Por José M. Diéguez Millán
Sobre la cubierta del Ushuaia, los pasajeros esperamos en silencio la señal. Quedan unos pocos metros para que el barco cruce una línea tan solo real en los mapas y las cartas náuticas. El mar está tan plano que la quilla parece quebrar un espejo según avanza. No hay ningún témpano flotando cerca de la nave: no hay riesgo de colisión. Nada impedirá que traspasemos este paralelo a 66º 33´ 46´´ de latitud sur. Sin embargo, un leve matiz de tensión impregna nuestra contenida calma.
En esta tarde de enero, un toque largo de sirena rompe la paz de este paraje en el momento exacto en que la nave rasga también una barrera imaginaria dentro de cuyos límites no veremos ponerse el sol. Este estruendo, el único que oiremos durante toda nuestra travesía, diluye de inmediato la quietud ansiosa de los pasajeros. Aplausos, abrazos, risas, silbidos, brindis con copas llenas de vino espumoso… Acabamos de entrar en el círculo polar antártico.
En la Antártida he experimentado la armonía que reinaba cuando nuestro planeta aún conservaba su versión original. Me siento en el último reducto de la Tierra donde las cosas funcionan como lo hacían cuando aún no la habíamos transformado.
Las ballenas jorobadas acorralan el kril moviéndose en espiral en la profundidad antes de engullirlo. Después emergen, emitiendo un peculiar sonido al abrir sus espiráculos para expulsar aire y agua antes de volver a inspirar y sumergirse. Cuando ese soplido es lo único que se oye sobre un fondo de manso oleaje y leve brisa, una y otra vez, durante un largo rato, es cuando uno se da cuenta de los tiempos de la Naturaleza, de cómo funcionaba la Tierra antaño.
Caminamos entre colonias de pingüinos. En algunos lugares, estas sociales aves han formado pistas en el hielo que utilizan deslizándose sobre ellas delante de mis narices para llegar al mar. Muchas veces se meten al agua en grupo, cuando no es su turno de mantener caliente el huevo que incuban junto a su pareja. Si uno de ellos comienza a graznar, los demás se animan y también lo hacen. Escuchando esos graznidos, mientras observo alrededor infinitas extensiones de hielo y mar, vuelvo a vivir esa sensación de que estoy inmerso en lo único auténtico que queda de nuestro planeta.
Las focas se calientan al sol, descansando tumbadas boca arriba en tierra firme o encima de los bloques de hielo flotantes que usan como medio de transporte. Las observo rascarse con aire descuidado mientras sus hocicos parecen mantener una expresión sonriente de placer. Mirándolas, siento la paz que reinó en algún momento sobre toda la corteza terrestre. Ellas son las principales víctimas de las orcas. Varios de estos voraces cetáceos han pasado en grupo junto al barco haciendo que todos corriéramos de babor a estribor y viceversa para contemplar sus piruetas dentro del agua.
Pisamos tierra en varias ocasiones alcanzándola a bordo de las zódiacs. Durante estos traslados, nos deslizamos entre enormes icebergs de formas casi imposibles labradas por el viento y los oleajes. Estos inmensos bloques de hielo contienen zonas transparentes, otras blancas, o azules, y se mueven despacio, sin inmutarse por las minúsculas olas producidas por nuestras embarcaciones que golpean sus flancos. Esos colosales témpanos desfilan ante mí, uno tras otro, componiendo una especie de galería de arte abstracto. Examinándolos, percibo una cualidad que está casi perdida en nuestro planeta; una virtud que aún conserva la Antártida y que, en un futuro no muy lejano, no podremos recuperar o, quizá, ni siquiera sabremos explicar ni definir: la armonía.
José M. Diéguez Millán:
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Más sobre la Antátida aquí:
https://www.ciencia.gob.es/Organismos-y-Centros/Comite-Polar-Espanol/Viajar-a-la-Antartida.html