La historia arranca con un gesto aparentemente sencillo: un padre, interpretado con hondura por Sergi López, y su hijo, encarnado con fragilidad y fuerza por Bruno Núñez, se lanzan en busca de Mar, hija y hermana desaparecida durante una rave perdida en las montañas del sur marroquí. Pero esa búsqueda, que podría haber quedado en una trama de desaparición convencional, se convierte en un recorrido interior, en un puente suspendido sobre el abismo de lo ausente, donde cada paso avanza en la arena y en la conciencia a la vez.
Lo primero que golpea al espectador es la textura visual. Sirāt ha sido rodada en celuloide de 16 mm, la película respira un grano áspero, orgánico, que parece atrapar la luz y devolverla transformada. El paisaje se convierte en un personaje vivo: los páramos aragoneses, despojados y secos, se prolongan en los desiertos marroquíes como una prolongación natural del vacío que sienten los protagonistas. No es un decorado, sino una fuerza que erosiona, que presiona, que purifica.
Ese poder visual se intensifica gracias a la música. Las composiciones electrónicas de Kangding Ray no son acompañamiento, sino columna vertebral de la narración al fusionar música techno y canciones árabes tradicionales. Los ritmos repetitivos, las pulsaciones que se expanden, los silencios que se intercalan construyen un ambiente hipnótico, donde la rave no es solo un evento festivo, sino un espacio de trance colectivo, casi ritual, que confronta al padre con la dimensión caótica de lo que no controla.
En medio de ese viaje, la interpretación de Sergi López sostiene la película en su dimensión humana. Su personaje es un hombre curtido, desgastado, que oscila entre la obstinación y la vulnerabilidad. Su mirada, más que sus palabras, transmite el peso de la búsqueda y el miedo a la pérdida definitiva. Bruno Núñez, en cambio, encarna el contrapunto de inocencia y desconcierto, un adolescente que observa cómo la figura paterna se deshace en el intento de encontrar lo irrecuperable. La relación entre ambos se convierte en un espejo de tensiones y silencios que son, al final, el corazón de la película.
Uno de los grandes logros de Sirāt es la alternancia de intensidades. Laxe consigue saltar de escenas de estruendo —luces estroboscópicas, música ensordecedora, cuerpos entregados al frenesí— a momentos de quietud absoluta en los que el viento, la arena y el calor se imponen como únicas presencias. Esa dialéctica entre exceso y vacío, entre ruido y silencio, define el pulso narrativo y atrapa al espectador en un estado de alerta constante.
El guion de Laxe y Fillol rehúye lo evidente. No busca cerrar con soluciones ni entregar respuestas fáciles. La hija ausente permanece como un vacío que no se llena, como símbolo de todo lo que escapa a la voluntad del padre. La trama se expone más como un viaje de confrontación que como un relato de resolución. El espectador debe habitar ese hueco, aceptar la incertidumbre, convivir con lo irresuelto.
Premiada con el reconocimiento del Jurado en Cannes en 2025, Sirāt se erige como una de las apuestas más audaces del cine español reciente. Su selección para representar a España en los Oscar de 2026 confirma el impacto de una obra que no teme ser exigente, que desafía tanto al espectador como a la industria al colocar la experiencia sensorial y espiritual en el centro del relato.
No es una película complaciente. En ciertos momentos, la insistencia en el trance puede resultar excesiva, las transiciones entre lo físico y lo metafísico se alargan hasta bordear la saturación. Pero esa misma obstinación forma parte de su identidad: Sirāt se concibe como un puente afilado, incómodo, que obliga a caminar con cuidado y a sentir vértigo en cada paso.
Al final, lo que queda es la impresión de haber atravesado un territorio hostil y necesario. Un territorio donde el desierto no es metáfora, sino herida abierta; donde la música no acompaña, sino que arrastra; donde la búsqueda no encuentra, pero transforma.
Óliver Laxe ha construido con Sirāt un cine de frontera, un cine que se mueve entre lo íntimo y lo colectivo, lo sensorial y lo espiritual, lo devastador y lo revelador. Un cine que, como el puente al que alude su título, se sostiene en lo imposible: caminar sobre el filo de lo perdido y descubrir que, en esa travesía, lo que realmente buscamos es el eco de lo que aún somos capaces de sentir.









