Cuauhtémoc o el águila del crepúsculo. Un relato “work in progress” de Juan Carlos Trinchet, con las ilustraciones de Doris Araujo
…llegóse ante mí Cuauhtémoc ensangrentado y díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir a aquel estado, que ahora hiciese de él lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase… Cortés
Existen evidencias documentales que corroboran la participación del capitán García en una importante red de influencias manejadas hábilmente por Cortés desde su partida de Santiago de Cuba hacia la conquista de México en 1518. Al parecer, el capitán García suministraba de manera explícita a Cortés información que resultaba de sumo interés para los planes de consolidación del poder de este último en la Nueva España. Eran compadres unidos por lazos íntimos creados en el fragor de incontables contiendas, dentro de escenarios perturbadores. El capitán García era un personaje oscuro con ribetes psicológicos difíciles de escrutar porque estaban hábilmente moldeados en un ambiente donde la hostilidad, se respiraba a través de una plácida bruma preñada de vapores de sangre y bilis. Su única obsesión era evangelizarlo todo y a todos, a cambio de oro. Es necesario resaltar antes que todo, el protagonismo del capitán García como abnegado fundador y facilitador de las estructuras de poder de la Corona española en América durante el sombrío período de la conquista. Como hombre de absoluta confianza de Dios, se empecinó en fundar, recolectando alma por alma, un número significativo de villas coloniales en Cuba, La Española, México, Guatemala, El Salvador y Perú. En casi todas ellas ocupó prominentes cargos en los gobiernos locales, fuera como regidor, como alcalde ordinario o con cualquier función que repletase sus arcas de hombre blanco. En su papel de funcionario real, defendió lealmente los intereses del Imperio español, teniendo en ocasiones una participación protagónica en un sinnúmero de acontecimientos relacionados con la conquista del Nuevo Mundo. El capitán García, ostentaba una practicidad que no discernía entre conceptos demasiado complejos porque estaba inmerso en las típicas cotidianidades de un ajetreado hombre de poder configurado con finos subterfugios y de ahí nadie podía, ni debía, abstraerle. Su discernimiento estaba dado simplemente por el grosor de sus alforjas y la estrechez de sus remordimientos. Sin vuelta de página.
Existe una carta donde no cabe lugar a dudas acerca del nivel de intimidad que existió entre Cortés y el capitán García. Dicha carta fue enviada por Cortés a su primo y procurador el licenciado Francisco Núñez. Después de la inesperada muerte de Martín Cortés Malintzin hijo mestizo de Cortés; no quedaba persona de mayor confianza en el mundo que el propio Núñez. Cuestiones del azar. En la carta, fechada el 14 de marzo de 1519, Cortés le encarga al licenciado que se ocupara de ciertos asuntos del capitán García, de quien dice: “Es persona muy honrada a quien yo tengo mucha obligación y voluntad de aprovechar, es uno de los nuestros (…)” y le pide que ponga en ello todos sus esfuerzos y que se cargue a su cuenta lo que se hiciere por el capitán García, en todos los escenarios y bajo todas las circunstancias.
Es por tanto apreciable, que el capitán García es, dentro del grupo de conquistadores que pueblan el escenario sociopolítico de los primeros años del México colonial, una figura de reconocido prestigio, que goza, además, de una posición económica acomodada. Pero aún más, como ya se ha apuntado anteriormente y a tenor de algunas informaciones recogidas en diversas fuentes, se deja entrever un posible vínculo de nutricia confidencialidad entre el capitán García y Cortés. No se debe pasar por alto el hecho de que, durante la etapa de conquista y toma de posesión de la isla de Cuba, y los eventos posteriores, Cortés y el capitán García debieron haberse conocido y haber coincidido en más de una ocasión y lugar, donde se fundían en un tierno y largo abrazo y se estrechaban las manos húmedas y brindaban al sol, una amistad sin fisuras. En el juicio de residencia que pasó Cortés en 1529, donde el reino de Castilla le pedía explicaciones acerca de sus tropelías en los territorios conquistados, el propio Capitán García lo defendió con uñas y dientes y dejó claro que eran grandes compadres, cuya alianza, estaba forjada con la empatía sádica de dos conquistadores hechos a sí mismos en cientos de vorágines apocalípticas.
La gran mayoría de las acciones del Capitán García tuvieron una repercusión tan significativa y decisiva en el curso de los acontecimientos, que marcaron un cambio drástico y definitivo en la historia regional coaccionada por un Dante hombre blanco de mejores grandilocuentes literaturas sangrientas hechas a así mismas en un orgásmico final de virtud y muerte. Tal es el caso de la captura del líder azteca Cuauhtémoc por la tripulación de su bergantín el 13 de agosto de 1521.
El capitán García medía menos de dos metros y poseía la corpulencia justa para un conquistador cuya estirpe bélica, le recorría diluida a borbotones por sus venas acorazadas a través de un metálico resplandor de lúcida muerte hecha crisálida en sus arterias carótidas. Su cabellera dorada caía en suaves risos sobre su frente amplia, y su armoniosa tez blanquísima con barba crecida en risos rebeldes dejaba escapar un lunar extraño cerca de la comisura de sus labios. Una cicatriz profunda en su pecho velludo y hermoso, coqueteaba con un cordón muy grueso de oro macizo que serpenteaba en un fino candor melcochoso y sostenía, de paso, una cruz de madera de cedro perfectamente tallada forma de Jesucristo redentor. La opulencia y la misericordia engarzados como se engarza las castidad con el pecado en esa especie de benevolencia hispana, llena de hipócritas altibajos. Presumía de su cota de mallas recubierta de armadura de placas metálicas, calcetines de delicada seda roída por cientos de puestas y zapatos de finísimo cuero desgastado sin miedo, por los pies planos de un bravoso y esforzado capitán, entre los inconmensurables vírgenes arrabales americanos. Todo lo gastaba en su persona y en atavíos para su mujer, ya que era recién casado. Fue un matrimonio de conveniencia pactado por las terribles circunstancias que le tocaron vivir. Isabel Valero se sentía insatisfecha, abandonada a su suerte por el conquistador y sufría ataques febriles hasta morir, recién casada, de un típico colapso de corazón desatendido. El capitán García recibió la noticia con cierto alivio apretujado en contradicciones viscerales que le hacían perder el juicio con mucha frecuencia. Aseguraba ver el espectro lívido de Isabel desnuda, merodeando su lecho durante las sofocantes noches tropicales con la vagina sangrando; y los pechos mutilados con saetas de ballesta. Era un fatídico sueño recurrente. Isabel aparecía, y en cada aparición, presentaba un mutilación diferente. Lo mismo se presentaba escuálida con su sien atravesada por una flecha, que se transmutaba en una mujer amarillenta llena de mordidas supurantes de perros salvajes. Incluso, se le ocurrió trasnochar alguna vez, sin piel, humeante aún después de ser quemada viva, con los intestinos desplegados fuera del vientre y con una sonrisa que no le cabía en el rostro. El capitán García se levantó una mañana en plena desesperación y decidió cortar por lo sano.
