. Sin embargo, logró mantenerse relevante gracias a una autenticidad salvaje que lo volvía, en su caos, profundamente reconocible para millones de fans que también luchaban contra sus propios demonios.
En los años 2000, su figura cobró una dimensión inesperada con el reality The Osbournes, que lo mostraba en su mansión estadounidense rodeado de su esposa Sharon y sus hijos, balbuceando, tropezando, peleando con los perros. Lejos de arruinar su imagen, el programa lo humanizó. Era, a sus 50 años, un anciano prematuro, perdido en la modernidad, pero aún vivo, aún necesitado de amor. Se convirtió en un icono involuntario de la decadencia amable, el payaso triste que había sobrevivido a todos sus contemporáneos sin perder la capacidad de conmover.
En sus últimos años, marcado por el Parkinson, múltiples cirugías y una movilidad reducida, Ozzy se convirtió en una especie de fantasma rockero: aparecía ocasionalmente en entrevistas, hacía alguna colaboración puntual (como con Post Malone en 2019), pero ya parecía vivir en una dimensión espectral, entre el mito y el recuerdo. Su último disco, Patient Number 9 (2022), fue una carta de despedida: un lamento lúcido y desgarrador, con ecos del enfermo terminal que aún quiere cantar, aún quiere decir algo aunque la muerte ya le acaricie la nuca.
Ozzy Osbourne no fue simplemente una figura musical. Fue una entidad emocional, una grieta en la cultura pop que permitió asomarse a la angustia, el delirio, la fe y el absurdo. Fue el niño golpeado que gritó tan fuerte que el mundo entero escuchó. Fue el drogadicto que se convirtió en símbolo familiar, el bufón apocalíptico que lloraba entre bastidores. Su muerte no silencia su voz: la amplifica. Porque Ozzy fue siempre eso, una voz. No necesariamente una voz bonita, pero sí una voz urgente, ineludible, como el grito de alguien que no quiere morir solo.
Con su partida, se va también una manera de sentir la música como exorcismo, como catarsis colectiva. En un mundo cada vez más pulido, más artificial, más filtrado, Ozzy fue la impureza que resistía, el estallido que recordaba que la belleza también puede nacer del caos. Y por eso, aunque hoy el cuerpo de Ozzy Osbourne descanse en la tierra, su sombra —rugiente, temblorosa, temida y amada— sigue sobre nosotros. Como un trueno que no cesa. Como un eco de lo que aún duele. Como una risa desde el infierno.
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