
Navarro, cuya mirada se acerca más a la tradición figurativa del centro y norte de Europa que a la española, despliega un imaginario en el que lo real se entrelaza con lo onírico. Sus afinidades estéticas lo aproximan al belga Michaël Borremans, capaz de borrar la frontera entre vigilia y pesadilla, y al alemán Neo Rauch, heredero de un realismo mágico que mezcla historia y cotidianidad con ecos del muralismo mexicano y del realismo soviético. Esa filiación ha favorecido su proyección internacional: ha mostrado su obra en Alemania, Dinamarca, Reino Unido, Suiza, Japón, China o México, consolidándose como un creador con alcance global.
La exposición madrileña se articula en torno al grabado de Goya Modo de volar, en el que un hombre ensaya la posibilidad de volar con un artefacto precario, pero funcional. Ese intento imposible conecta con la voluntad de Navarro de devolver a la pintura figurativa su lugar en la institución. Él mismo lo define como “una figuración no convencional” que busca parecer nueva, generar atmósferas y expandir un medio que considera “definitivo”. En tiempos donde lo figurativo suele virar hacia lenguajes pop, digitales o vinculados a la estética del videojuego, su apuesta se ancla en lo clásico sin renunciar al desconcierto.

La técnica de Navarro bebe de la escuela española, con paletas reducidas y fondos intensos, pero siempre perturbados por elementos inesperados. Ha confesado que, de disponer de una máquina del tiempo, viajaría para ver a Velázquez pintar. También reconoce en Luis Berlanga un referente, por esa ironía cinematográfica en la que nunca se sabe hacia dónde se encamina la historia. Todo ello cristaliza en composiciones que combinan belleza, humor y una sombra melancólica.
En el Museo Lázaro Galdiano, el visitante encontrará escenas insólitas: galgos desmesurados corriendo bajo la luz crepuscular, disputas triviales por balones rojos, vuelos imposibles sobre aguas cristalinas. Las máscaras son otro de sus motivos recurrentes: divierten y perturban a la vez, pues al ocultar el rostro convierten la figura en símbolo universal. Su figuración se inscribe en la línea de la nueva pintura europea, pero ejecutada con la disciplina de la tradición española.
Como pieza central de la muestra se exhibe Lady Jetlag, una escultura en madera policromada y bronce que representa a una joven a punto de levitar. Fue concebida junto al diseñador de alta costura Marcos Luengo, responsable del vestido que cubre la figura, y dialoga directamente con el lienzo Si vuelo, mi reflejo se hunde, también presente en la exposición. El eje del vuelo, iniciado con la estampa goyesca, atraviesa de este modo todo el discurso curatorial, reforzado por la comisaria Begoña Torres.

La relación de Navarro con Goya es personal y temprana. Su madre, restauradora en el Museo del Prado, lo introdujo en ese universo cuando era un niño, mostrándole de cerca las obras del maestro aragonés. Allí germinó su deseo de ser pintor, aunque al terminar el instituto iniciara un camino diferente: comenzó a estudiar Matemáticas, disciplina que abandonó para dedicarse a su verdadera vocación y formarse en Bellas Artes. De ese cruce entre lo racional y lo artístico deriva quizás parte de su particular aproximación a la pintura.

La trayectoria de Íñigo Navarro se inauguró oficialmente en 2006 con una individual en la galería Irvine Contemporary de Washington. Desde entonces ha expuesto con constancia en ferias nacionales e internacionales, y en la actualidad colabora en España con la galería Ponce + Robles. La crítica ha sido generosa con su obra. Óscar Alonso Molina lo describe como un creador cuya pintura merece ser apreciada en vivo por la sabiduría que encierra, mientras que José Luis González lo considera un artista total, “más que pintor, poeta, músico y flautista de Hamelín”.
En Ayer pisó tu sombra un tigre se traza un puente entre la herencia pictórica del Siglo de Oro, las referencias contemporáneas a la literatura, la música, el cine y la filosofía, y una figuración que se resiste a perder vigor frente a las nuevas modas visuales. Navarro devuelve a la pintura su poder de extrañar y conmover, con obras que oscilan entre la ironía y lo sublime, entre la disciplina del oficio y la libertad de la ensoñación.
El Museo Lázaro Galdiano, con su colección y su historia, ofrece el marco perfecto para este alegato. Allí, durante casi dos meses, la pintura se reivindica como lenguaje vivo, capaz de tender un hilo entre Goya y los desafíos del presente, entre el peso de la tradición y la búsqueda incesante de un futuro para la figuración.
