Por Rubén Villalba.
—¿Ves esa foto de allí? Estoy con Don Juan Carlos. Teníamos mucha complicidad. Me solía llamar para estar al tanto de lo que ocurría en la calle. Era bastante cotilla.
—O sea, que los reyes también son cotillas.
—Necesitaba de una persona, más o menos amiga, que le diera cuenta de lo que acontecía: “¿Qué dicen de mí? ¿Qué pasa con fulano?”. Él me pasaba revista y yo le contaba hasta donde debía. Siempre he conocido mis límites.
Cayetana de Alba, otra de las retratadas en un abarrocado salón competencia del Paseo de la Fama, también solía llamarle a las seis de la mañana para interesarse por el sarao de la noche anterior: “La dama gustaba del cotilleo”. Y a él darlo: “No me ha costado ningún esfuerzo”. Jesús Mariñas (La Coruña, 1942) cubría hasta cinco actos diarios y, aun en el quinto sueño, estaba de guardia para atender a quienes le tenían por oráculo. Su teléfono ensombreció al de la Esperanza. Horas extras que nunca cobró.
—Si no hubiera disfrutado con lo que hacía, me habría pegado un tiro.
—¿Habría tenido valor?
—Habría sido más lógico en mí tomar cuatro pastillas, entre otras cosas, porque no tengo pistola.
Le habría hecho falta en un reino donde ha sido cronista del pueblo y confesor de la corte. Oficio que, como narra en su recién publicada autobiografía, Memorias desde el corazón (La Esfera de los Libros), casi le cuesta las piernas.
—Un día, saliendo de casa, se acercaron tres tíos y me golpearon por la espalda: “Esto, para que te sirva de aviso”. Venían de parte de Encarna Sánchez. A ella empezó a incomodarle lo que yo contaba y me amenazó con partirme las piernas.
—¿Ha sido el precio por saber demasiado?
—Yo siempre he contado lo que he vivido. No creo que haya sido mala persona, pero tampoco puedo sentirme responsable de nada. He sido respetado, temido y odiado a la vez. Quien conduce un coche a mucha velocidad corre riesgos, ¿no?
—¿Se metió en la boca del lobo sabiendo que era cordero?
—Nunca he tenido miedo. Quizá por inconsciencia, pero, si te acobardas, dejas de ser tú.
—¿Hay muchos lobos en la alfombra roja?
—Hay una serie de personajes, económica y socialmente bien posicionados, que manejan el cotarro e impiden que surja la verdad. Y no son uno ni dos. Hay docenas.
—¿Son los llamados “intocables”?
—Sí. Hay intocables, temibles y asustadores. Y ellos saben que lo son.
Se resiste a dar nombres. Sabe qué prenda soltar tras medio siglo desnudando a artistas en los camerinos, donde a los 14 años ya encandilaba con desparpajo a las que recalaban en los teatros de La Coruña. Así empezó a escribir sus crónicas, que con el tiempo se convertirían en el BOE de la España rosa.
—Es que tengo muy mala memoria para la memoria. Lo que vivo se me olvida enseguida. Es como si me pasara una goma de borrar por la cabeza. Y a otra cosa.
—¿También el puñetazo de Camilo José Cela?
—A la hora lo olvidé. Se ve que hice unos comentarios sobre Marina, su mujer, que no le gustaron. Me pegó en la cara, con el puño bien cerrado y al grito de hijo de puta. Lo admití como algo lógico.
—¿Forma parte del juego?
—El mundo del corazón aparentemente es muy divertido y el “juego” es una estrategia de quienes participamos, que nos bajamos los pantalones y nos prestamos a jugar, o sea, a putear.
—¿Y cómo putean?
—Ser puta es saber moverte con determinado tipo de personas y con gente experta en el engaño. Hay que tener putería para saber torearla. El mundo del corazón es una trampa constante y, si caes en ella, malament, como dicen los catalanes.
Algunos cayeron en Marbella, meca del famoseo patrio durante la era Gil, donde el tráfico de posados robados competía con el de influencias. Fue el cóctel que amenizó a una ciudad convertida durante años en feria nacional de vanidades.
—Marbella era un submundo terrible, lleno de compromisos, deslealtades e intereses. Había que aparentar ser duro para no caer en la tentación, que era el pan nuestro de cada día. Te surgían ofertas constantes: desde invitarte a un restaurante a mandarte un frasco de colonia. Eran chorradas, pero una forma de querer comprarte.
