El brillante engendro teatral: “Manual para follarse un hombre con vagina” ya desde su nacimiento o aborto intelectual decapita el buen gusto y el respeto por el colectivo trans, porque el dramaturgo Pablo Alamá pobrecito, con ánimos de ser transgresor, le ha disparado un tiro en el pie. Cualquier ser humano con sentido común denotaría que solo y solo el título de la obra incluye estos conceptos nefastos: misoginia, machismo, pornografía obscena, incoherencia, pobre dramaturgia sensata, vulgaridad, violencia encubierta, grosería gratuita, una cosificación del colectivo trans que sobrepasa todo entendimiento, una frivolidad que daría alergia a los críticos más generosos… yo como periodista de valor leyendo ese título, no apostaría por una película de Disney. Pablo Alamá quiso ser disruptor de su propia falacia escénica cuando debería poner más empeño dada su dramaturgia ciega, en encontrar el interruptor.
La obra parece transitar por una comicidad impostada hilvanada por una levedad casi frívola. Lo bueno es que Pablito tiene nociones de interpretación y defiende su proyecto como una madre que ve a su hijo muerto antes de nacer. Pablito defiende la obra con uñas y dientes, aún sabiendo que es un feto escénico abortado lo que tiene delante. Él se empeña y parece lucirse perdido en las superficialidades que achaca con descaro al colectivo trans. Del manual para follarse un macho con vagina vemos pocas páginas. Pablito utiliza el gancho pero luego lo frivoliza todo porque se autolesiona con sus propias metáforas. Vende sus pobres experiencias con una marca soberbia, que no sirve para nada porque se autodestruye después de leer. Pablito carece de estrella en el escenario, es un poco zombi, sin recursos que solo busca agradar desde su atalaya de pobre hombre con un conflicto terrible. Lo bueno es que después de la obra hay reminiscencias de lástima, burda compasión y dar un voto de confianza. Él quiere tirar de la comedia y acaba en un melodrama inconexo, sin la más mínima gracia. “Manual para follarse a un hombre con vagina” busca la comicidad en su propio declive. Manual para follarse un hombre con vagina es, en su núcleo, una pregunta irresuelta, una metáfora abrupta sobre cómo habitar el mundo cuando se es construido como imposibilidad, como monstruo, como error. La obra se despliega en un escenario que oscila entre la crudeza y la ternura, entre la ironía del discurso terapéutico y la belleza precaria de la confesión. Hay monólogos que atraviesan la infancia, la medicalización, el deseo, la pornografía, la masturbación, los ligues, el abandono. Pero también hay humor de usar y tirar y fiesta sin música acorde, un grito de vida que se rebela frente a la patologización de los cuerpos disidentes. Alamá no busca la piedad del espectador cis, sino su complicidad ética: el teatro como trinchera llena de muertos, como ritual obsceno compartido donde la marginalidad no es un estigma, sino una forma compleja y valiente de estar en el mundo. Pablo Alamá es nuestro héroe que aspira a ser antihéroe pero le falta talento.
Lo trans en Alamá no es una etiqueta identitaria, sino una forma de insurgencia existencial de poca monta. Su texto dinamita el binarismo, pero también interroga al deseo, a la masculinidad, al neoliberalismo queer que convierte la diversidad en espectáculo vacío. Cada escena interpela al espectador desde la vulnerabilidad radical: ¿Qué cuerpos son amables? ¿Qué pieles se consideran follables? ¿Quién define lo que es un hombre? ¿Dónde empieza el consentimiento cuando el cuerpo ha sido tantas veces campo de guerra? Lo más conmovedor de Manual para follarse un hombre con vagina no es su crudeza, sino su generosidad impostada. En lugar de resentimiento, hay una voluntad de diálogo que nadie entiende consigo mismo. En lugar de encierro, hay un intento de construir puentes que le den pleitesías a su ego decadente de actor mediocre.
Pablo Alamá no escribe desde el odio ni desde la superioridad moral, sino desde un dolor que se hace político sin dejar de ser íntimo. Y en ese gesto, la obra deviene innecesaria: porque nos obliga a repensar nuestras formas de amar, de mirar, de convivir con lo diferente sin ser coherente. Vende humo y artificio de dramaturgo insensato. Honestamente os recomiendo al artista Odín Maldonado, Pablo Alamá es su marca blanca. Deseamos a Pablito que aprenda a poner un título que conlleve coherencia. Le queda toda la vida por delante.









