Por José M. Diéguez Millán.
Empapado en sudor, con la cara y los brazos manchados del polvo que se me ha ido adhiriendo durante el trayecto en coche sobre una pista de tierra, llego al hospedaje de Kasane, impactado aún por lo vivido durante el día de hoy. He cruzado el Zambeze pasando el puente de Kazungula, que hace de cuádruple frontera entre Namibia, Zimbabue, Zambia y Botsuana. Después, he caminado bajo el sol hasta encontrar un coche aparcado en el que dos solícitos jóvenes se han ofrecido a traerme hasta aquí.
Tras regatear el precio de la habitación con la responsable del alojamiento, esta me asigna mi cabaña. Me baño sentado dentro de una tina de latón sintiéndome como un explorador decimonónico.
Reconfortado y aseado, salgo a la puerta del aposento. Los nidos esféricos de unas bonitas aves amarillas y negras cuelgan al alcance de mi mano. Ellas entran, alimentan a su prole y salen sin miedo mientras las observo. Otro pajarillo verde duerme confiado, hecho una bola, sobre una rama que queda a la altura de mi pecho junto al camino hacia la salida. Ni se entera cuando me detengo a su lado para contemplarlo.
Pregunto a la encargada del hostal cómo llegar al pueblo. Su contestación me sorprende.
—¿No tienes un taxista de confianza?
—Mmmm… No, ¿es necesario? —replico extrañado.
—Aquí es importante tener el contacto de un conductor. Es peligroso caminar por la carretera a ciertas horas. Recuerda que estamos junto a la senda que los elefantes utilizan para ir a bañarse al río. Te voy a dar el teléfono de «Yellow Bone», es un chófer de fiar.
Así es: la gente local deja las carreteras desiertas antes de que empiece a ponerse el sol porque los elefantes pueden ser muy agresivos. Media hora antes del ocaso, veo organizarse grupos de cuatro personas esperando que algún conductor los lleve a sus hogares. A estas horas, los turistas están en los safaris o en sus hoteles y no viven esa sensación de riesgo. Durante el turno de noche, la fauna es la dueña de este país. No obstante, desplazarse en coche al centro del pueblo a plena luz del día es casi como hacer un safari: antílopes, mangostas, reptiles, etc., posan a ambos lados de la pista.
Los monos duermen sobre las ramas de los árboles; no han descansado en toda la noche con los rugidos de los leones. Entro en un bar ubicado junto al río a tomar un café. De repente, un facóquero hembra y sus dos crías atraviesan sosegadamente el local y lo abandonan por el extremo opuesto. Así es Botsuana. Desde este establecimiento, observo a los turistas tomar la mejor de sus capturas fotográficas con unos teleobjetivos descomunales. Yo, con mi teléfono móvil —como siempre— consigo fotografiar leones, elefantes, hipopótamos y demás animales sin problema desde el coche y también desde un barco que tomo para contemplar la puesta de sol.
Una breve parada en Francistown, ciudad creada en la época de máximo esplendor minero de Botsuana, me permite visitar una antigua cárcel en la que observo la diferencia entre las espaciosas celdas que fueron destinadas a delincuentes de raza blanca y las que acogieron a los presos locales (oscuras y diminutas).
Finalmente, llego a Gaborone. No hay más que una calle comercial en el centro. Aquí, un virtuoso cantante y guitarrista, tras percatarse de que le estoy grabando un vídeo, me dice:
—¡Eh! Hombre blanco, ¡veinte pula!
En realidad, me está pidiendo menos de 2€. Atardece, observo las vías del tren desde un puente. Pienso que ya es hora de irme de Botsuana.