Convocó al hechicero Higuanamá, su hombre de confianza, para intentar encontrar alguna respuesta. El hechicero, en estado de trance, le miró fijamente a los ojos y le aseguró, con un vibrante hilo de voz, que la calma a sus desvaríos, vendría surcando los cielos con forma de águila del crepúsculo. Las pesadillas con Isabel Valero cesaron poco después del encuentro.
A partir de entonces, el bravoso capitán se despertaba encharcado en sudor, con su miembro viril erecto y asolado por fuertes calambres. A veces, la hamaca donde dormía, rezumaba un líquido espeso que se filtraba hasta el suelo y preñaba la tierra con un olor blanquecino.
Estaba enraizado en un cristianismo fundamentalista que le llevaba a tener la plena convicción de que era absolutamente necesario cristianizar y civilizar a los nativos al modo de vida europeo para sacarlos de lo que, según su propia loca convicción, los sumía en el atraso más absoluto, la ignorancia más elocuente y una vida no sólo pecaminosa sino baldía e insustancial. Sin embargo, él mismo se sentía preso de instintos primitivos, inconfesables e impropios de un cristiano fundamentalista y civilizado. Comenzó a dormir por una cuestión personal con su arcabuz muy pegado al culo. Adquirió la púdica rutina que consistía en embadurnar la punta de su arcabuz cargado y listo para el disparo con manteca de cerdo, para luego, introducirlo por su agujero anal mientras se masturbaba con vehemencia.
Si el arcabuz no estaba cargado, perdía todo interés y entonces, se esmeraba en poner la suficiente pólvora; incluso, prendía la mecha y calculaba el tiempo con precisión para que el acto tuviese la suficiente gracia y en ese riesgo, lanzaba ráfagas de semen a raudales que lo mojaban todo, menos su conciencia lasciva y militante de un extraño encuentro con Dios. Acto seguido, usaba su casco de lúcido metal como urinario improvisado, debido a sus constantes problemas de próstata. Era un hombre de árido carácter y de mirada turbia con retoños verdosos de estanque sin peces, violento en sus formas e impulsado más a la acción desmedida que a la contemplación sensata. Su lógica: matar antes que reflexionar del porqué de esa vida. Su espada: poseía una costra tan gruesa de sangre seca que parecía forjada con un acero siniestro. Le excitaba ver ese óxido seco y sanguinolento cubrir su miembro de muerte. En la asidua correspondencia que mantenía con su compadre Cortés; que por ese entonces, se dedicaba a derribar de manera cruenta el imperio azteca en Tenochtitlan; presumía de un sadismo inconmensurable contándole casi todo, al mínimo detalle.
En 1513 se comienza a estructurar el sistema de encomiendas. Las encomiendas consistían en la asignación de un determinado número de indígenas a un conquistador para que trabajaran a su merced y beneficio, durante todo el año. La encomienda, en su esencia, era un primitivo campo de concentración perfecto para el exterminio humano. La alimentación era precaria y las condiciones de trabajo infrahumanas. Se limitaba al máximo la vida social y los ciclos reproductivos de la sección femenina, cesaban. A partir de 1518 empiezan a registrarse las primeras epidemias. La viruela se propagaba sin piedad y marcaba con desdén todos los cuerpos a su alcance, llenándolo todo de seres putrefactos y precipitando la caída demográfica. El suicidio y la renuncia a la procreación fueron respuestas del pueblo autóctono al sadismo hispano. Los hábiles europeos reconocieron el valor estratégico de los caciques y sus familias, y los usaron como mediadores para el control de la fuerza de trabajo aborigen. De hecho, las encomiendas se repartían nombrando los pueblos por sus caciques. En 1542 la Leyes Nuevas plantearían el cese de las encomiendas en las Antillas. En Cuba, los españoles lograrían posponer la aplicación de la medida hasta 1553.
Con las Capitulaciones de Santa Fe, firmadas el 17 de abril de 1492, la Corona de Castilla iniciaba el largo y despiadado proceso de exploración y conquista de las islas y territorios continentales que transformarían definitiva y dramáticamente el pacífico mundo de los pueblos originarios americanos. Dichas capitulaciones, eran un cheque en blanco para las sádicas huestes sanguinarias hispanas sedientas de oro y evangelización. Cuba, a pesar de haber sido la primera gran isla encontrada por Colón en 1492, quedó inicialmente marginada del proceso de exploración y colonización que, tras el descubrimiento de América tuvo como centro La Española.
No es hasta principios de 1511 que, con unos trecientos hombres, Diego Velázquez parte con entusiasmo de Salvatierra de la Sabana al suroeste de La Española, y desembarca cerca de Maisí, en la costa sur de Cuba. Pronto se le une Pánfilo de Narváez, con una fuerza de cincuenta hábiles arcabuceros, doscientos hombres expertos en el uso de la clásica ballesta y ochenta y cinco perros hambrientos, acompasados con setenta caballos que relinchaban con furia inaudita porque no sabían que habían participado junto a Juan de Esquivel en la conquista de Jamaica. En esta tropa exterminadora al mando de Pánfilo de Narváez, venía el capitán García, que por esta época, se constata, había participado en las campañas de pacificación que consolidaron el gobierno de fray Nicolás de Ovando en La Española, y en las incursiones de captura de almas esclavas en las islas cercanas. El capitán García, que también había incursionado en la expedición de Grijalva a México bajo el mando de Cortés; recibe a cambio como premio de su gallardía, gran porción de terrenos y pobres brazos esclavos para explotarlos en la parte noroeste de la isla de Cuba en 1520. Velázquez le colmó de beneficios y le asignó su primera encomienda. Cuando recibió su primera encomienda en el noroeste de Cuba, el capitán García, se sintió un hombre de éxito.
Lo primero que hizo fue clasificar a sus esclavos según sexo y edad. A los hombres jóvenes y robustos los colocó en una estancia específica y les dio ciertos privilegios. A las mujeres, les permitía un posparto tranquilo siempre y cuando el feto nacido no fuese femenino. Las crónicas de la época revelan ciertos días en los que, el capitán García se aburría, y sentado junto a sus perros de caza, contaba las horas como bobo y rezaba a Dios; en una cantinela inentendible de padrenuestros incesantes. Percatado del hambre de sus bestias de caza y sumido en su pereza de buscar carnaza lejos, decidió entonces, arrancar una niña de dos años de un insulso padre aborigen para luego lanzarla al aire de tal manera que, al caer; cuatro fieras voraces arrancasen un miembro para cada una y el tronco, para el quinto perro del Señor. La última bestia mimada, corría como loca, y se tragaba sin masticar, lo poco que quedaba de aquel cuerpecito desvencijado. Otra vez, le tocó una historia peor a una indígena llamada Anacaona encinta de su segundo hijo. Venía de la mano de su primogénito Hatuey, el imberbe soñador.
