Por José M. Diéguez Millán.
El inicio del otoño es buena época para acercarse a esta tranquila población ubicada a orillas del Duero. Yo la conocí durante esa estación, aunque Zamora merece una visita en cualquier momento del año, sin duda.
Durante mi primer paseo por las calles Santa Clara y Balborraz, me sorprendió la presencia de numerosos edificios modernistas. Me encantan las coloridas fachadas con caprichosos detalles y formas curvas de esta tendencia arquitectónica. Recorrí la parte de la Ruta Europea del Modernismo que transcurre por este municipio, ilusionado con observar todas las casas catalogadas en ella. Las fincas art nouveau rodean también la vistosa y animada plaza de abastos alternando con otras, más recientes, que muestran sobrios miradores de madera.
Obviamente, encontraréis obras románicas: el Puente de Piedra, el Palacio de Doña Urraca, o los exteriores e interiores de muchas iglesias.
Sentado en el punto más alto de la ciudad vieja, junto a la catedral –en la que el románico marida con el estilo bizantino de sus singulares cúpulas–, contemplé la puesta de sol. La panorámica sobre el Duero que se domina desde aquí es más deliciosa aún bajo la luz crepuscular, y el crotoreo de las cigüeñas es su banda sonora perfecta.
El río fue el inicio de mi recorrido matutino el día siguiente. Tras pasar junto a un romántico juncal que abrigaba cinco barcas pintadas con vivos colores, encontré las Aceñas de Olivares. Estos tres molinos de agua que aprovechan la fuerza de la corriente para hacer girar sus ruedas, albergan exposiciones en su interior. En una de ellas, se exhibía una pequeña campana extraída del fondo del Duero, a su lado, la cartela narraba:
«Sucede la noche de San Juan.
Todas las campanas sumergidas en ríos, pantanos o lagos suenan y suenan.
Y aunque os reclamen, ¡cuidado!
No hay que acercarse.»
Crucé a la orilla opuesta donde me acogió una agradable chopera y, tras deambular bajo su refrescante sombra, me dirigí a la cercana playa fluvial que cuenta con un bar sobre la arena.
Toca un recorrido cultural. Ved los enormes tapices flamencos expuestos en la catedral. El museo de la ciudad, con piezas prerrománicas y visigodas únicas, también sorprende. Me acerqué a la coqueta fachada azul del Teatro Ramos Carrión con idea de asistir a alguna representación, pero se habían agotado las localidades; probad suerte vosotros, ya me contaréis. Visité la extensa colección de relojes de péndulo del Parador de Zamora. También encontré un muro cubierto de estrofas, canciones y versos escritos por poetas locales. Parad ahí. Disfrutad de esa selección de piezas que describen la ciudad, unas, o las penurias pasadas por un autor para componer su poema, otras. Buscad esa pared, cuya ubicación he olvidado. Buscadla y os deleitaréis, si no leyendo lo que sobre ella se muestra, recorriendo las callejas y plazoletas del casco antiguo hasta dar con ella.
Última caminata. Toca cenar. Recorred las zonas de Lobos, Herreros o Cervantes. Entrad en sus tascas. Tapead cada noche para poder degustar la mayor variedad posible de recetas y vinos locales (esta provincia acoge tres denominaciones de origen).
Yo probé las patatas mixtas, las mollejas, las croquetas de morcilla, los embutidos castellanoleoneses…
Mientras comía, me quedé absorto durante unos segundos mirando fijamente mi copa de tinto. Cuando regresé al mundo, vi reflejado en el vidrio un arroz zamorano.
Consumí a gusto esa última ración de mi ruta, y tragué el sorbo final de aquel buen caldo, despidiéndome así de la «Perla del Duero».
José M. Diéguez Millán es autor del libro ESTE
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