¿Cuánto estarían dispuestos a arriesgar por conseguir algo de dinero para sobrevivir? Esa es la pregunta que plantea El juego del calamar, que nos muestra cómo 456 participantes en riesgo de exclusión, aceptan desesperados la invitación a un misterioso concurso de supervivencia. La meta es clara: ganar 45.600 millones de wones, con los que poder salir de la miseria. Lo que los jugadores ignoran, es que para ganar tendrán que arriesgar su propia vida en cada uno de los juegos.
En concepto, El Juego del Calamar comparte grandes similitudes con Battle Royal, Los Juegos del Hambre, la saga de SAW y cualquier producto que esté basado en la historia The Most Dangerous Game. Aunque esta nueva serie de Netflix esté basada en muchas otras historias, el director, Hwang Dong-hyuk, es consciente de la falta de innovación, la cual compensa con algo que el espectador suele alabar y agradecer: la presentación de las escenas, la fotografía y los colores.
Poco importa la lentitud de las escenas, principal crítica de los espectadores, o lo mal doblado que están sus guiones según expertos intérpretes. El Juego del Calamar, ha conquistado al público bajo una estética misteriosa con sus escenarios llenos de objetos y lugares familiares que a mejor vista lucen perturbadores. Además de esto, las secuencias de los juegos son lo que más resalta en la serie debido a que el director, hace gran énfasis en las emociones de los personajes, en lugar de como funcionan estos, conectando fácilmente con ellos.
El Juego del Calamar pretende transmitir un mensaje profundo que incluye no solo un discurso sobre la naturaleza humana, sino también una profunda crítica del sistema capitalista en el que vivimos. Mediante juegos infantiles que todos conocemos, la serie será recordada como un espectáculo visual, lo cual para muchos es suficiente porque solo están buscando entretenimiento, pero es notorio que detrás hay un deseo por exponer ideas transgresoras para el espectador.
La finalidad de Hwang Dong-Hyuk es hacer una crítica social que derivase en torno a la desigualdad socio-económica de la ciudadanía, donde la clase media cada vez está más diluida y donde la élite, de forma sádica, puede permitirse el lujo de vejar a los estratos sociales más desfavorecidos.