Anacaona, oriunda de la gran ciudad de Tenochtitlan, había huido de La Española hacia Cuba después de que su hermano Behechio, cacique de Jaragua fuese quemado vivo, su marido Cuauhtémoc estuviese en paradero desconocido y todo su imperio fuese calcinado de paso, entre el algarabío insensato de los señores hispanos obsesos de almas, de oro y de machos isleños.
Anacaona, la flor de oro, con su linaje de reina indiscutible y poderosa, se cambió de isla pensando que las cosas mejorarían. Ingenua y dicharachera; abandonó La Española y creó poco a poco, una red de influencias con el fin de reagrupar a los rebeldes indígenas.
Su tío Higuanamá la recibió entre sollozos, una noche triste a principios de junio de 1521 en una zona costera, boscosa e indeterminada de la isla de Cuba. Entablaron una larga plática lacrimógena con entrañables visos de familia desmembrada en busca de asideros. Un despiadado huracán en ciernes abocaba sus fauces sin pausa sobre los vírgenes márgenes de un catatónico remanso tropical transfigurado en la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto. La meteorología de la época era caprichosa y las corrientes del Golfo se alimentaban de primigenias furias imprevistas y se formaban potentes cumulonimbos súbitos que sometían todo a su paso con torrenciales aguaceros, meteóricos granizos y gruesos rayos de una eléctrica muerte predestinada. Las playas, antaño azules, se convertían en una siniestra espuma de abrasadores tsunamis poseídos por un desquiciado fluir de lava babosa en desmesurada ola y hordas de peces muertos, y todo bucólico paisaje, quedaba arrasado en varios kilómetros a la redonda. El hechicero le advirtió a su entrañable sobrina que en el noroeste de Cuba las cosas iban a otro ritmo y según nuevos códigos. Le describió un perfil exacto del capitán García, dejando claro todos los condicionantes y la exhortó con vehemencia a que se tomase su estancia en la isla como un tránsito breve. O partía, o su muerte era un hecho ineludible.
Anacaona estaba hecha de robusto cedro con una belleza extraña pasada por el filtro del desarraigo y el sufrimiento. Su piel muy dorada ostentaba dos cicatrices: una en el bíceps derecho, hecha con lanza y otra de cuchillo muy cerca de la vena yugular. Portaba una diadema muy fina de jade con incrustaciones de rosas de Bayahíbe, un brazalete de oro en el bíceps izquierdo, dos dilataciones de 10 milímetros sostenidas con finos aros de oro en ambos lóbulos auditivos, un cuchillo dorado y un anillo de obsidiana con disimulada punta afilada, que le servía para matar de vez en cuando. Tenía tatuada una hoja de tabaco en su muñeca interior derecha y era jovial y valerosa y obstinada hasta límites insospechados. Se negó, con firmeza, a partir de Cuba, soberbia en sus convicciones. Le imploró de rodillas entre lágrimas, a su tío hechicero, que invocase a los dioses desde su poder nacido en el inframundo para que la transfigurase en otra, la desnudase de todo mérito, y la incorporase sutilmente entre en las pocas mujeres útiles del capitán García, sin que nadie pudiese darse cuenta, bajo ninguna circunstancia. Quería ser una infiltrada porque se sentía una exiliada denostada de su propio reino y estaba dispuesta a matar al capitán García y a cuanto hombre blanco se interpusiese en su camino. Sus ojos, de almendra madura, emanaban raras centellas de nube oscura con ansias de venganza y el rencor, le corrompía la sangre y le entumecía los miembros, hasta dejarla paralizada en una inercia de dolor indescriptible. Necesitaba estar viva para vengar a su hermano. Al menos hasta el parto. Al menos, hasta que pudiese aunar los suficientes apoyos para volver a su patria y rearmar la lucha por la dignidad de su pueblo. Higuanamá se quedó sin alternativas. Le regaló a Hatuey un largo y denso beso en la frente en medio una melosa condescendencia de tío abuelo abnegado. Se quitó su guanín de oro macizo y se lo dio. Colocó con gracia su diadema de jade en la frente del imberbe soñador y puso con delicadeza, en sus dedos adolescentes, dos anillos de plata fina y finalmente, le calzó sin prisas con su par de sandalias de cuero. Le indicó, además, con precisión, que el camino a su nueva casa o encomienda estaba cruzando el rio Cauto y que se adelantase y disfrutase de la naturaleza en todo su tropical esplendor. Su madre y su tío abuelo le verían en la lejanía cercana, pletórico en sus convicciones. Así pues, el joven Hatuey corría feliz, ingenuo, absorto dentro de una nueva familia que le recibía en un paraíso diáfano y maldito. Había esbeltos framboyanes, cientos de erectas palmeras vistas por orquídeas olorosas posadas en gigantescas ceibas milenarias y helechos poblados por todo tipo de endémicos insectos que hacían tupidos enjambres a cada paso. La naturaleza de la época era tan exuberante que las plantas criptógamas se entrelazaban con las fanerógamas en un tejido inescrutable que sostenía toda suerte de árboles que se multiplicaban extraordinariamente, interceptando la luz solar, formando grupos heterogéneos, reunidos por las lianas, cubiertos por las plantas epifitas y parásitas, formando un natural conjunto impenetrable donde quizás nunca se aventuró el hombre sensato temeroso de su propia insignificancia. Un zunzún solitario, dos tocororos adormecidos y tres jutias congas parecían señalarle, al imberbe soñador, el camino a casa. Hatuey confiaba en su tío hechicero porque le había dado tanto, sin pedir nada a cambio. Corría y retozaba eufórico durante sus primeras horas en la isla más hermosa que ojos humanos hayan visto. Su corazón repleto de emociones, latía aturdido cómplice de tanta belleza y tanta benevolencia: se convenció en pocos instantes de que su felicidad estaría asegurada. Junto a su fascinación de hombre elegido entre la madeja de las intricadas raíces oscuras del destino, pudo desparramar sin control su inocencia de hombre libre. Se sentía un hombre libre. Poco a poco y de manera inconsciente dejó atrás a su tío abuelo en compañía de su madre, para que hablasen de sus cosas. Confió en su familia por primera vez. El imberbe mancebo, pensó, que era mejor disfrutar de tanta benevolencia caída del cielo, que estar pendiente de su progenitora, pues en las manos del hechicero había agua densa de coco roto, tabaco y aguardiente de maíz azteca e incluso, tres mujeres indígenas a modo de servidumbre, que indicaban al ávido niño, gracias a un exhaustivo conocimiento geográfico de la zona, un ágil encuentro con la encomienda. El jovencito Hatuey cayó sin aliento rendido ante los pies del capitán García, después de correr y nadar semidesnudo como un loco durante dos horas, eufórico, sudoroso, anhelante y lleno de joyas que le poblaban todo su cuerpo; envuelto en una ensoñación delirante. Fue entonces conducido con premura, al bohío de los machos isleños. Higuanamá, cuando se quedó a solas con su sobrina, la desnudó con sutiles pretextos, y le hizo aspirar, entre risas de tío benevolente, un humo muy denso de tabaco y raras especias hasta dejarla inconsciente. Acto seguido, le cortó desde la raíz la melena negrísima para usarla a posteriori en las prótesis de los machos isleños con problemas de calvicie. La despojó de varias prendas de jade, plata y oro fino y la arrastró por la orilla sin remilgos. La ató de pies y manos mientras le daba patadas en la barriga para que soltara el feto. Al amanecer, cuando la tormenta amainaba, la llevó ante el capitán García como un digno trofeo, entre vítores de hombre fidelísimo. El hechicero de paso, aconsejó al capitán acerca de la conveniencia de capturar a Cuauhtémoc ya que tenía referencias claras de que era un prófugo necesario. Hatuey despertó dos días después, sin poder acordarse de nada y colmado de todo tipo de privilegios.
