Por Mustafa Akalay Nasser, director de L’ Esmab UPF.Fez.
La principal misión de la cultura es hacer las preguntas esenciales y buscar las respuestas necesarias: ¿adónde vamos? ¿Qué mundo pretendemos construir? ¿A qué sociedad aspiramos? Toda cultura es el resultado de una mescolanza según Claude lévi-strauss.
Hegel dio fundamento al discurso de las culturas nacionales- que fragmentan la cultura universal en términos étnicos y territoriales-cuando definió cultura como la manera de hablar, trabajar y desear en una sociedad determinada. Sin embargo, en sentido restringido, cultura es también el conjunto de construcciones fruto de la curiosidad y de la pasión por el conocimiento y por la creación que son el principal patrimonio de la humanidad como fuerza de transformación del mundo. (Josep Ramoneda 2010).
Todos los pueblos tienen su propia cultura, que abarca una gran cantidad de saberes. Sobre las culturas de distintos pueblos no se pueden aplicar criterios cuantitativos (unos tienen más cultura que otros) ni cualitativos (unas culturas son mejores o superiores que otras). Las culturas son, simplemente, diferentes. Y todas ellas, tanto la nuestra como las ajenas, tienen rasgos positivos y negativos. Las culturas no son estáticas, sino que evolucionen y se transforman, tanto por su propia dinámica interna como por el contacto e intercambio con otras culturas. Las culturas no son homogéneas, pues en todas hay sectores dominantes y subordinados, cultura oficial y subculturas. Las culturas son patrimonio de las personas, y no de los territorios.
En un mismo territorio, a lo largo de la historia, han vivido personas de culturas diferentes y diversas. La cultura de un territorio en un momento determinado la definen las personas que habitan en él, y no al revés. Hay culturas que se prolongan a lo largo del tiempo sin estar arraigadas en un lugar determinado.
Los antropólogos definen la cultura como un conjunto de significaciones compartidas, Pero también un instrumento para garantizar la continuación y la reproducción de las estructuras que articulan el poder y la sociedad, con los efectos correspondientes de exclusión y desigualdad y que vivimos en sociedades pluriculturales es un dato de la realidad.
“Las culturas se convierten en interdependientes, se penetran las unas a las otras, sin que ninguna sea “un mundo por derecho propio”, sino exhibiendo en cada caso un estatus híbrido y heterogéneo; ninguna es monolítica y todas están intrínsecamente diversificadas; Simultáneamente, se dan “un mélange” cultural y una globalidad de la cultura” (Zygmunt Bauman 2002).
La interculturalidad es un reto no sólo de la educación, sino de la sociedad en general. Entendiendo por interculturalidad la interrelación, en condiciones de igualdad, de las diferentes culturas, el convencimiento de que la diversidad cultural es positiva y enriquecedora, que todas las personas tienen derecho a conservar su cultura en un marco de convivencia democrática, y que todos deben tener los mismos derechos y las mismas oportunidades.
La interculturalidad no designa una situación estática, es más bien una postura o en otras palabras una disposición en constante construcción. Pese a que incluye, necesariamente, acciones concretas, prácticas culturales y sociales y, por lo tanto, discursivas, aquí la retomamos como una disposición, como una práctica potencial, incorporada, hecha habitus. El habitus es uno de los conceptos centrales de la teoría sociológica de Pierre Bourdieu. Por tal podemos entender esquemas de obrar, pensar y sentir asociados a la posición social. El habitus hace que personas de un entorno social homogéneo tiendan a compartir estilos de vida parecidos.
De este modo, el ser intercultural designa el acto mismo de pensar y actuar conforme a un pensamiento intercultural, dispuesto para la relación con lo diferente, lo ajeno, lo distinto a uno mismo. Desde esta concepción, podemos establecer diferencias en torno a los discursos que se construyen y realizan en situaciones en las que la interculturalidad como acto está presente. Es así que la interculturalidad implica siempre comunicación intercultural, es decir, interacción con lo distinto. Los procesos de comunicación intercultural requieren de actitudes cooperativas y disposiciones que permitan a los diferentes actores compartir saberes, acciones, representaciones simbólicas.
