La gastronomía amazigh es parte de mi identidad y mi memoria porque su presencia en cultura catalana ha servido como crisol intercultural de nuevos sabores . En mi cocina, a veces el tiempo se curva. La vitrocerámica no chispea como el fuego de leña, ni las ollas de acero suenan igual que las de barro. Pero hay algo —en el silencio mientras sube el vapor del cuscús, en el ritmo lento del cuchillo sobre la zanahoria— que abre una grieta. Y por esa grieta, entra otra lengua, otro clima, otro recuerdo que no es del todo mío, pero tampoco me es ajeno. He aprendido a reconocer los sabores con el cuerpo antes que con las palabras.
Gastronomía Amazigh: Lo que no se dice
Hay gestos que se heredan sin saberlo. El modo en que envuelvo el pan caliente en un paño. Cómo rehogo la cebolla hasta que se vuelve dulce. La costumbre de preparar más comida de la que cabe en una mesa, por si llega alguien. Nunca me enseñaron estas cosas. Simplemente estaban ahí, flotando en la casa como la música de fondo de la infancia.
De un lado de mi historia: las baldosas hidráulicas, el mar tranquilo, la merienda de pan con chocolate.
Del otro: un puñado de aceitunas negras con hueso, la sombra del olivo, el aroma del tomillo silvestre que se cuela por la ropa.
No sabría decir en qué momento se encontraron. Tal vez nunca se separaron del todo.
Platos sin nombre
El primer bocado del cuscús siempre me hace cerrar los ojos.
No por nostalgia —o no solo por eso—, sino porque es una forma de escuchar. Hay voces escondidas en los granos de sémola, historias que se cuentan sin hablar. La paciencia de quien lo remueve durante horas. La decisión de qué verduras usar según la estación. La elección del lugar exacto donde partir la carne para que todos toquen lo mismo. No hay jerarquías en la fuente: solo comunidad.
El tajine, en cambio, es introspectivo. Se cuece solo, sin intervención. Requiere confianza. Hay que dejarlo ser. A veces pienso que por eso me conmueve tanto: porque me recuerda que no todo se controla. Que hay sabores que solo nacen si uno sabe esperar.
Y el pan… el pan no necesita elogios. Es lo primero y lo último. Se ofrece antes que el saludo. Se parte con la mano derecha. Nunca se deja en el suelo. Mi padre, sin decir palabra, lo envolvía con respeto, como si contuviera algo más que trigo. Y tal vez lo hacía.
Viajar sin salir de casa
Algunos domingos, mientras amaso o dejo cocer a fuego lento algo con cúrcuma y ajo, alguien me pregunta:
—¿Dónde aprendiste a cocinar así?
Nunca sé qué contestar.
Porque no lo aprendí, no del todo. Es como si lo hubiese ido recordando poco a poco. Como si las recetas vivieran en mí desde antes de haberlas probado.
La primera vez que visité el norte de Marruecos —no como turista, sino con los pies descalzos y la lengua torpe—, algo se ordenó. No fue una revelación. Más bien, un leve reconocimiento. Como encontrarse a una tía lejana en un lugar inesperado. Algo en la forma en que se cocinaba allí —sin medir, sin pesar, sin mirar el reloj— me resultaba inquietantemente familiar.
Era otro ritmo. Una cocina sin recetas escritas. Solo miradas, olores, silencios. Y sin embargo, todo el mundo sabía qué hacer.
Lo que permanece
No todo ha cambiado. A pesar del microondas, de las prisas, de los horarios partidos, hay algo en mí que insiste en cocinar como si fuera otra época. No por costumbre, sino por necesidad. Me gusta cortar los ingredientes sin ruido, ver cómo se ablandan, cómo se mezclan. Me gusta el momento en que la casa huele a algo que no sé nombrar, pero que reconozco.
La cocina, a veces, es el único lugar donde los fragmentos que me componen se sienten en paz. Donde no tengo que explicar de dónde soy ni justificar cómo suena mi apellido. Donde el mestizaje no es una pregunta, sino una sopa espesa, un puñado de almendras tostadas, un pan redondo envuelto en lino.
Hay días en los que no cocino. Días en los que el mundo pesa demasiado. Entonces abro un tarro de aceitunas negras, frío un huevo, mojo el pan en aceite y me siento frente a la ventana. Y en ese gesto, minúsculo, reconozco el hilo que me une a quienes vinieron antes. A los que cocinaban sin tener mucho, pero siempre con lo justo para compartir.
No pretendo preservar una tradición como quien guarda un objeto antiguo en una vitrina. Lo que intento es algo más sencillo, más íntimo: seguir cocinando con sentido. Con tierra en las manos. Con memoria en la lengua.
Quizás algún día, alguien me preguntará por qué mi cuscús lleva canela o por qué mi pan tiene forma redonda o por qué cocino tanto para tan poca gente. Y yo diré lo único que sé decir con certeza:
“Porque así me sabe a hogar.
Porque así redescubro mi identidad;; de quien soy y de quien fui. De quien siempre querré ser.
Porque así me soy.”
