Del Val, en su gesto de humildad performativa, ha querido reconciliar lo comercial con lo literario, afirmando que calidad y mercado no son enemigos. Es un pensamiento razonable, incluso loable, si no fuera porque la frontera entre ambos ha sido arrasada por la misma maquinaria que convierte cualquier libro en un producto biodegradable, de consumo inmediato y olvido veloz. En su defensa, el autor sostiene que “se escribe para la gente, no para una élite intelectual”. Pero ¿qué “gente” es esa? ¿La que mide el valor de una novela por los minutos que tarda en leerse entre stories de Instagram? ¿O la que confunde el entretenimiento con una forma de emancipación espiritual?
El discurso del escritor triunfante, en tiempos de algoritmos y festivales patrocinados, ya no es el del visionario que ilumina los pliegues de la conciencia, sino el del vendedor de emociones preformateadas. Su propósito no es incomodar, sino gustar. No es pensar, sino confirmar. Del Val lo entiende bien: la industria premia la neutralidad disfrazada de cercanía. Su “no pretendo dar ningún mensaje” suena a díscolo necesario que frivoliza el verdadero sentido de la literatura. El mandamiento del escritor posmoderno es simple: haz que te lean, aunque nadie te recuerde.
Vera, una historia de amor —nombre anodino, promesa de romanticismo reciclado— llega así al altar de los Planeta, esa liturgia donde la literatura se rinde ante el espectáculo. En la gala, entre vestidos de lentejuelas y copas de champán, los aplausos suenan como si asistieran al lanzamiento de un nuevo modelo de automóvil. Nadie habla de estilo, de ritmo, de sintaxis: esas antiguallas pertenecen al siglo en que los libros se escribían para durar. Hoy se escribe para circular, para ser fotografiado, para ocupar un escaparate durante tres meses y luego ceder su lugar a la próxima “gran novela del año”.
El triunfo de Del Val simboliza el relevo generacional del pensamiento por la opinión, del ensayo por la tertulia, del riesgo por el confort. Su figura es perfecta para el ecosistema mediático: un hombre que puede discutir de política por la mañana, vender libros por la tarde y hablar de amor por la noche sin despeinarse ni un adjetivo. Representa la mutación del escritor en influencer, del novelista en contenido. Su “literatura de la gente” es la democratización del vacío: todos pueden acceder a ella porque nada exige, nada duele, nada hiere. La literatura low cost, no nos gusta, señor De Val.
Sin embargo, hay una inteligencia irónica en su sinceridad. Decir que no pretende dar un mensaje es, sin quererlo, dar el mensaje más brutal posible: la literatura ya no necesita sentido para tener éxito. Basta con entretener. La palabra “entretenimiento”, que alguna vez significó alivio o distracción, hoy designa el nuevo opio cultural, la anestesia de la duda. Y Del Val, como buen artesano del espectáculo, conoce las dosis exactas de superficialidad que necesita el mercado para sentirse culto sin peligro.
En el fondo, el Premio Planeta siempre ha sido un espejo de las pulsiones del país: un termómetro que mide nuestra relación con la lectura y con la idea misma de cultura. En otros tiempos coronó a narradores que buscaban iluminar la oscuridad moral del ser humano. Hoy premia al que mejor domina la retórica de la autopromoción. Y eso también tiene su mérito: escribir sin propósito en un mundo que agoniza de propósito es una hazaña contemporánea. El nihilismo ha encontrado su género literario: la novela amable.
Hay algo casi heroico en la candidez con que Del Val defiende su inocencia estética. Mientras los viejos escritores discutían sobre la función social del arte, él proclama, con la sonrisa de quien firma un autógrafo, que lo suyo es hacer pasar un buen rato. El problema no es su honestidad, sino el sistema que la convierte en virtud. Cuando el entretenimiento sustituye a la reflexión, la literatura se convierte en spa del pensamiento: un lugar donde todo es confortable, templado y aromático, pero donde nadie sale transformado.
El público aplaude porque se reconoce en esa comodidad. Ya no quiere maestros, sino acompañantes; no quiere preguntas, sino finales felices. La novela de Del Val triunfa porque no desafía al lector, sino que le acaricia el ego. En un mundo saturado de conflicto, leer sin pensar es la nueva forma de descanso. Y así, la literatura, que nació para interrogar a los dioses, acaba sirviendo café descafeinado en las terrazas del mercado editorial.
Quizá Vera, una historia de amor sea, sin proponérselo, el retrato más exacto de nuestro tiempo: una obra sin mensaje que revela, precisamente por su vacío, la enfermedad de una sociedad que ya no busca verdad, sino entretenimiento. Su éxito es el síntoma, no la causa. Juan del Val no es el enemigo: es el espejo. Y el reflejo que devuelve es incómodo, porque muestra a una cultura que ha cambiado el hambre de sentido por la dieta blanda del trending topic.
Mientras tanto, los viejos fantasmas de la literatura —la culpa, la duda, la belleza, la muerte— observan desde su destierro cómo la palabra “amor” se convierte en eslogan, cómo la novela se maquilla de entretenimiento y cómo el escritor se viste de personaje. Tal vez el verdadero acto de rebeldía, hoy, no sea escribir para la gente, sino escribir contra la complacencia de la gente. Pero eso, claro, no vende tantos ejemplares.