Camino aturdido bajo el sol por las calles de Odesa. Ha sido un día largo: he cruzado el Danubio en barco y, después, en la frontera, un autobusero ha cedido a traerme hasta aquí. Me sorprende la armonía reinante en la ciudad: playas abiertas, gente que pasea lamiendo sus helados, restaurantes con terrazas abarrotadas…, como cualquier otra ciudad costera del mundo en verano.
Algunos fotógrafos realizan los reportajes de boda de varias parejas con el City Garden de fondo. Al lado, encuentro un enorme escenario recién montado para el espectáculo que se celebrará hoy, 2 de septiembre, con motivo del 228 aniversario de la fundación de la ciudad. Tras ponerse el sol, varios miles de personas enarbolando banderitas ucranianas —algunos envueltos en ellas— asisten a esta emotiva fiesta. Canciones locales son coreadas junto a los artistas. Premisas patrióticas se vocean al unísono. Bailoteos, aplausos, ovaciones…, hasta las diez de la noche. En una hora comienza el toque de queda. Establecimientos y alumbrados se cierran y apagan de forma gradual mientras todos nos dirigimos hacia nuestras residencias a paso ligero. No se puede salir a la calle hasta las cinco de la madrugada en el país entero.
—El próximo curso académico está siendo difícil de organizar. Aún no podemos decidir si habrá clases presenciales ni estimar cuántos alumnos locales y extranjeros se matricularán —me comenta Yevhen, profesor de la Facultad de Medicina.
Mientras, paseamos entre recios edificios universitarios. Sacos llenos de arena amontonados protegen sus sótanos. Después, me lleva a una sofisticada coctelería donde debemos elegir los tragos basándonos en su aroma. Los «perfumes» de las bebidas son atomizados sobre nuestras cabezas uno tras otro, a modo de menú, mientras conversamos. Señala un frasco y, cambiando de tema en un pispás, afirma:
—Me gusta este.
Visito las catacumbas. Estas minas, de las que se extraía piedra para la construcción, recorren el subsuelo de la ciudad. Las galerías llegaron a sumar, si se unieran todas, una longitud de casi 3.000 Km de los que aún se conserva gran parte. Se acondicionaron como refugio atómico en la Segunda Guerra Mundial y ahora han vuelto a ser utilizadas por los odesanos durante los bombardeos. Aquí coincido con tres chicas locales involucradas en ayuda humanitaria. La extensa caminata dentro de estos húmedos túneles nos da para charlar largo y tendido.
—Nos dedicamos al apoyo psicológico de las víctimas. Ojalá pudieras colaborar con nosotros, pero la barrera idiomática es infranqueable. En los territorios ocupados casi nadie habla inglés y, además, la cuarta parte de la población de Ucrania tiene el ruso como lengua materna.
—Entiendo —respondo algo desilusionado. Y añado:
—Hace frío. La humedad me está calando hasta los huesos. Qué duro debe ser aguantar en este sitio durante horas e incluso días.
—Aquí dentro la temperatura siempre es 16 °C. Al menos, algo permanece estable en este país —comenta sarcástica una de las ucranianas.
Contemplo asombrado, a través de la ventanilla del autobús que me lleva a Kiev, la infinita extensión de los campos de trigo. Comprendo ahora la importancia del transporte de cereales desde Odesa.
El metro de la capital me recibe con carteles azules y amarillos en los que se leen frases como: «Hello, I´m Ukraine», «Be brave like Ukraine» o «Stand with Ukraine». Incontables pósteres de este tipo cubren las paredes de las galerías de esta red de tres líneas, que incluye la estación más profunda del mundo.
Las calles están muy animadas. Los kievitas charlan en terrazas ante sus copas de licor de cereza o sus cervezas y se oye música procedente de los bares o de algún artista callejero. Uno de ellos toca un destartalado piano bajo un puente. Montañas de sacos de arena cubren las estatuas de toda la ciudad protegiéndolas. Como la de Taras Shevchenko, principal literato ucraniano independentista, que en un cartel fijado sobre la coraza que la oculta nos dice: «¡Hasta pronto!». Algunas de estas protecciones empiezan ya a desmoronarse. Gracias a esto, veo asomar la cabeza de Dante Alighieri que parece mirar a su alrededor asombrado.
Por la tarde-noche asisto a una representación de Rigoletto en la Ópera Nacional de Ucrania. Sí; las sesiones de bel canto continúan, y a un precio muy asequible: desde 5 €. Al terminar la función, llueve y hace frío en la calle. Apenas quedan peatones y es tarde para encontrar un lugar abierto donde tomar algo caliente. Hay que ir a encerrarse enseguida.
En Kiev también hay catacumbas. Se extienden bajo el Monasterio de las Cuevas y albergan las tumbas de religiosos ortodoxos. Durante mi recorrido por su interior, portando una vela en mi mano para poder ver, coincido con dos mujeres de Járkov. Una guía que no habla inglés les ofrece explicaciones en ruso.
—¿Estáis bien? ¿Necesitáis algo? ¿Vuestras familias? ¿Las casas? —pregunto, ansioso por ayudarlas. La vocación me puede.
—Sí, sí. Todo eso está bien. Muchas gracias. Pero estamos psicológicamente hundidas —me expresan con señas acompañadas de alguna palabra inglesa entremezclada con su idioma.
Un trayecto de seis horas en tren me trae a Lviv. Aquí, más alejados del frente, el ánimo general es más relajado. La ciudad posee un amplio casco antiguo con lujosos edificios perfectamente conservados. El ambiente es más juvenil que en otras poblaciones ucranianas. Muchos soldados acuden aquí durante sus días de permiso.
Estoy retocando este texto en una típica cafetería. De pronto, las sirenas comienzan a sonar y nos desalojan. Ayer me sucedió lo mismo en un centro comercial. Las bocinas cesaron de aullar tras veinte minutos y el complejo reabrió sus puertas poco más tarde. Sin embargo, la mayoría de las tiendas de su interior ya no volvieron a elevar sus persianas.
Ucrania lucha. Ucrania reza. Ucrania llora, ríe, charla y pasea. Ucrania bebe cerveza, vino y licor de cerezas. Ucrania trabaja. Los ucranianos, como tú, como yo, y como cualquier otro habitante del mundo, solo quieren seguir con sus vidas en paz.
Lviv (Leópolis), 15 de septiembre de 2022
José M. Diéguez Millán
Autor de los libros «SUR» y «ESTE»
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