Así que decidieron ese mismo día, en unánime consenso, desgarrarle a la traidora Anacaona los pechos con púas oxidadas que encontraron sin afán, olvidadas al lado de un bohío y no pararon de violar su vagina hasta que ésta, ya desgastada, les daba profundas arcadas a los violadores sedientos porque comenzaba a supurar pestilentes efluvios sanguinolentos. Era una mujer heroica y hambrienta que además era asediada durante horas por perros salvajes que le carcomían sin cesar sus uñas. Al día siguiente, entró en tal desesperación que, recién parida, entre coágulos que se desprendían de su vagina como trozos de vida, se ahorcó trepando como una loca hasta lo alto de una viga de un fornido bohío, dislocando su endeble brazo derecho que tan flexible, le permitió usarlo cual minúscula soga de muerte, mientras arrastraba aún al feto supurante atado al cordón umbilical. El águila del crepúsculo se remonta con su cría a ciertas alturas y la deja caer de soslayo contra las piedras para dislocar los huesos y luego abandonar su médula en un escenario soleado con tintes siniestros. Cuando los españoles llegaron eufóricos de sus cacerías cotidianas, la niña viva se había desprendido del cordón y se había roto las sienes contra el burén donde cocían el cazabe y tenían toda la cerámica más selecta. El burén que aún tenía brasas vivas por la actividad cotidiana comenzó a cocer los coágulos y se hizo un mescla espesa similar a un paté barato, denso y corrupto. El capitán García observó el panorama con la parsimonia de un hombre sensato, ordenó a Higuanamá limpiarlo todo y decretó varios días de fiesta con sus nuevos machos isleños de hombre blanco.
El proceso de clasificación de los machos isleños consistía en examinar a los varones más aptos. Se les ponía en fila desnudos y se les tomaban todo tipo de mediciones. El capitán García era un obseso de la belleza clásica y de la novelas de caballería donde veneraba el papel del héroe y su selección, siempre incluía hombres bien dotados y atractivos. Hubo días que estuvo hasta ocho horas examinando hombres desnudos. Los agraciados entraban en un bohío perfectamente acondicionado con todo de tipo de privilegios. Dichos privilegios incluían un burén; plancha o cazoleta plana, generalmente de barro cocido que se usaba como artefacto multipropósito en la preparación y consumo de alimentos encendido las 24 horas del día. Además, se improvisó en el batey por orden expresa del capitán una especie de parrilla rudimentaria con leña seca para el asado de todo tipo de manjares: manatí, caguama, carey, y peces como lisas, mojarras, sábalos, tiburones, agujas, y también crustáceos y moluscos de todas clases. Y el olor a ajiaco también lo inundaba todo. Según los cronistas españoles, los taínos confeccionaban el ajiaco hirviendo diversos tubérculos junto a otros ingredientes entre los que predominaba el ají picante. A ese caldo le añadían el sumo de la yuca agria, maíz, carnes rojas y pescado. Habían también frutas frescas que incluían las sagradas guayabas, mangos, piña, mamey, guanábana y anón. Los machos isleños erguidos en su perfección clásica se levantaban a deshoras y no hacían otra labor para su comunidad, que el mero hecho de existir y satisfacer los impostergables deseos carnales del capitán García. Podían fumar todo el día selectas hojas de tabaco y beber aguardiente de maíz azteca mientras se les exigía que danzaran hasta desfallecer, en areytos interminables. Los areytos eran danzas voluptuosas que se desarrollaban en el batey o plaza ceremonial en el centro de las encomiendas. El areyto surgía desde la pulsión, y de la pulsión al movimiento y en ese devenir orgásmico todas las furias eran invocadas y el algarabío de cuerpos exaltados alcanzaba un paroxismo exquisito. Uno de los regalos más valiosos que un aborigen taíno pudiera dar al otro era una canción, breve y profunda, una canción de amor en medio de tan asfixiante vorágine de cruel exterminio. Una melodía primitiva, un silbido tenue, una voz entrecortada, un breve lamento ensordecedor patinando sobre una nota de dolor indescriptible.
Los machos isleños podían ostentar prendas de algodón tejidas a mano con un diseño armonioso, brazaletes de oro con incrustaciones de coral negro y diademas de jade, curiosas sandalias de cuero y plumas de cóndor traídas directamente de México. Cada mañana, sus rostros eran concienzudamente lavados y maquillados con diferentes coloridas tinturas, y sus cabelleras eran sometidas a un exhaustivo masaje por parte de mujeres indígenas que conocían perfectamente su oficio. Las horas transcurrían mientras cada cabello de azabache líquido era colocado en perfecta armonía capilar. Eran los intocables. Todos iban todo el tiempo impecablemente vestidos y perfumados con un elíxir de flores silvestres que el behique Higuanamá había elaborado especialmente para los 25 elegidos, durante largos meses de experimentación olfativa. Cada uno, ostentaba un guanín de oro macizo hecho con el metal más puro traído del Yucatán que los identificaba sine qua non como los nuevos dioses. Los nuevos dioses del hombre blanco. Para los hombres comunes, que no pasaban el filtro, era una sentencia de muerte. Sin paliativos. Se les destinaba a las minas de oro o a labrar la tierra de sol a sol o simplemente, se les dejaban morir de hambre, hasta que los perros pudiesen masticar sus huesos.
