Fatima Daas nació en 1995 en Saint-Germain-en-Laye en Francia. Sus padres, originarios de Argelia, se afincaron en Clichy-sous-Bois. Ella creció en esa pequeña ciudad del departamento de Seine-Saint-Denis, en las afueras de París, rodeada de una familia numerosa. En el colegio se rebela, reivindica el derecho a expresar sus ideas y escribe sus primeros textos.
Fatima, autora y protagonista de su libro, defiende su derecho a no decidir entre su práctica religiosa y su orientación sexual, un conflicto interno que da forma a una novela narrada a base de frases cortas y repeticiones, como estrofas de rap o versos del Corán.
« Me llamo Fatima Daas. Soy la «mazozia», la menor, la hija pequeña. Mi padre esperaba que yo fuera un chico. Soy francesa, de origen argelino. Musulmana practicante. Una chica de Clichy que pasa más de tres horas diarias en el transporte público. Una turista. Una chica de barrio que observa los comportamientos parisinos. Soy una mentirosa, una pecadora. De adolescente, soy una alumna inestable. De adulta, soy una superinadaptada. Escribo historias para evitar vivir la mía. He estado cuatro años de terapia. Es mi relación más larga. El amor era tabú en casa, las manifestaciones de ternura, la sexualidad también. Me creo partidaria del poliamor. Cuando Nina apareció en mi vida, no sabía en absoluto qué necesitaba ni lo que me faltaba. Me llamo Fatima Daas. Mi nombre es el de un personaje simbólico del islam. Un nombre que no se puede ensuciar. En mi casa, ensuciar es deshonrar. No sé si soy digna de mi nombre. »
La hija pequeña. Fatima daas.
Me llamo Fatima.
Mi nombre es el de un personaje simbólico del islam. Es un nombre que hay que honrar.
Un nombre que no se puede «ensuciar», como se dice en mi casa.
En mi casa, ensuciar es deshonrar. Uasej, en árabe argelino.
Se dice darya, dariya para decir dialecto.
Uasej: ensuciar, mancillar, manchar.
Es como «acercarse» en español, es polisémico.
Mi madre utilizaba la misma palabra para reprocharme que me hubiera manchado la ropa, la misma palabra cuando, de vuelta a casa, encontraba su Reino desordenado.
Su Reino: la cocina.
El lugar donde no podíamos poner un pie ni echar una mano.
Mi madre odiaba que no se colocaran las cosas en su sitio.
Había códigos en la cocina, como en otros lugares, y había que conocerlos, respetarlos, seguirlos.
Si no éramos capaces de hacerlo, debíamos mantenernos alejados del Reino.
Entre las frases que mi madre repetía a menudo, estaba esta: Makench li ghauen fi hadi dar, izzedolek.
Aquello sonaba a frase hecha en mis oídos. «En esta casa no hay nadie para ayudarte, pero para darte más trabajo, sí.»
A menudo yo le soltaba esta otra frase mientras removía los dedos de los pies en mis calcetines.
—Si necesitas ayuda, dímelo, no soy pitonisa, no puedo adivinarlo.
A lo cual mi madre contestaba sin pestañear que no necesitaba «nuestra» ayuda. Insistía mucho al decir «nuestra», una manera de hacer colectivo el reproche, de evitar que yo me lo tomara como una cuestión personal, que me sintiera ofendida.
Mi madre empezó a cocinar a los catorce años. Primero, cosas que ella denomina sahlin: fáciles.
Cuscús, shakshuka, douez , tayines de cordero con ciruelas pasas, tayines de pollo con aceitunas.
A los catorce años, yo no sabía hacerme la cama.
A los veinte años, no sabía planchar una camisa. A los veintiocho años, no sabía hacer pasta con mantequilla.
No me gustaba estar en la cocina, salvo para comer.
Me gustaba comer, pero no cualquier cosa.
Mi madre cocinaba para toda la familia.
Elaboraba menús en función de nuestros caprichos. Si me daba por rechazar la carne, me ponía pescado; mi padre no podía pasar sin pescado, así que se lo encontraba en el plato. Si Dunia, mi hermana mayor, quería patatas fritas en lugar de una comida tradicional, también lo conseguía.
Desde que tengo uso de razón, recuerdo a mi madre en la cocina, con las manos estropeadas por el frío, las mejillas hundidas, dibujando un hombrecillo con el kétchup sobre mis espaguetis, decorando el postre, preparando el té, guardando las sartenes en el horno.
Conservo una sola imagen: nuestros pies debajo de la mesa y la cabeza pegada al plato.
Mi madre en los fogones, la última en sentarse.
El Reino de Kamar Daas no era mi espacio.