Por José M. Diéguez Millán.
Al aproximarnos a Taveuni en barco, el verde va superando a los tonos índigo del océano. No puede caber una sola planta más en sus más de cuatrocientos kilómetros cuadrados. Caminar por la isla es pisar césped continuamente. Típicas casitas fiyianas salpican este reino insular de la vegetación y añaden otros llamativos colores: amarillo, violeta, anaranjado… Además, millones de flores, aves y mariposas hacen que no falte una sola tonalidad en semejante remanso de armonía. Los nativos, ataviados con ropa tradicional en la que predomina el rojo, añaden color y alegría al lugar con su eterna sonrisa y su saludo: Bula! (¡Hola!).
El origen volcánico del territorio hace que el color negro también esté presente, creando grandes contrastes entre el suelo de los caminos y la hierba que los rodea. El cielo es blanco y azul a partes iguales, pues siempre hay nubes dispersas que nos ciegan al mirarlas como si fueran nieve.
Exploramos el litoral. Arenas de nuevo blancas, aguas cuyo azul se confunde con el del cielo… y continúa el verde, luchando por ganarle terreno a la playa. También hay otra costa rocosa negra al sur de la isla. En esta, tierra y mar pelearon durante las erupciones volcánicas y originaron acantilados contra los que baten las olas provocando que salga agua disparada a gran presión entre las grietas de lo que fuera lava.
Nos alojamos en una casa familiar situada entre dos ríos. Dispone de ducha las veinticuatro horas del día bajo un tubo del que cae agua, directamente traída del arroyo, sin parar. Está fresca, pero no fría. Nos deleita la comida fiyiana a base de ñame, coco, pescado… También bebemos kava; brebaje que se consigue diluyendo la raíz triturada de una planta. Provoca un efecto relajante y sequedad de boca, en mi experiencia. Pero lo más auténtico de tomar kava es la ceremonia en sí: sentados en círculo alrededor de un enorme bol, ingerimos de un trago media cáscara de coco llena de esta infusión solamente si el dirigente del ritual nos la ofrece. La aceptamos aplaudiendo dos veces y, tras devolverla vacía, damos otras tres palmadas.
Vamos a hacer senderismo. Llegamos a una cascada con un lago a sus pies y nadamos. Volvemos a caminar. Otra catarata: otro baño. Seguimos trepando y un tercer salto de agua nos recibe. Hay más torrentes por toda la isla. Uno de ellos ha pulido un larguísimo tobogán sobre la roca por el que nos deslizamos a velocidades de vértigo.
Como curiosidad, el meridiano 180 pasa por el centro de esta ínsula aunque, oficialmente, la línea que separa un día de otro se trazó más al este por acuerdo internacional.
Si en la superficie nos ha sorprendido el colorido de Taveuni, no va a ser menos bajo sus aguas. A un kilómetro de la costa está el Rainbow Reef (Arrecife Arcoíris), mundialmente famoso. Pedimos a un pescador que nos acerque allí en su barca pagándole poco más que el combustible. Tras sumergir la cabeza, no podemos creer que lo que vemos sea real: corales enormes de formas poco comunes (incluso de cucurucho), peces con igual diversidad en tamaño, especies y colorido… ¿Estamos en otro planeta?
Abandonamos Taveuni en una pequeña avioneta. Nos pesan previamente al embarque para distribuir la carga de forma equilibrada. Mientras contemplamos los arrecifes a través de la ventanilla, pensamos que realmente hemos disfrutado de todas las maravillas que Fiyi ofrece.
José M. Diéguez Millán es autor del libro «ESTE»
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