Entre los afortunados de la selección antes descrita estaba Cuauhtémoc. Cuauhtémoc era un emperador azteca exiliado de su natal Tenochtitlan que tuvo que huir directo a Cuba antes que perecer engullido por Cortés. El capitán García facilitó su huida y le protegió de las garras de Cortés. El dolor de un exiliado carece de medidas porque medirlo implicaría acotar con sujeciones humanas lo que los dioses ya han dado por sentado en la cuántica inmensidad de lo inconmensurable. Cuauhtémoc tenía dilatada su oreja izquierda con un pequeño orificio ocupado por un aro de finísima plata de 10 milímetros, tenía tatuada además, una tortuga milenaria en su pecho bravío y una serpiente de primitiva tintura le merodeaba desde la pelvis hasta sus malheridos testículos. Rondaba los dos metros embutidos con gracia en el cuerpo robusto de un cedro joven, cuya alma, era de fornida águila azteca que vuela entre nubes algodonosas de abundante testosterona. Su cuerpo estaba marcado por cuatro cicatrices de bala esférica repartidas por sus extremidades, tres de afilada espada que aprisionaban hígado y riñones, dos de alabarda(arma que combina una hoja de hacha con una punta punzante) muy cerca de las arterias carótidas y la última, de ballesta, que había atravesado con un perno afilado su testículos, dejándolo estéril de por vida. Su cintura estrecha estaba firme sobre dos piernas de titánico bronce. Se apreciaba un cuerpo de absoluta proporción clásica de hombre soberbio, fiero y grave en toda su extensión. Su arco y sus flechas y hasta su voluntad, doblegaban en grosor y longitud a cualquier líder nunca visto en la época. Parecía un extraño hermoso gigante de ébano, tallado con esmero por la naturaleza absurda de un dios salvaje y voluptuoso en sus formas pero tenue en su conciencia. Andaba prácticamente desnudo todo el tiempo. Sólo portaba un minúsculo taparrabo de algodón roído y un guanín de pesado oro macizo colgado del cuello. Su ojos negrísimos sustraían todo el candor del universo en un parpadeo. Era elocuente, vivaz y su plenitud de macho isleño estaba enmarcada en puro músculo fibrado y delicioso. Era aun héroe tan absolutamente inaudito que todos sus coetáneos sintieron que Cuauhtémoc era de otro mundo. La leyenda de su poderío se esparció por toda América como la pólvora y como el fuego de la pólvora y como todas las almas que se llevó la pólvora. Cuauhtémoc pudo llevar con orgullo su guanín de oro y estuvo vivo mientras gestionó con cautela, su amistad con el capitán García y éste se lo permitió, hasta que tuvo que entregarlo a Cortés. Cuauhtémoc tenía veinticinco años y recién heredaba el reino de Tenochtitlan. Era el rey absoluto y su linaje era indiscutible. Huérfano de padre y educado por una madre firme y despiadada que, a la mínima travesura de su primogénito, le obligaba a aspirar humo caliente de chile verde que calcinaba sus vías respiratorias o lo ataba de pies y manos durante cuarenta y ocho horas a la intemperie, en caso de que su falta, fuese lo suficientemente grave. Su repudio a los invasores hispanos era acérrimo y no aceptaba capitulaciones vanas que esclavizaran su nación. La gran ciudad de Tenochtitlan estaba en plena efervescencia política sumida por una lucha intestina que la corroía hasta la médula, en la cual, se perfilaron con absoluta claridad dos extremos. El uno, con una heroica meta: combatir hasta triunfar; el otro con un ideal corrupto y cómodo: sobrevivir aunque fuese en calidad de tributarios del hombre blanco recién llegado en fantasmales naves. El primer bando, en el que estaba Cuauhtémoc, lo formaban los sacerdotes y los hermanos mayores venidos a menos en una sociedad desmembrada. El segundo, lo constituían los incipientes príncipes, posibles y ansiosos herederos del emperador. La nobleza indígena prefería ceder parte de sus riquezas a perderlo todo. Estaban dispuestos a recomprar al nuevo dios blanco, con ingentes tributos, su condición de nobleza. La situación era problemática. Las ideas enconadas no podían partir de una mera discusión en reunión de jefes: era una lucha por morir de rodillas o vivir mutilado. Los nobles príncipes, acomodados en su nivel de realeza privilegiada, apenas sabían desenfundar un arma así que trataron de persuadir al pueblo a que juntase todo tipo de víveres para entregarlos generosamente a los españoles. Se despojaban de su oro y también lo entregaban. El partido que deseaba la salvación digna del imperio no podía admitirlo y empezaron a matarse con saña hermanos contra hermanos en la gran ciudad de Tenochtitlan. En este ámbito mueren asesinados los hijos de Moctezuma: Axayaca y Xoxopehicáloc. Un río sangriento en vísperas de más afluentes que se avizoraban despiadados y densos cual borbotones oscuros de la mano de Cortés.
Cuauhtémoc era un idealista que entendía que su lucha como emperador debía estar basada en la justicia y la defensa de los ideales autóctonos. Convocó a la guerra a todos los indígenas que eran proclives a su doctrina, demostrándoles que era más justo seguir y favorecerlo a él, que no al sanguinario Cortés. Era mejor ayudar a los naturales, que no a los extranjeros vestidos de fuego mortal. Defender la antigua religión era más digno que ayudar a los hipócritas cristianos. Luchar por su propia tierra antes que entregarla sin voluntad. Porque si la entregaban como ineptos, con ella entregarían también la dignidad más básica de un pueblo hecho a sí mismo con una historia que sólo podía ser contada por ellos. Las contradicciones internas minaron la voluntad de un pueblo que no sabía que decidir porque estaba condenado por los dioses. Cuauhtémoc, presenció ante sus ojos, matanzas donde los intestinos se desparramaban desde vientres inocentes y los corazones vírgenes, se descuartizaban en mil pedazos aún latentes para ser entregados al miserable invasor hispano. Vio estupefacto morir a su antecesor Moctezuma y vio también con sus ojos de águila malherida desde una altura de 5000 pies de hombre transmutado en pájaro, el fin de una era. El fin de su propia era. Después de la muerte de Moctezuma la ciudad de Tenochtitlan fue derruida desde todos los puntos de vista que pueda imaginar un lector inocente. Los meses funestos de 1521 pudieron avizorar al sucesor de Moctezuma: Cuitláhuac. El reinado de Cuitláhuac fue efímero. Murió entre terribles estertores por causa de una oportunista epidemia de viruela. Cuitláhuac fue uno de los héroes de la noche triste durante la cual, los nativos obtuvieron una ventaja momentánea masacrando a los invasores en una cruenta batalla premonitoria de la caída del imperio azteca. De nada le sirvió a Cuitláhuac su breve encumbramiento pues descubrieron su cadáver lleno de virulentas pústulas sanguinolentas, tirado al borde del camino, denostado y podrido en su propio carácter de hombre débil. Fue entonces cuando Cuauhtémoc, señor de Tlatelolco, fue nombrado soberano de México. Sobre sus alas y su corazón de fornida águila, recayó toda la responsabilidad del gran imperio Azteca. Para bien o para mal.
El 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito, en una hábil maniobra de persecución de un grupo de temerosas canoas que intentaban huir de una muerte segura sobre las aguas del lago Texcoco, el capitán García, bajo órdenes expresas de Cortés, prende a Cuauhtémoc que lloraba temeroso viendo en la lejanía arder la gran ciudad Tenochtitlan. Derruida desde su corazón de musculosa obsidiana, hasta la médula del más puro jade en medio de un dolor líquido de sangre y tuétano azteca. Sus padres muertos. Sus amigos muertos. Su imperio muerto. Su cultura muerta. Su dignidad muerta. Su religión muerta entre brumosos efluvios de cristianos sádicos y grandilocuentes. Su mujer encinta y su hijo Hatuey huyendo hacia la Española, con los grilletes de Cortés gangrenándoles los tobillos y el alma. Y él, escapando sin remedio, como un exiliado proscrito que huye sobre las aguas mansas de la laguna de Texcoco.
