Inicios de verano del año 1601. La proa del San Francisco apunta hacia el fondo de una estrecha bahía caribeña custodiada desde su margen meridional por el fuerte de Santiago, en construcción aún. A bordo de este galeón que partió hace casi tres meses de Sevilla, Antón no ve la hora de desembarcar al fin. Ya en Portobelo, atraviesa su puerto fortificado. Hace unas décadas que este se convirtió en el punto de acceso a Tierra Firme para los navíos españoles, sustituyendo a Nombre de Dios donde el clima es más tormentoso.
Camina junto a su compañero de viaje —Fermín—, portando ambos sendos baúles sobre unos de sus hombros. Localizan un mulero junto al edificio de las cajas reales, en cuyo interior se almacenan ingentes cantidades de plata y también de oro esperando ser trasladadas a la península ibérica. Tras apalabrar el monto de la travesía para cruzar el istmo y acordar la hora de partida, Antón, emocionado, se despide hasta siempre de su amigo, que tiene Portobelo como destino final.
Mientras se acerca el momento de partir, entra en una fonda en la que se alimenta y pregunta por su esposa, que debió llegar aquí alrededor de diez meses atrás. Nada. Ni rastro de Inés. Entristecido, parte en dirección sur a lomos de una de las doce mulas que desfilan a través de una espesa vegetación que se resiste a ser atravesada dificultando su paso.
El mulero corta a machetazos frondosas ramas de la selva. Antón se asombra a cada instante avistando extrañas aves con plumajes de colores chillones, estremeciéndose al oír los aullidos de los monos, o al cruzarse con roedores gigantes o con unos animales de largo hocico que se alimentan de hormigas cuya existencia jamás había siquiera imaginado antes. El calor es pegajoso. La humedad hace que cada poro de nuestro protagonista transpire sin cesar empapando sus vestimentas hasta que gotean. Intenta refrescarse sin mucho éxito sumergiéndose en alguno de los riachuelos que atraviesan. Los mosquitos no cesan de picarle en las escasas zonas del cuerpo que el joven lleva descubiertas, obligándole a pegarse constantes manotazos. El sonido de estas palmadas se solapa con el croar intenso de unas diminutas ranas de color dorado y con los gritos de otras criaturas que el muchacho no consigue identificar, provenientes del interior de la jungla.
Tras más de quince horas de itinerario, Antón divisa el puente del Rey: la vía de entrada en la localidad portuaria de Panamá, ubicada a orillas del Pacífico. Deberá esperar aquí unos meses más hasta poder partir hacia Arica a bordo de uno de los buques de la Flota del Pacífico. Durante este tiempo, prueba la carne de iguana, se acostumbra al sabor de frutas de raro aspecto y se prepara para encontrarse pronto con Inés. Hincado de rodillas, en el interior de la catedral, reza con fervor evitando caer en la tentación de poseer a alguna de las bellas indias que se le acercan.
En este punto nos despedimos de Antón y continuamos nuestra ruta por la República de Panamá de hoy. En Portobelo hemos asistido a la procesión de su Cristo Negro. Se trata de la imagen de un nazareno de color venerada sobre todo por la comunidad Congo, que mantiene sus ancestrales tradiciones africanas. Hemos visitado Guna Yala —comarca también apelada como San Blas— y sus exóticos islotes rodeados por arrecifes de coral. O Coiba, donde nadamos entre tortugas y tiburones. Subimos a la cumbre del volcán Barú para observar de forma simultánea los dos litorales del istmo. Recorremos Bocas del Toro y las islas que la rodean…
José M. Diéguez Millán
Lee los primeros capítulos de su libro «Odio, plata y Potosí» aquí