

La serie, distribuida internacionalmente por Disney+ y producida por Hulu, evita el morbo del caso real para construir un relato de ecos góticos: una casa luminosa donde todo se oscurece con el paso del tiempo, una madre que confunde la protección con la paranoia, y una niña que tal vez no sea lo que dice ser. Pompeo, alejada del bisturí de Grey’s Anatomy, encarna a Kristine Barnett con una mezcla de control y desasosiego. A su lado, Mark Duplass interpreta a Michael, el marido que vacila entre la lealtad y la sospecha. Y en el centro, la presencia magnética de Imogen Faith Reid como Natalia: una criatura tan vulnerable como inquietante, tan humana como misteriosa.
El punto de partida parece sencillo: un matrimonio adopta a una niña huérfana y enferma. Pero lo que se abre es una grieta. La madre empieza a notar gestos, palabras, silencios que no cuadran. Cree ver signos de madurez, una inteligencia impropia para su edad, un peligro que nadie más percibe. De ahí surge la tormenta. Los Barnett acuden a médicos, psicólogos, tribunales. La edad de la niña se convierte en una incógnita legal. Y en ese proceso —de consultas, diagnósticos, documentos contradictorios— la compasión se evapora. El hogar se transforma en un campo de batalla donde la fe y la ciencia se enfrentan, y donde el amor parental se degrada en un laberinto de miedo.
La serie acierta al evitar el discurso unívoco. No hay héroes ni villanos absolutos. Hay perspectivas que se cruzan y se distorsionan, como si el relato estuviera visto a través de un espejo empañado. Cada capítulo adopta una mirada distinta: el de Natalia, el de los padres, el de los investigadores, el de los vecinos que observan desde la distancia. Esa multiplicidad de voces genera un efecto hipnótico, casi documental, pero sostenido por una tensión de ficción pura. El espectador se ve arrastrado a un territorio moral donde todo es posible y nada puede probarse del todo.
Pompeo construye a Kristine Barnett con una lucidez perturbadora. Su personaje no es el monstruo que los titulares podrían sugerir, sino una mujer que se aferra a la idea del bien hasta que la convierte en un arma. Duplass, en cambio, representa el escepticismo resignado, el hombre que asiste a la ruina doméstica con la sensación de que algo más grande —una mentira o una maldición— ha tomado el control. Y Reid, con su rostro ambiguo y su fragilidad tensa, dota a Natalia de una profundidad que desactiva cualquier juicio fácil. Su interpretación, contenida y feroz, sostiene la ambigüedad central de la serie: ¿es víctima o farsante, criatura o espectro?

La atmósfera que envuelve Good American Family oscila entre el drama judicial y el terror psicológico. Los espacios domésticos, filmados con una limpieza quirúrgica, se van volviendo claustrofóbicos; los juguetes, los cuadros, las luces del comedor adquieren un tono siniestro a medida que la confianza se desintegra. Cada plano parece anunciar que el sueño americano —la familia ideal, la caridad, la adopción como acto de amor— está construido sobre cimientos frágiles.
Pero más allá de su destreza visual, la serie plantea un dilema ético de fondo: ¿qué hace el miedo cuando se instala en el seno de la familia? ¿Hasta dónde puede llegar la mente humana para protegerse de aquello que no comprende? En el universo Barnett, la diferencia física y el trauma se convierten en catalizadores del horror cotidiano. La discapacidad de Natalia no es solo un dato médico, sino el espejo donde los adultos proyectan su propia incapacidad para amar sin condiciones.
Sin embargo, Good American Family no está exenta de riesgos narrativos. En algunos episodios, la tensión entre realidad y ficción se diluye: los hechos se reordenan, las emociones se amplifican, y el límite entre lo histórico y lo imaginado se vuelve difuso. Esa licencia dramática, aunque comprensible, puede provocar desconcierto. El espectador que busque fidelidad documental hallará más preguntas que certezas. Pero quizá sea esa la intención: reproducir el desconcierto de un caso donde ni la ciencia ni la ley lograron ponerse de acuerdo.
A ratos, la ambigüedad roza la manipulación. La serie juega con el suspense de forma tan eficaz que el espectador se siente culpable por dudar de la niña, pero también por creerle. La narrativa se pliega sobre sí misma, dejando un regusto de pesadilla moral: todos son víctimas, todos son culpables. Incluso el espectador.
En el desenlace, el juicio y las pruebas médicas intentan poner orden. Se determina, con documentos y análisis, una edad que debería aclarar el misterio. Pero la serie elige no ofrecer redención. Lo que queda es la huella del daño: una familia destruida, una niña convertida en símbolo, una sociedad fascinada por su propia crueldad. Esa falta de catarsis —ese vacío final— es uno de los mayores logros de la producción. No hay cierre posible cuando lo que está en juego es la fe en el prójimo.
El mayor mérito de Good American Family es no contentarse con el escándalo. Su fuerza radica en mostrar cómo la necesidad de encontrar culpables destruye la empatía, cómo el sistema legal y mediático devora a quienes debería proteger. En su mejor momento, la serie es una radiografía de la desconfianza contemporánea: un espejo donde el público se ve reflejado en su deseo de creer y en su miedo a ser engañado.
El resultado es una ficción tensa, bellamente interpretada y moralmente inquietante, que trasciende el caso de Natalia Grace para convertirse en parábola sobre la fragilidad del amor y la perversión del juicio. Cada episodio es una llamada de atención sobre los límites de la verdad y sobre el poder devastador del rumor cuando se disfraza de certeza.
Good American Family no ofrece consuelo, ni pretende hacerlo. Prefiere dejar al espectador frente al abismo de la duda, ese lugar donde la inocencia y la culpa se confunden, donde la familia —esa institución sagrada del imaginario americano— se revela como un terreno minado. En ese sentido, la serie no solo narra un caso real, sino que expone la herida de una época: la descomposición de la confianza, el espectáculo del dolor, la imposibilidad de distinguir entre la justicia y la crueldad.
Y ahí, en ese territorio incierto donde la verdad se vuelve ilegible, reside su grandeza. Porque Good American Family no busca resolver el misterio: busca que lo habitemos.