El Capitán García sabía muy bien quien era Cuauhtémoc. En lugar de entregarlo a Cortés de manera inmediata, lo traslada a Cuba en un acto de inaudita benevolencia.
La leyenda del legendario cacique estaba en boca de todos. Todos estaban de acuerdo con su monumental belleza indígena y aceptaban que su valentía era inconmensurable en medio de mil batallas apocalípticas. El capitán García quedó profundamente conmovido cuando tuvo, frente a frente, a Cuauhtémoc. Ambos quedaron extrañamente conectados, como si se conociesen de toda la vida. El capitán, visiblemente nervioso, le dijo al hechicero Higuanamá que iba en el bergantín en calidad de intérprete y de hombre de confianza, que tranquilizara al prisionero y le diese garantías de que por el momento, no iba a ser entregado a Cortés.
El tabaco y las raras especies formaban parte de ceremonias donde los ancianos hechiceros invocaban espectros iluminados y los asumían como centros de energía curativa. En los asentamientos taínos los ancianos eran bendecidos con el don de la inmortalidad y sus consejos, eran asumidos como cumbre en todas las interrogantes que nadie podía dilucidar porque nadie era capaz de dilucidar como ellos, ellos podían dilucidarlo todo. Eran respetados, se convertían en el alfa y la omega y su voz lenta y entrecortada, era como el aleteo de una mariposa en plena moribunda ensoñación nutricia cayendo de una flor recién abierta, en una primavera imprevista, rodeada de nubarrones en colapso entre las corrientes del Golfo. Higuanamá, era el anciano más querido y respetado de su comunidad. Se levantaba muy temprano, encendía el burén, y cogía con ternura un colibrí entre sus manos. De todos los huracanes que pudiese invocar, elegía las sabias energías de sus ancestros, mezcladas e insurrectas, en un discernimiento evocador, transgresor y apocalíptico.
El tabaco se secaba lentamente al sol y se enrollaba como un mosquete de papel que dado su forma, podía ser encendido por un extremo y sorbido por el otro de tal manera que, el humo entraba en el pecho y adormecía las carnes y entonces se atenuaba el cansancio y las tristezas y el trance era indescriptible hasta el punto de no poder ser descrito por nadie más cercano a esta primigenia experiencia. Los abuelos de los aborígenes taínos sabían que su trance era fructífero, lejos de vanas elucubraciones voluptuosas buscaban a Dios a través de la sabia de su propia tierra y desde la raíz, nacida en su propia tierra. Era una historia que sólo podía ser contada por ellos y por su propia experiencia sicodélica.
El uso del tabaco era, pues, múltiple. Por un lado se utilizaba para adormecer el cuerpo y propiciar placer en el alma y por otro, se usaba como elemento auspiciador de la mejoría de los enfermos a través del hechicero. Entre los taínos y conquistadores se extendió el concepto liberador denominado pipa de la paz. El tabaco entre ellos se convirtió en un medio de simbolizar la paz, o al menos una manera de encontrar la paz narcotizada, endeble y transitoria en pleno descuartizamiento de la cultura autóctona, enmarcada en un escenario de muerte y hecatombe predestinada.
La costumbre de aspirar tabaco se les pegó a los españoles de los aborígenes cuando pisaron La Española, en la cual, los caciques y sus séquitos más cercanos metían las hojas de tabaco después de secas y curadas en unos palillos huecos curiosamente labrados para este efecto y los encendían por una parte y por otra bebían el humo lentamente y algunos primerizos que aspiraban de golpe, caían desmayados durante varios minutos, otros, hablaban sobre Dios y el resto, acentuaba nuevas elucubraciones en un extraño trance sin respuestas, perpetuo en un túnel de colores fluorescentes.
El capitán García se hizo adicto al tabaco después de conocer a Cuauhtémoc. Juntos empezaron a fumar a hurtadillas como adictos zombis amorosos, en medio de coqueteos incesantes durante encuentros clandestinos en la orilla de la playa, mientras bebían un vino muy selecto traído directamente desde el reino de Castilla. Era una botella extremeña sin etiquetas que había pasado de mano en mano por su singularidad y por cuyo deleite, el capitán, habría pagado una auténtica fortuna.
El capitán García se transmutó en otro por una fuerza oculta, una ley del deseo que ni quería ni podía nombrar porque no era capaz de hacerlo. Tampoco quería hacerlo porque el deleite en su interior, era como el de acallados pletóricos pájaros multicolores transmutados en incesantes fuegos artificiales que planean atontados y felices, en una íntima noche de hombre penetrado con valor, por otro hombre. Recordaba adormecido en su hamaca que era un simple ser humano. Un impulso potente, impostergable y orgásmico le recorría las entrañas desde la médula hasta la amígdala como una descarga eléctrica que no encuentra refugio y se adentra sin compasión, en un vaivén parsimonioso y profundo. Era un delicioso subterfugio mecánico de hamaca que va y viene. Breve y revolucionario.
Los aborígenes taínos estaban encantados y felices con sus relaciones homosexuales y las acentuaban con pasión con el uso de prendas femeninas en varones. El capitán García aprovechó tal hecho para justificar sus propios actos. Normalizó lo que ya era normal para los nativos. Su encomienda fue la primera en aceptar que la homosexualidad no iba en contra de Dios porque Dios debía entender que, los instintos básicos e irrenunciables de un ser humano no encajan en su santísimo ideario vital. El capitán García leía la biblia en poquísimas ocasiones porque le aburrían los sacramentos perpetuos y notaba que para aprisionar a esta gente, debía socavarles desde dentro sin someterlos desde fuera. El proceso debía desarrollarse poco a poco. Como una lobotomía precisa y suculenta. Lejos de panfletos bíblicos propagandísticos que nadie entendía, el capitán García procedió asumiendo en primera persona, las majaderías folclóricas vulnerables de los indígenas y así, empezó a desentrañar sus endebles asideros ideológicos. Luego, como quién lava con esmero una víscera o un cerebro que luego cuece y se come, a fuego lento, los llevaría al entendimiento. De esta manera, el capitán García podía tener su harén de machos isleños, libre de pecado y de vanos remordimientos .Todo hilvanado con una aguja de brillante acero e hilo de grueso algodón, urdido en la carne baldía del indígena descartable. Construyó su propia tesis arrastrado por sus deseos y porque en definitiva le serviría para ganarse la confianza de los nativos y así, a través de un fino subterfugio, dominarlos, manipularlos y de paso, contentar los instintos carnales que transpiraban todos sus poros sedientos de sudor, testosterona y semen nativo de varios días. Los indígenas homosexuales eran respetados e incluso, idolatrados, y estaban siempre cerca del núcleo duro del capitán. Las madres taínas percibieron la ventaja de tener un vástago homosexual y presas de un pánico inaudito, ofrecían a sus hijos varones, para ser sexualmente catados a edades muy tempranas.
