
España permite desde 2009 el ingreso de personas transexuales al Ejército, tras la aprobación de una reforma del Reglamento de Cuadro Médico de Exclusiones para el ingreso en las Fuerzas Armadas. Esta modificación eliminó la transexualidad de las causas médicas de exclusión, equiparándola al resto de condiciones personales que no interfieren con la capacidad operativa del individuo. Fue un paso crucial que abrió formalmente la puerta a las personas trans, aunque sin una legislación específica de protección dentro del entorno militar.
El caso de Alba, una mujer trans que ingresó en 2017 en el Ejército del Aire como soldado raso, fue un hito mediático. Su relato, recogido en distintos medios, muestra las dos caras de la moneda: la integración institucional por una parte —recibió apoyo de sus superiores durante su transición médica—, y la transfobia persistente por otra —comentarios despectivos, aislamiento y dudas permanentes sobre su “idoneidad” para tareas físicas o de liderazgo—. En un reportaje del diario El País, Alba confesaba que “la parte más dura no fue el entrenamiento, sino sentir que tenía que demostrar el doble cada día”.
La Ley Trans aprobada en España en 2023, que permite la autodeterminación de género a partir de los 16 años sin necesidad de diagnóstico médico o tratamiento hormonal, no incluyó un capítulo específico para las Fuerzas Armadas. Aunque en teoría se aplica a todos los ámbitos públicos, en la práctica los espacios castrenses siguen funcionando como enclaves cerrados, con reglamentos internos más rígidos y escasa formación en diversidad para mandos intermedios. La ausencia de protocolos específicos sobre el acompañamiento de personas trans en despliegues, vestuarios, unidades mixtas o tratamiento médico en misiones internacionales deja a los soldados trans en una situación de vulnerabilidad.
Estados Unidos: de Trump a Biden, vaivenes políticos y trincheras culturales
El caso estadounidense ha sido más turbulento, mostrando con crudeza cómo las vidas trans pueden ser instrumentalizadas como peones ideológicos. En 2016, durante el mandato de Barack Obama, el Pentágono anunció que permitiría por primera vez a personas trans servir abiertamente en el Ejército, reconociendo que “la identidad de género no afecta a la capacidad de servir con honor”. La medida, fruto de un informe del RAND Corporation que aseguraba que el impacto en los costes y operatividad sería “mínimo”, fue saludada como un paso histórico.
Sin embargo, en julio de 2017, el entonces presidente Donald Trump anunció —a través de Twitter— la prohibición del servicio de personas trans en las Fuerzas Armadas, argumentando “el enorme coste médico y los trastornos” que supuestamente generaban. Esta decisión, revertida parcialmente en 2018, afectó a miles de soldados ya incorporados, generó incertidumbre jurídica y fue objeto de múltiples demandas judiciales. Aunque algunas personas trans pudieron continuar en activo bajo un “grandfather clause” (cláusula de protección), el acceso de nuevos reclutas fue severamente restringido.
Con la llegada de Joe Biden en 2021, se restableció formalmente el derecho de las personas trans a servir abiertamente en el Ejército, incluyendo el acceso a tratamientos médicos de transición costeados por el sistema militar. La secretaria de prensa de la Casa Blanca, Jen Psaki, señaló entonces que “la identidad de género no debería ser una barrera para el servicio público”. Desde entonces, el Departamento de Defensa ha impulsado programas de sensibilización, modificaciones logísticas (como uniformes adaptados o vestuarios inclusivos), y canales internos para denunciar discriminación.
Un ejemplo emblemático es el de la sargento Shane Ortega, primer militar abiertamente trans en servir en combate (en Irak y Afganistán). Su activismo ha sido fundamental para visibilizar la discriminación cotidiana: evaluaciones médicas más estrictas, presión psicológica, dudas constantes sobre su autoridad como líder. “Puedo cargar un fusil, pilotar un helicóptero y hacer 80 flexiones. Pero lo que más me cuesta es que mis compañeros me vean como un igual”, declaró en una entrevista con The Guardian.
Comparación estructural: más allá de las leyes
Ambos países han avanzado en normativas inclusivas, pero enfrentan desafíos estructurales y culturales similares. Si en España el problema radica en la falta de protocolos específicos y una cultura militar que aún no asimila la diversidad de género, en EE.UU. el principal escollo ha sido la politización extrema del tema, con cambios abruptos según el signo ideológico del gobierno.
La cultura castrense, por naturaleza jerárquica y conservadora, tiende a construir la identidad militar sobre nociones rígidas de virilidad, sacrificio y cuerpo normativo. La irrupción de personas trans —cuyas identidades desafían el binarismo y los estereotipos— provoca tensiones profundas que no se resuelven solo con normativas progresistas. Por ejemplo, la cuestión de los espacios comunes (vestuarios, dormitorios) sigue siendo una fuente de conflicto. En EE.UU., ciertos estados como Texas han intentado imponer restricciones internas en las unidades de la Guardia Nacional, desafiando la autoridad federal.
Asimismo, la formación de mandos intermedios es clave. Mientras que en EE.UU. se han diseñado módulos obligatorios sobre identidad de género en las academias militares desde 2022, en España no existe aún una formación transversal en diversidad dentro del currículo militar.
La inserción de personas transexuales en las Fuerzas Armadas es más que un debate sobre derechos: es una interpelación al modelo mismo de ciudadanía, a la idea de qué cuerpos son dignos de defender un Estado, y de qué manera las instituciones reproducen —o combaten— la exclusión.
Tanto en España como en EE.UU., las leyes han avanzado más rápido que la cultura militar. Pero el solo hecho de que hoy una mujer trans pueda marchar en formación o un hombre trans pilote un dron en zona de combate es, en sí mismo, un acto revolucionario. Queda mucho por hacer, pero también mucho que celebrar. Porque cada soldado trans que sirve con dignidad desarma, en el fondo, los prejuicios más arraigados.