El Salar de Uyuni me recibe complacido. Sabe bien que es bello y, con descarada vanidad, se exhibe despertando en cada uno de sus visitantes emociones que antes desconocían. Parece sonreírse. Mientras, el rostro del ingenuo viajero muestra un característico gesto bobalicón que confirma a este gigante blanco que ha conseguido su objetivo: sobrecogerlo. Sal y cielo se unen en un infinito matrimonio blanquiazul solo interrumpido por algunos espacios en los que el agua insiste en entrometerse. El salar sabe que me está preparando, predisponiéndome a ser más receptivo a las nuevas oportunidades de aprender que se avecinan.
La Isla del Sol, en medio del lago Titicaca, me encuentra ya listo para mostrarme el siguiente paso. A poca distancia del altar plantado frente a la cabeza del puma que la naturaleza decidió esculpir en una enorme roca, me esperan tres opciones. He de elegir una de ellas, que se convertirá en el camino que me llevará ante la fuente de la vida y de la juventud eternas.
Antes de entrar en el recinto en ruinas, hago una parada y observo, allá abajo, los tres islotes que delimitan un área triangular del lago en cuyo fondo permanece la ciudad inca sumergida que el mismísimo Jacques Cousteau estuvo buscando con sus batiscafos.
Una puerta incaica trapezoidal me da paso a un recinto con unos pequeños rectángulos en la pared de enfrente, a través de los que se ve el azul brillante y denso de las aguas. En el muro de la derecha, me esperan las tres opciones. Son un trío de puertas casi idénticas que, por medio de un camino sinuoso o laberíntico, me darán paso a la fuente. La más cercana es la del cóndor, que he de atravesar si mi aspiración en la vida es ser un líder. La entrada de en medio es la del puma, que es para quien quiere dedicarse a una existencia centrada en su trabajo, su hogar y su familia. Al fondo espera la puerta de la serpiente, para quien se vaya a dedicar al mundo espiritual o al chamanismo.
Recorro la chinkana (laberinto incaico), tras rebasar la puerta que he elegido. Me topo con curvas cerradas, aberturas en sus muros que siguen mostrándome el lago, arcos que me obligan a agacharme al atravesarlos y bifurcaciones que me hacen regresar sobre mis huellas para retomar el camino si he optado por la vía errónea. Imagino cómo debían deambular entre estos mismos muros, aún intactos, los antiguos incas en este centro de peregrinación al que accedían con sus pies desnudos.
El viaje me ha hecho superar las pruebas necesarias antes de declararme apto de cara al fin que el destino tiene preparado para mí. Llego a la Villa Imperial de Potosí con los ojos de mi mente bien abiertos, pues no deben dejar escapar la siguiente oportunidad de crecer, que está al acecho. Y así es: un encuentro inesperado me habla de un episodio de la historia de este lugar que consigue obsesionarme, que me posee y me impide dormir hasta que no termino de escribir un libro completo acerca de él. Durante el proceso, investigo, leo y repaso con gozo relatos y crónicas que describen momentos, vidas y sucesos acaecidos en esta Villa. Mientras paseo por ella, numerosos personajes intentan llamar mi atención desde las ventanas de los edificios que habitaron, los rincones por los que transitaron o incluso las plazas en las que fueron ejecutados, compitiendo unos con otros por obtener una mención en mis escritos… Y el Cerro Rico, que hoy ha amanecido plateado por efecto de la nieve, lee sin perder detalle cada palabra que tecleo, y la juzga.