Como podemos constatar, las comunidades sociales no se mantienen inmóviles, no son construcciones monolíticas, inmutables, sino que están sujetas a cambios. La identidad es una construcción permanente que avanza mediante procesos muy variados, a menudo contradictorios, a veces inestables y traumáticos en un mundo cada día globalizado.
Nuestras sociedades tienden a ser plurales en el futuro y estarán compuestas de un mosaico de identidades polimorfas (multiformes), resultado del roce o hibridación de los diferentes pueblos de la tierra. Dicha hibridación cultural se apoya en el acopio de elementos que provienen de distintas tradiciones y que es, en definitiva, el producto de la comunicación con el otro. Una identidad colectiva que no será nacional o étnica sino ciudadana, puesto que el concepto de ciudadanía es la identidad política fundamental de las sociedades democráticas y el mejor mecanismo de integración sociopolítica. La ciudadanía es un Estatus, o sea, un reconocimiento social y jurídico por el que una persona tiene derechos y deberes por su pertenencia a una comunidad casi siempre de base territorial y cultural. La ciudadanía no llega por casualidad: es una construcción que, jamás terminada, exige luchar por ella. Exige compromiso, claridad política, coherencia y decisión. (Freire ,1993).
La interculturalidad es, ante todo, una realidad inapelable; y también una virtud. Consideramos el cénit de nuestra civilización aquellos periodos históricos que reciclaron las herencias plurales del pasado y reconocieron los intercambios mestizos del presente como apuesta de futuro.
Por tanto, nada más incivilizado que asumir el choque de civilizaciones. Nada más que regresivo que practicarlo en nombre de la superioridad. Pero la riqueza intercultural es también un desafío a las convicciones, filiaciones étnicas y religiosas, normas sociales, identidades y entidades geopolíticas que decidimos o nos imponen. El reto intercultural resulta obligatorio y, a veces, duro; pero también fascinante si es vivido en libertad. Conlleva riesgos, pero también logros. Presupone reconocernos; es decir, volver a conocernos: descubrirnos distintos y, al tiempo, similares en nuestra pluralidad frente al otro.
Dichas cuestiones a tener en cuenta en los diálogos y debates actuales sobre identidades personales y colectivas son magníficamente tratadas por Kwame Anthony Appiah en su manifiesto: Las mentiras que nos unen. Repensar la identidad. Creencias, país, color, clase, cultura. Estos conceptos nos definen y moldean nuestro mundo polarizado. Sin embargo, las identidades colectivas que generan están plagadas de contradicciones y falsedades. Al explorar su naturaleza y su historia -desde las engañosas ideas sobre la raza del XIX hasta los debates contemporáneos sobre “apropiación cultural”- Kwame Anthony Appiah se deshace de los mitos más tóxicos y desmonta con lucidez nuestras ideas preconcebidas sobre cómo funcionan estas identidades. Todos sabemos que las identidades crean conflictos y separan, pero Appiah revela cómo las identidades nacen del conflicto. Y demuestra también, entrelazando lúcidos argumentos, maravillosos ejemplos históricos y anécdotas personales en una narración vibrante, que nuestro preciado concepto de soberanía nacional es incoherente; que la idea misma de la cultura occidental es un espejismo deslumbrante; y, en definitiva, que no existe una esencia asociada a una determinada identidad social que explique por qué las personas son como son. Appiah, filósofo ghanés de madre inglesa y padre perteneciente a la etnia asante, está en una posición idónea para reflexionar sobre cosmopolitismo, pertenencia e identidad.
Se trata de una aportación orientada a provocar tambaleos en algunas maneras erróneas, tendenciosas y dogmáticas de definir y entender lo identitario, a partir de las cuales la reafirmación de una pasa por la negación de otros/as, llegando a consolidar identidades esencializadas, cerradas, violentamente excluyentes, opresoras y –en último término– “asesinas”, como ya nos mostraran, por ejemplo, Appadurai (2007) y Maalouf (2010).