Ryûsuke Hamaguchi es un director que se aleja de las estridencias y los golpes de efecto a la hora de mostrar sus historias. Su estilo es contemplativo y despacioso, masticando cada plano y en el caso de “El mal no existe” todo se inicia con un largo, larguísimo, por no decir eterno travelling contrapicado que nos permite ver el entorno como si estuviésemos en las copas de los árboles. El entorno natural las montañas de Nagano, reserva natural cercana a Tokio donde se rodó la película; se convierte de manera sutil en un nuevo personaje en la trama. Tras el fenómeno detrás de Drive My Car, que se alzó con el Óscar a mejor película internacional dos ediciones atrás, El mal no existe busca sorprender con una historia completamente diferente, aunque se mantenga cierto hieratismo por parte de los personajes y los diálogos sean también pocos. Takumi y su hija, Hana, viven en un pueblo cercano a Tokio popular por la calidad excelente de su agua. Es una población pequeña y tranquila que trata de mantener el equilibrio con la naturaleza con una cotidianidad sana y respetuosa. Sin embargo, va a irrumpir un cambio drástico en las montañas que va a poner esa convivencia en peligro: una empresa sin escrúpulos pretende construir un asentamiento de glamping (glamorous camping) en la zona.
El respeto a los habitantes y al entorno, empieza a resquebrajarse a merced de los intereses económicos de una empresa sin escrúpulos. En una reunión con los vecinos del pueblo, queda de manifiesto que el plan está lleno de inexactitudes y de posibles problemas: no cuenta con un proyecto viable para la depuración de sus aguas residuales, corre el riesgo de saturar la zona de turistas y no cuenta con un presupuesto suficiente como para asegurar la protección de los campistas ni de los residentes. Por su conocimiento de la zona y su especial interés en preservarla, Takumi es el elegido para guiar a los responsables a comprender la importancia de respetar el entorno y hacer que entren en razón introduciendo los cambios necesarios para hacer todo esto viable.
El cine japonés se presta a ser muy contemplativo, máxime en esta ocasión en el que los ciervos, los bosques y lagos tienen una presencia tan fascinante y conmovedora. También es objeto de interés de este tipo de cine dejar que el espectador piense mientras ve la película, de ahí que busque rebasar el tiempo habitual en que se suele mantener una secuencia. Hamaguchi pertenece a ese selecto club de directores que buscan retratar el tiempo real, haciéndonos partícipes del devenir temporal y haciendo que sea casi imposible no echarse una siesta en el cine. No roza el tedio: lo abraza y lo hace de forma muy consciente dado que además de guionista y director ejerce como montador dándole la mano a Jaime Rosales en Las horas del día. La fotografía de El mal no existe es, ciertos tramos, fascinante, respondiendo a ese ambiente bucólico y ajeno a todo mal que anticipa el título. Pero hay una transición sigilosa de lo bello a lo perturbador que se anuncia en la banda sonora de Eiko Ishibashi desde el comienzo del metraje. La película está protagonizada por Hitoshi Omika, Ryo Nishikawa, Ryuji Kosaka, Ayaka Shibutani y Hazuki Kikuchi. El gran regreso del que es uno de los más destacados cineastas japoneses del siglo XXI supone una sorpresa constante para al espectador con el imprevisible rumbo que toma su narrativa. A medida que avanza su metraje, El mal no existe se transforma en una misteriosa y envolvente obra que va mutando de tono y ritmo, de lo cálido a lo perturbador. Se trata de una conmovedora y bella, a la par que enigmática y sutil, parábola ecológica sobre nuestra destructiva y, a la vez, necesitada relación con el mundo natural que nos rodea.