Desde el primer acorde, te advierte: esto no es “Malamente 2.0”. Si Motomami jugaba con palmas, reguetón y pujanza urbana, Berghain se lanza al vacío con una orquesta detrás de Rosalía en espacios claustrofóbicos e inusuales. La canción incluye a Björk (esa voz que siempre aparece en tus pesadillas auditivas más exquisitas) y arrastra en paralelo las alucinaciones estilísticas sensuales de Yves Tumor. Que haya violines es apenas el cebo más elegante.
La canción reclama su nombre con arrogancia: Berghain, templo del techno, lugar mítico e inabordable para muchos, pista de lo oculto, de lo estrujado. ¿Por qué bautizar así un tema orquestal, romántico y dramático? Porque Rosalía sabe que el contraste es donde se gatilla la emoción. Poner violines sobre un club de techno es como pintar santos cristianos encima de un grafiti urbano: conflicto estético en toda regla.
Luego está la capa de fantasía: Blancanieves aparece transmutada en una Rosalía urbana cuyos quehaceres domésticos parecen redimirla dentro de su estética del dolor y de la muerte predestinada. Animalitos, manzanas, sangre negra por los ojos del ciervo. Sí, como si Disney tomara ácido lisérgico y entrara en un túnel de espejos oscuros y voluptuosos dentro de reinvenciones metafóricas nunca antes vistas. La princesa no es pura, no es dulce, quizá es una diva que lava la ropa con su canto y declama discursos teológicos mientras plancha. Ese acto doméstico banal —que en el clip la ves hacer mientras resuena la orquesta— no es melancolía de ama de casa: es un acto simbólico, un gesto extremo de apropiación de la cotidianidad como episodio épico.
Hay una ironía fina: Rosalía nunca es víctima de su propio cuento. Ella atraviesa el espejo. Canta “yo sé muy bien lo que soy, ternura pa’l café, soy solo un terrón de azúcar.” Esa ternura aparente, ese terrón que se disuelve en café, nos recuerda que ella juega con lo dulce de una inocencia interrumpida y lo amargo de reconocer un entorno hostil. Y entonces surge: “I’ll fuck you till you love me” — frase brutal que remata la canción con un golpe de sexo adicto y contradicción romántica. No es romance al uso, es negociación dramática, pacto de dominación con un eco de redención.
¿Y Björk? Esa aparición no es mera colaboración de lujo: es trampolín simbólico. La voz islandesa dota al tema de una dimensión que excede lo puramente pop: lleva el canto hacia la liturgia, hacia lo sublime. No es un cameo: es un pacto de complicidad estética. Rosalía no se conforma con el escenario terrenal; invoca lo celestial armando universos con arquitectas del condescendiente caos vocal como Björk.
Ahora, hablemos del idioma: español, alemán e inglés entrelazados. Esa mezcla rompe fronteras lingüísticas, y no es afectación fácil. Canta en alemán versos iniciales (“Seine Angst ist meine Angst…”) para plantarse en el territorio del otro, y luego vuelve a lo suyo con furia. Esa oscilación de lenguas es un espejo: no sabes si estás cerca o lejos, si el puente cultural es afirmativo o desconcertante.
Pero —y esta es la salsa— Berghain no es una canción de “alma pura”. Es una transacción: de emociones, de fantasmas íntimos, de contradicciones. La “sombra del progreso” de Rosalía tiene ecos industriales: ese club berlinés, el techno oculto, el grafiti-sentido urbano que no abandonas aunque te pidan que te vistas de gala. Que ella nombre el club no es gratis: es provocación, es puente entre lo marginal y lo sublime, entre lo nocturno y lo sacro.
¿Es perfecto? No necesariamente. La ironía de todo esto es que mucha gente dirá “se pasó, muy barroco, muy intelectual para un hit”. Y tendrá razón, desde su propio universo pop. Pero Rosalía no vino a hacer hits estándares: vino a desafiar los contornos del hit. Y Berghain funciona como testigo de esa apuesta. No todos entrarán al club mental que construye en pocos minutos, pero quienes entren sabrán que atravesaron un pasillo de espejos y cuerdas tensas.
Quizá lo más poderoso es esto: ella no te deja descansar. Hasta que encuentras el terrón de azúcar, hasta que ves al ciervo sangrar, hasta que la canción te golpea y te cede su silencio final — ese punto donde no sabes si todo es catarsis o cálculo. En esa ambigüedad mora su poder.
Así que, mientras algunos me la critican por “excesiva”, yo digo: celebro que una estrella del pop decida coser un vestido de sinfonía en un club de techno. Que una princesa de cuento se lave la ropa exigente y cante deseos explícitos como plegarias. Que Rosalía convoque a Björk y coloque violines en la pista oscura del Berghain para recordarnos que la ternura puede ser un arma, y que el azúcar a veces pesa demasiado por su dulzura adictiva y abrasadora.
Bienvenida, Berghain. Hoy el club tiene sinfonía. Y nosotros, aunque sea de lejos, podemos bailar con ella dentro del espejo.