La fascinación del capitán García por las perlas le llevó casi a la locura. En esa época en el mar Caribe había perlas. Organizó su propia cuadrilla de robustos esclavos nadadores que debían soportar la apnea hasta que les reventasen los pulmones buscando perlas en las profundidades de la playa. El cacique Cuauhtémoc encabezaba con entusiasmo dicha cuadrilla. Se pasaban desde el alba hasta el atardecer zambullidos buscando perlas sin descanso porque les ayudaba a olvidar sus tribulaciones y porque zambullidos, se evadían de una vida que no comprendían o no tenían valor de comprender. Sus pulmones colapsaban y escupían sangre por doquier y eso atraía a los tiburones. Los escualos olían el miedo y el cansancio y desmembraban a los que escupían sangre y también devoraban a los que se ahogaban extenuados en esta búsqueda insensata de las perlas malditas. El capitán García no era feliz a pesar de haber recolectado decenas de perlas que le garantizarían una vejez sosegada a su vuelta al Viejo Mundo, cerca de su natal Extremadura. Aunque también es cierto, que cada vez más, su corazón cabizbajo, añoraba menos su desdibujada tierra natal y se adentraba más y más en una fálica isla salvaje llena de vericuetos voluptuosos y prohibidos. El Cacique Cuauhtémoc era el nadador más experto y audaz de la cuadrilla. Le fascinaba el agua y disfrutaba de las corrientes del Golfo como disfruta un niño blanco ingenuo y valiente sin prisas, de los riachuelos mansos y sinuosos del Tajo y el Guadiana, un domingo cualquiera de Pascua cuando las madres ponen los manteles de cuadros rojos sobre un césped incipiente y los padres, se masturban a escondidas, acompasados con la servidumbre femenina. Cuauhtémoc traía su robusta perla de palpitante carmesí y se la daba, con solemnidad de hombre a hombre al capitán García, mientras le miraba a los ojos traspasándole de lado a lado. Penetrándolo con el ahínco de un huracán caribeño sin rumbo y sin medida, en plena pleitesía de todas las facultades humanas ensalzadas con la ternura de la sinrazón nacida en el reino de Castilla. Devorándole con descaro los oscuros entresijos aceitosos y lamiéndole sin parar su cerezo en flor. La ardiente testosterona del conquistador se confundía con la ardiente testosterona del conquistado. Nadie lo notaba, pero ellos sabían que un cataclismo emocional iba desmoronándolos por dentro, socavando dos culturas tan antagónicas, en una fricción mestiza inconmensurable. El capitán García no sabía nadar y el sol intenso, le hacía heridas en la piel, sin embargo, se quedaba embelesado durante horas viendo al cacique sortear tiburones hambrientos y medusas ácidas en un mar infinito de berilio y miel. Le llevaba erectos plátanos maduros, redondas papayas tiernas y agua densa de coco roto, y la mejor jutía tierna asada envuelta en casabe dulce y caliente, incluso, ordenó a las pocas mujeres vivas de la encomienda tejer una red suave de algodón para abrigarle cuando al atardecer, ambos se juntaban a contar las perlas en la orilla, exhaustos, conectados, imbricados y urdidos uno dentro del otro, en una red de ensoñación sensual, sudorosa y febril. Sin asideros. Dos orillas. La orilla del Viejo Mundo bañada por las calientes aguas del Mundo Nuevo. El Viejo Mundo preñado en un instante, por el salvaje y apasionado Mundo Nuevo. El colapso de todas las elucubraciones heterofilosóficas. Dos mundos fusionados en uno. El conquistador superado por su propia conquista.
El capitán García también percibió que el lenguaje podría ser una sofisticada forma de dominación. El inteligente hombre blanco concluyó que para explorar un territorio inhóspito tenía que aprender a comunicarse con sus pobladores autóctonos. La diferencia lingüística era abismal. Recurrió a los gestos: los sobrecargó. Las manos y las señas se llenaron de expresividad. La ausencia de una lengua común no evitó el entendimiento.
El hechicero Higuanamá oriundo de La Española, tenía amplios conocimientos de náhuatl clásico porque su hermano había nacido en México-Tenochtitlan y hablaba con soltura la lengua taína, ya que llevaba 60 años viviendo en el noroeste de Cuba. El capitán García lo nombró intérprete oficial y le obligó a aprender castellano en seis meses. Los peores seis meses en la vida de cualquier hechicero. A las cinco de la mañana estaba en pie, recitando los versículos del Antiguo Testamento, sin saber que leía y errando cada sílaba. Su voz endeble de hombre mayor y ajetreado hacían que su lectura fuese una parodia siniestra. Lo ataron de pies y manos con cadenas de hierro olvidado, lo amordazaron a intervalos y le apretaron los testículos con una minúscula y punzante malla metálica, mientras le lanzaban cubos de agua de río helada y cinco perros de caza hambrientos, le lamían los pies las veinticuatro horas del día. Higuanamá aprendió a distinguir las vocales de las consonantes en veinticuatro horas. Supo, además, discernir las categorías gramaticales a los tres meses y entregó por escrito tres cortas monografías en castellano, con poquísimas erratas, donde describía de manera concisa y benevolente, la personalidad del gran capitán García durante su proceso de advenimiento y posterior arraigo en la isla de Cuba. A los seis meses, Higuanamá realizó la primera traducción de los Antiguos Testamentos al náthual o lengua azteca. Seis meses con los huevos destrozados y tiritando de frio le abrieron las entendederas. Era un hechicero paciente y sabio que sabía cual era el papel a jugar en todo aquel escenario. A los nueve meses, el capitán García le otorgó un amplísimo bohío propio con todo tipo de víveres y un compendio de 123 libros colocados con gracia, en anaqueles de cedro pulido de cuatro niveles. Una pequeña biblioteca rudimentaria con numerosos libros de astronomía y metafísica antigua mezclados con emocionantes novelas de caballería. Allí, Higuanamá podía vestir con coloridas prendas, ostentar oro y jade a conveniencia y ser su imprescindible mano derecha bajo cualquier circunstancia. Incluso, le asignó como asistente o aprendiz al indígena imberbe Hatuey. El hechicero rondaba los 85 años y entraba en una preocupante senectud y se necesitaba de inmediato, un sustituto en caso de imprevista defunción. Hatuey era joven, inteligente y heterosexual por lo tanto el capitán, en un principio, lo vio idóneo para cumplir la función. Con el paso de los años, Higuanamá se convirtió en representante, traductor de cinco lenguas, mediador político, escritor, orador en funciones y médico oficial del capitán García y adquirió por tanto, todos los beneficios inimaginables por tales hechos. Se transmutó en su sombra y en su más fiel consejero de cabecera, siendo incluso, cómplice necesario, de todas las turbias operaciones del conquistador. La tortura había merecido la pena.