—¿Y se vendió?
—Nunca se atrevieron a comprarme. Quizá porque imponía. O porque sabían que los iba a mandar a la mierda.
En Nueva York hizo de guía de Rocío Jurado y su séquito, “que parecían sacados de una película de Paco Martínez Soria”. Lina Morgan solía pedirle consejo en su camerino, donde un día, al mostrarle un San Pancracio, le estocó: “Es el hombre que más te ha durado”. La actriz enfureció: “Tú qué sabrás, descreído”. Y a Sara Montiel le dio el funeral que merecía: “Ana, ¿es que vamos a dejar sola a la actriz más importante de este país?”. La entonces alcaldesa envió a seis motoristas y un sexteto de músicos al cortejo fúnebre.
—¿Le querían cerca para tener controlado al “enemigo”?
—No creo que premeditaran tanto, no son tan listos como para eso. Quizá me llamaban porque les resultaba divertido. Les entretenía.
—Su modus operandi, dice, era husmearlas como presas.
—Quizá porque olían mal. De todo había. He tenido una especie de sexto sentido para calibrar a la gente del famoseo.
—Montserrat Caballé, no sé si amedrentada, solía preguntarle: “¿Ahora quién eres, Jesús o Mariñas?
—He tenido que ser Mariñas obligado por la profesión. Jesús es mucho más cercano, íntimo y cariñoso. Y Mariñas, el señor Mariñas. Pero yo quien quiero ser es Jesús. A mí Mariñas personalmente no me interesa en absoluto.
Sentencia y se cruza de piernas. Ignora el ruido de fondo de la televisión, que ya no le interesa: “Más que aburguesarnos, los periodistas nos hemos acomodado, vamos a lo fácil”. Y lamenta que ya solo interesen los realities, “que deberían llamarse irrealities, porque el que va sabe, de principio a fin, lo que va a ocurrir”. Desde el sofá, prefiere seguir observando a las divas que abarrotan su salón. Detiene la mirada frente a una foto de María Félix.
—¿La ves allí, junto a Liz Taylor? Era más guapa que buena actriz. La última vez que estuvimos juntos fue en la Mostra de Valencia.
—Ella decía que se alimentaba de la energía del público.
—No lo creo, porque en este mundo no basta la influencia para seguir siendo quien eres. Si no te autoalimentas, te repito: malament.
—¿Qué da la fama entonces?
—Un cierto reconocimiento momentáneo, porque la cosa tampoco llega a más. Aunque el que es famosillo se resiste a dejar de serlo. Es como la droga.
—¿Y el sexo?
—El sexo produce mucho morbo, más que el amor. Es muy vendible, aunque sea falso, porque la gente se lo cree a la primera de cambio. No lo cuestionan.
—Dice que el sexo ha sido uno de los mayores traumas de España.
—Hemos vivido siglos con un complejo de inferioridad en lo sexual. Quizá por eso a la gente le atraiga tanto los líos de faldas, porque ansía tenerlos.
—Con Franco, asegura, había una amoralidad absoluta.
—Había más desvergüenza: la gente vivía menos pendiente del qué dirán. Si no había más libertad, nos sentíamos más libres.
—Contra Franco vivíamos mejor, que diría Antonio Gala.
—Vivíamos y vivimos. Y si lo dice Gala, ¿quién se lo va a discutir?
—¿Se llevan mal?
—Qué va. Nos reíamos mucho. Bueno, él más de mí que yo de él. Siempre noté en su comportamiento cierto pitorreo. Aunque más que chistoso, es inteligente.
—¿Se ha despachado a gusto?
—Todavía tengo mucho que contar. Esto solo ha sido un escape de gas.
—¿Qué le queda por hacer?
—Morirme. Pero nunca pienso en la muerte, entre otras cosas, porque te llega, aunque no lo desees. Hay que encogerse de hombros y que sea lo que Dios quiera.
—¿Se lleva a la tumba secretos de Estado?
—No soy hombre de secretos. Cuando los tienes, acabas comerciando con ellos. Y, para eso, mejor no tenerlos. O creer que no los tienes.
Fotografías y texto por Rubén Villalba.
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