Ingredientes Fundamentales
A pesar de la diversidad geográfica, algunos ingredientes son comunes a casi todas las variantes regionales de la gastronomía bereber:
Cuscús
El cuscús es probablemente el símbolo más conocido de la cocina bereber. Hecho a base de sémola de trigo (aunque también puede ser de cebada o maíz), es cocido al vapor en una olla especial llamada keskes y suele acompañarse con verduras, legumbres y carne (cordero, pollo o cabra). A diferencia de las versiones comerciales modernas, el cuscús bereber tradicional es artesanal y puede llevar horas de preparación.
Aceite de oliva
Extraído en frío en molinos tradicionales, el aceite de oliva es una grasa esencial para cocinar, conservar alimentos o simplemente comer con pan. En muchas comunidades rurales, la producción de aceite sigue siendo una actividad familiar y comunal.
Hierbas y especias
A diferencia de otras cocinas magrebíes más influenciadas por el mundo árabe, la cocina amazigh utiliza especias de forma más sobria. Comúnmente se usan comino, cilantro, jengibre, pimentón y cúrcuma. El azafrán, aunque costoso, es muy valorado en algunas regiones montañosas de Marruecos.
Legumbres y cereales
Las lentejas, garbanzos, habas y guisantes secos son la base de muchas sopas y guisos. El pan bereber, hecho en hornos de barro o incluso en las brasas del fuego, suele ser de trigo integral o cebada, y tiene un sabor profundo y rústico.
Frutas secas y nueces
Dátiles, higos secos, almendras y nueces no solo se comen como postre, sino que también se incorporan a platos principales, aportando dulzor y textura.
Platos Emblemáticos de la Gastronomía Amazigh
Tajine bereber
Aunque el tajine es conocido en todo Marruecos, el tajine bereber tiene características propias. Se prepara en cazuelas de barro cocido con tapa cónica, que permite una cocción lenta y húmeda. El tajine bereber tradicional suele contener ingredientes básicos como patatas, zanahorias, cebolla, calabacín y carne, todo sazonado con hierbas silvestres y especias suaves.
Una variante interesante es el tajine de kefta (albóndigas) con huevo, o el de cordero con almendras y ciruelas pasas, que combina lo dulce y lo salado, una característica presente en varias cocinas del Magreb.
Aghroum (pan bereber)
Este pan plano, redondo y denso, puede hacerse en horno de barro o directamente sobre piedras calientes. Suele acompañarse con aceite de oliva, miel o mantequilla fermentada (smen), y es parte de casi todas las comidas.
Asfel (sopa de cebada o trigo)
Una sopa espesa que se cocina lentamente con cebada molida, verduras y a veces trozos de carne seca. Es común en los meses fríos en zonas montañosas como el Atlas marroquí.
Tighrifin o Rghaif (galletas o panes finos)
Panes finos o crepes bereberes que se comen con miel, aceite de oliva o rellenos salados. Son comunes en desayunos o meriendas.
Mechoui
En ocasiones especiales, se prepara el mechoui, un cordero entero asado lentamente en horno de tierra. Este plato festivo es símbolo de hospitalidad y se comparte en celebraciones comunitarias.
Técnicas de Conservación y Preparación Tradicional
Uno de los aspectos más notables de la cocina amazigh es su sabiduría en la conservación de alimentos usan el secado al sol en verduras, frutas, carne y pescado se deshidratan para alargar su vida útil.
Fermentación: mantequilla fermentada (smen) y productos lácteos como el leben (suero de leche) son formas de preservar los productos animales.
Salado: la carne seca salada, conocida como khlii, es una fuente de proteína durante los meses en que la caza o la ganadería no es suficiente.
Dimensión Espiritual y Cultural
La comida bereber no es solo alimento: es símbolo de identidad, tradición y espiritualidad. Muchas recetas se transmiten de generación en generación, especialmente por vía matriarcal. La preparación de los platos puede estar ligada a rituales, celebraciones agrícolas, nacimientos, bodas o funerales.
En zonas rurales, es común bendecir la comida antes de comer y dar gracias por los alimentos. También se practica el acto de compartir con los más necesitados, especialmente durante fiestas como el Yennayer (Año Nuevo Amazigh).
La Cocina Amazigh en la Actualidad
Con el auge del turismo en países como Marruecos y Argelia, la gastronomía amazigh ha ganado visibilidad internacional. Muchos viajeros buscan experiencias auténticas, como comer en una casa bereber, aprender a preparar cuscús tradicional o visitar mercados locales en pueblos del Atlas o del desierto.
Sin embargo, también hay desafíos: la globalización, el cambio climático y la migración rural están provocando la pérdida de saberes culinarios ancestrales. Aun así, existe un movimiento creciente de revalorización cultural y gastronómica, liderado tanto por comunidades locales como por chefs e investigadores.
La gastronomía bereber, o amazigh, es mucho más que una cocina regional: es un patrimonio cultural vivo que combina historia, ecología, comunidad y sabor. En un mundo cada vez más acelerado y globalizado, la cocina amazigh nos invita a volver a lo esencial: cocinar con lo que da la tierra, compartir con los demás y honrar las raíces que nos conectan con el pasado.
Recorrer sus sabores es adentrarse en un universo de sabiduría ancestral, donde cada plato es una historia y cada comida una celebración de la vida.
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1 comentario en “Gastronomía Amazigh (Bereber), retazos de tierra y azafrán”
Simplemente un magnífico modo de relatar lo grandioso que es la gastronomía simple , original y maravillosa