El rodaje maldito de John Houston se ha reencarnado como una obra de culto que aborda asuntos como la evaporación de la belleza y la juventud, la desesperación, la huida, la soledad y la necesidad de volver a empezar en un mundo a la deriva y en el ocaso.
A lo largo de su carrera John Houston rodó películas tan imprescindibles como El Halcón Maltés, El tesoro de la Sierra Madre, La jungla de asfalto, La Reina de África, Moulin Rouge, Solo Dios sabe, El Cardenal o El honor de los Prizzi (esta última contó con la presencia de su hija Angélica Houston como protagonista), entre otras muchas. Sus detractores le reprocharon carecer de aquello que hoy diríamos “sello propio”. En su autobiografía “A libro abierto” diseccionó su propia existencia vital, espiritual y profesional relatando anécdotas de rodajes, así como de las gentes tan excéntricas que le rodearon desde su infancia y que marcarían su forma de reinterpretar a los personajes que protagonizarían sus películas. Él mismo podría haber inspirado cientos de historias, porque como él mismo reconoció había vivido mil vidas. Carlos Heredero escribió sobre Houston “No era ni un perdedor ni un maldito, tan sólo alguien que salió adelante buscando una nueva oportunidad para ser fiel a sí mismo”. La relación que mantuvo con sus compañeros de viaje –actores, guionistas, hijos, esposas..- fue tan intensa y llena de complejidad que generó historias absolutamente cinematográficas y que sucedían en paralelo a los rodajes de la mayor parte de sus películas. Su relación con Humphrey Bogart, con su hija Angelica, Liz Taylor o con Arthur Miller dieron mucho de sí; pero fueron sin duda tres títulos los que marcaron la trayectoria maldita de este genial realizador: Vidas rebeldes, La noche de la iguana y Reflejos en un ojo dorado.
Empezamos por Vidas Rebeldes.
VIDAS REBELDES
Rodada en 1961 en el estado de Nevada, Vidas Rebeldes es indudablemente una de las películas más personales y arriesgadas de Houston. Arthur Miller, guionista del film y marido por aquel entonces de la estrella protagonista, Marilyn Monroe, hacía una radiografía emocional de una Marilyn en estado de gracia; una mujer al borde del precipicio atravesando el desierto tras un divorcio –punto de partida de esta hipnótica historia- en Reno. Comparecían en su registro más crepuscular Clark Gable, interpretando a un otoñal y seductor vaquero, y Montgomery Cliff, tercero en discordia, para completar un triángulo amoroso formado por tres románticos perdedores que sólo el paso del tiempo dotó de significados gracias a las gracias de los pérfidos diálogos escritos por Miller en beneficio de la que fue su última musa. Monroe luchaba por aquel entonces por huir de aquel desdichado cliché de rubia frívola que la industria del cine le impuso durante la década de los cincuenta. Mucho más delgada, menos curvilínea e interpretando con absoluta solvencia el que sería el mejor, más personal –y último- papel de su vida, dejó para la historia escenas de culto, y un homenaje a su camino errático.
Roslyn, Gay y Perce facturaron unas interpretaciones tan repletas de recovecos que sólo pueden entenderse por el paralelismo que sus personajes guardaban con sus propias vidas. Dos hombres y una mujer huyendo y sobreviviéndose a sí mismos y con nada que perder. Un rodaje difícil como consecuencia de la frágil estabilidad emocional de sus tres protagonistas y que ninguno de ellos logró ver. Fueron sus últimos y mejores papeles en el celuloide.
“Cariño, no lo pienses, solo tira los dados. Esa es la historia de tu vida. No lo pienses, hazlo”. Esa fue la frase que John Houston dijo a Marilyn Monroe en una noche de distensión.
“Algunas veces tenemos que irnos, con motivo o sin él. Morir es tan natural como vivir. Y un hombre que tiene miedo a morir tiene miedo a vivir”.