El indígena imberbe Hatuey gracias a su ferviente juventud, había adquirido con facilidad nociones básicas del castellano y obviamente había sido instruido en apenas 15 días con la inmaculada hipócrita doctrina cristiana por parte del capitán García. El imberbe soñador tenía las hormonas descontroladas y había dejado preñadas de golpe, a cuatro hermosas vírgenes aborígenes siempre gracias, a su reputación del mejor dotado de la encomienda. El capitán estaba confuso porque estaba harto del engendro homófobo pero por otro lado, Hatuey era su hijo adoptivo y debía darle cierta condescendencia por cuestiones que se le escapaban de las manos. Por tanto, encargó a su hombre de confianza el trabajo sucio. El mancebo imberbe se sentía vanagloriado en su papel de firme heterosexual y se divertía decapitando a los indígenas homosexuales. Se mostraba proclive a satisfacer todos los desvaríos de su mentor Higuanamá porque era consciente de sus privilegios y porque era el niño mimado del capitán García. Bailaba en los areytos con tal dulzura y maestría que nadie podía resistirse a sus viriles atributos. Era delgadísimo y tenía ojos verdes voluptuosos con mimbres de luz marítima. Entendió que ser penetrado a edades muy tempranas por el capitán García no afectaba a su carácter de macho isleño. Ser un macho isleño iba más allá de sentimentales vanas elucubraciones. Podía penetrar varias vaginas vírgenes en un mismo día y de esta manera, resarcirse de todas formas y de todos los absurdos escenarios que le planteaba el patrocinio del capitán García. Sin embargo, un pozo oscuro de rencor iba horadando su alma porque tenía serias sospechas de la participación del capitán García en la muerte de su madre. Lo normalizó todo hasta cierto punto y aceptó que su destino a la larga, sería vengarse e iniciar una revuelta personal contra todos los desviados del camino de Dios. Era un niño violado que conocía perfectamente a su violador. Amaba a su violador en la misma medida que lo odiaba. Creó una trama imaginaria perfecta, e involucró en sus tropelías al hechicero Higuanamá dando por sentado, que su tío abuelo, era de fiar. Craso error. El hechicero, sin titubear, zanjó el asunto de raíz. En un descuido, le golpeó en la zona occipital dejándole inconsciente. Tomó con voluntad un amplio cuchillo afilado y le cercenó los 20 centímetros de su flamante pene y también arrancó de cuajo el kilogramo de testículos restantes que aún llenos de esperma fresca violada a borbotones, juguetearon en las fauces de varios perros hambrientos cercanos. Las bestias degustaron sin prisas todo el manjar voluptuoso, y los líquidos ricos, espesos y supurados se desparramaron sin control por sus ingenuas fauces. El joven Hatuey, ya desangrado, fue lanzado al río Cauto en medio de una bruma ensordecedora el 10 de Agosto de 1521. Higuanamá no iba a permitir bajo ninguna circunstancia que un mancebo con ínfulas de macho mestizo eclipsara su devoción por el capitán García. Lo urdió todo. Lo limpió todo. Era un anciano astuto e implacable dispuesto a salvaguardar la dignidad de su capitán, más que nada porque los beneficios superaban con creces, los costes. El Dios blanco confió en él, le dio una fuerza que iba más a allá del inframundo, lo domesticó, lo encumbró, hizo de él, en definitiva, un hombre rico y poderoso. Su lealtad era absoluta y su devoción infinita.
El 14 de noviembre de 1521, el capitán García recibió instrucciones precisas de Cortés que indicaban con firmeza que se esclareciese con suma prontitud todo lo relacionado con la captura de Cuauhtémoc. La caída de Tenochtitlán era un hecho consumado y era preciso tener a Cuauhtémoc vivo o muerto. Las circunstancias no podían dilatarse más por cuestiones prácticas. Ese mismo día, el Capitán García pidió a su hombre de confianza que sirviese de intérprete en su conversación con Cuauhtémoc:
-Tengo la suerte de poder salvarte la vida- sentenció García.
-Mi mujer y mi hijo deben volver conmigo a Tenochtitlan, el honor de mi familia y de mi Patria debe ser restaurado– respondió Cuauhtémoc entre los espasmos de un corazón mutilado.
-Debes elegir entre Tenochitlan o tu propia vida. Aún puedo salvarte-espetó el capitán con inaudita firmeza.
-Cortés buscará sin piedad mi carne y mi alma y la devorará en un segundo. Los dioses me salvarán- murmuró Cuauhtémoc a través de un hilo de voz firme y cortante.
-Cortés es mi compadre. Le diré que te lanzaste de mi bergantín al lago Texcoco sumido en suicida instinto y sus turbias aguas de peces blancos y tristes hojas verdes caídas, te tragaron sin redención. Me creerá a pies juntillas. Aún puedo salvarte si me complaces dócilmente en mis voluptuosas impostergables cuestiones carnales-insistía sin paciencia el capitán García, pletórico y amenazante.
-Tenochtitlan y mi familia están antes que mi vida y están, antes que tus voluptuosas impostergables cuestiones carnales-concluyó el águila del crepúsculo, mientras inhalaba un denso humo concentrado de tabaco y raras especias.
Los nervios se apoderaron del capitán García y vomitó tres veces. El pánico y el dolor le arreciaban por la venas con tal fuerza que comenzó a llorar, borracho, y a solas, en una playa desierta del noroeste de Cuba. Maldijo ser hijo de Dios y se maldijo a sí mismo en una locura histérica que no pudo ser recogida por ninguna crónica de la época. Al día siguiente, metió a Cuauhtémoc atado de pies y manos en su bergantín y se dirigió con lentitud, hasta la laguna de Texcoco. La embarcación parecía levitar sobre un agua muy mansa. Amanecía. Ambos, frente a frente, estuvieron en silencio. El hechicero Higuanamá tarareaba con un hilo de voz, una melodía asonante y proscrita entre titubeos incesantes de una malsana inquietud disimulada. Las corrientes del Golfo parecían amainadas por tiburones malheridos y la luna llena, reflejaba tristes efluvios amarillentos sobre las sombras líquidas de los rostros de otros rostros que no reconocen sus propios rostros. El silencio de las dos culturas y el dolor de las dos culturas se inmiscuían sin que nadie pudiese evitarlo. El prisionero con la frente erguida. El conquistador, cabizbajo y una multitud de pájaros blancos despertando al amanecer. El agua densa y turbia reflejaba destellos rojos presos de inquietos peces verdes. La travesía destilaba tanta melancolía que el capitán García agarró de golpe su cuchillo rojizo y laceró los pies de Cuauhtémoc con saña y cortó sus muñecas, y esparció su sangre por todas partes, siguiendo con saña, el refinado gusto de Cortés.