
Entro en la casa de Paapu con la mochila a cuestas, procedente de la estación de autobuses. Acabo de llegar desde Bangkok. La dueña de este nuevo hogar me recibe con su natural simpatía y me acompaña hasta mi cuarto. El lugar muestra una decoración de agradable y acogedor estilo. Las vistas desde el balcón son despejadas y relajantes.

—No voy a alquilar más habitaciones que la tuya. Quiero dedicarme a promover los conciertos que organizo jueves y domingos abajo, en mi restaurante —me comenta.
—¿A qué hora empieza la música hoy?
—A las 19:30 —responde mi anfitriona.
—Entonces tengo tiempo para dar una vuelta por Chiang Mai. Nos vemos más tarde.


Cruzo un puente y accedo a la ciudad antigua. Caminando por sus calles, encuentro un templo tras otro. Todos son hermosos y están llenos de color. Contemplo budas dorados de enormes dimensiones y otros de cristal, más pequeños, en siete tonos diferentes que representan los días de la semana. Dragones, serpientes con múltiples cabezas o criaturas con varios ojos y bocas acompañan la fantasiosa decoración de estos lugares de culto.

Los monjes, envueltos en su indumentaria azafrán, permanecen centrados en sus oraciones. La mayoría no advierte mi presencia, merodeando cerca de ellos. Algunos ofrecen distendidas charlas a grupos de fieles que los escuchan con veneración. Un monje aprendiz de apenas ocho años, observa desde el umbral de acceso a la sala de rezo cómo dos recién casados entregan su ofrenda. Un voluntario me explica las bases de la meditación budista, que también puede realizarse andando.


—Los pies descalzos jamás sentirán lo mismo en cada uno de tus pasos. Todos ellos, por mucho que camines, son diferentes. Ninguno tendrá igual longitud, ni se ejecutará a idéntica velocidad, ni tu pie tocará el suelo siempre de una forma concreta… —me explica.

Ya de vuelta a casa, oigo la música y el barullo desde cierta distancia. Llego 45 minutos tarde. El bar de Paapu está repleto de gente procedente de diversos países. Hay bebidas y también un bufé preparado por la propia dueña del local por el que se paga la voluntad. Los músicos son buenos improvisadores. Dos saxos, un violín, el acordeón, varias guitarras, y hasta una flauta, van apareciendo en la casa y uniéndose al concierto. La cantante nos ofrece un animado repertorio que abarca desde canciones tailandesas hasta el pop internacional actual. El ambiente es inmejorable. Todos bailamos y aplaudimos.

Al día siguiente, junto a otro viajero, exploro los mercados nocturnos y entramos en un club en el que virtuosos transformistas ofrecen un espectáculo con admirable puesta en escena. Después, visitamos otros bares rebosantes de clientela internacional.
Mi última noche en la casa de Paapu coincide con otro recital. Esta vez, la estrella invitada es «Nok La Fiesta». La chica comienza su actuación con ritmos tranquilos, cantando acompañada de su guitarra. Poco a poco, se van sumando más músicos de manera espontánea y acaban interpretando temas españoles. De repente, una bailaora tailandesa surge de entre el público con su vestido negro, el pelo recogido con una flor roja y zapatos de flamenca. Improvisa un tablao empleando una mesa plegada que deposita sobre el suelo. Su taconeo encima de ella no acabará hasta que destroce las tablas por completo.

—Llevo doce años siendo profesora de baile español aquí, en Chiang Mai —me cuenta sin dejar de palmear—. Lo que me resulta más difícil es hacer entender a mis alumnos que deben sacar el «duende»; sobre todo, cuando carecen de él.
¿En serio?
2 comentarios en “ESPIRITUALIDAD Y FIESTA EN CHIANG MAI”
Jose y sus aventuras…adorable y envidiable a partes iguales
¡Gracias! Un abrazo.